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sábado, 13 de abril de 2013

SIGO BUSCANDO A LA MAGA

Ni las estaciones queman palomas en mis ideas
A. Pizarnik
 
Qué dulcemente pasan los días cuando las horas tardan en llegar. Cuando los abatimientos han sido abatidos. Cuando mis señales de humo no han sido contestadas. En las tardes de calor los turistas juegan a fútbol en la plaza otrora llamada del 15M. Otros rebuscan en la basura, y treintañeros zombis, treintañeros slackers, deambulan por las aceras, extasiados por el calor y los edificios tras pasar demasiado tiempo paseando de arriba abajo por los pasillos de la biblioteca como si lo hiciesen por los de casa con batín y pantuflas. Y yo, entre ellos, busco todavía a la Maga. ¿Dónde ha ido a parar, digo yo, ese deseo de rastrear en la ciudad-laberinto siempre pistas nuevas? ¿Dónde ha quedado esa voluntad no corregida de jugar a cadáveres exquisitos, de redactar manifiestos de grupos artísticos inexistentes con el tono dogmático y esnob pertinente, de poner por escrito como quien redacta un informe aquellos sueños en los que se soñaba con palabras? ¿Dónde el deseo de abocarse a la realidad como si tras su alfombra multicolor de sensaciones latiese algo dorado y abrasador? ¿Dónde la voz en off de Sans Soleil, los insomnios y el pensar audiovisualmente? ¿Dónde, dónde, dónde? Todas esas pistas se han perdido como carreteras borradas tras una tormenta de arena en el desierto. Todas esas cosas han caído o se han perdido, al igual que mi melena. 

¿Podría jugar todavía a ser un peter pan que habla de política en cafeterías, entre libros de adorno, alhambras e instagrams? ¿Podría, podría, podría? ¡No estoy tan desesperado! La realidad es una jaula de amores, amarres, sobreprotecciones, placideces que invitan a engordar y a dejarse mecer. Me he acostumbrado a jugar a mayores, con corbata y con chaqueta. Puaj, qué asco...Lo que antes era Rayuela, con su demorarse dando nombres inútiles a plazas y calles (unas veces Pernambuco, otras Verona, las más veces París), hoy es novelón ruso de tapas duras. Había maestros ya, eso sí. Algunas y algunos los escuchaban. Otros, extasiados de nosotros mismos, encantados de conocernos, pensábamos que nos bastábamos y nos sobrábamos. Tras músculos, tendones y huesos se abría, se desplegaba mejor dicho, el Icono Bizantino. ¡Para qué más! Impermeables a los consejos, impermeables a los sermones, impermeables a todo, excepto a un grano en plena cara, que podía desarmarnos de un plumazo. Ah, pero locos y crueles a un mismo tiempo. Indiferentes. Plenamente indiferentes.

¡Qué nuevas religiones nos traen los nuevos tiempos! Sigue habiendo sacerdotes y maestros, con la diferencia de que ahora hablan de autocrecimiento. De competencia en comunicación. De compromiso. Hay todavía muchos que se conocen de memoria las entradas de sus diccionarios personales, y de oca en oca van de un concepto a otro, sin mojarse nunca, pobres ellos, en ningún charco de sangre. Ni siquiera en uno oscuro de abatimiento. A mi alrededor han claudicado o han huido, se han casado, han emigrado y han tenido hijos, o simplemente han cambiado de piso. En fin, yo también me he convertido en doctor. Y pontifico. Sí, yo también me he malbaratado, o cuanto menos, me malbaraté durante un tiempo: me enamoré, trabajé, hablé, hice planes, di sermones, me sentí importante, noté en las mejillas cada vez más redondas la brisa cálida de la comodidad, y deseé también yo el susurro narcotizante de las cercanías del mundo adulto. ¡Me quedé, a pesar mío, en los barrios aledaños! ¡No alcancé, gracias a mí, ni siquiera el corazón! Pero consentí mentiras, perdí fantasías, y ni siquiera escribí. Dejé de soñar, de hablar y de pensar en Amin Soror, y en sus decálogos y en sus salidas de tono. La Maga se evaporó. Hasta que llegó un día un viento frío, un viento total cargado de muchos otros vientos,  un viento que traía consigo las palabras muerte y definitivo, un viento que barrió los conceptos y asideros sobre los que mi vida cual palafito se había erigido, los amarres, las verdades asumidas, los autocrontroles y las delicias, un viento que era más bien una ventisca. Barrió todo y dejó a su paso tan solo un vacío que no estaba ni siquiera vacío, sino que más bien invitaba, como la entrada a un concierto dejada por una mano amiga en la mesita de noche, o como una pistola cargada debajo de la almohada, al vacío total e impensable. Vi. Comprendí. Quizá ni vi ni comprendí, solo me di cuenta de que allí, desnudo, volvía a ser el hijo sin hijos que todavía soy y que antes era, ahora más calvo y más viejo, pero no más experto.

Quizá la Maga también era yo.

martes, 8 de enero de 2013

LOS RETOS DE UN NUEVO AÑO SOBRE LAS CENIZAS DE LOS ANTERIORES

En la "edad de oro" esta era una tierra de ensueño, una nueva Canaan de la leche y miel donde todo era posible. Todo eran pabellones, nuevas construcciones, series modernas, sol y playa, objetivos terroristas (dada la importancia del país), azores y alianzas de civilizaciones, suplementos dominicales, revistas ilustradas, aeropuertos, ferias del agua, controversias bizantinas, vuelcos electorales, ciudades de las ciencias, pinturas de Barceló, platos de Adrià, canales televisivos, reales nupcias, éxitos editoriales, producciones de El Terrat, fórmulas 1, repúblicas de Redonda y óscares para Almodóvar. Hoy de la gran bambolla hinchada con esmero durante los años arcádicos solo queda el bufido estridente, ahogándose poco a poco, de su paulatino desinflado. De todas formas, el 2011 pareció un año de renacimiento: de primaveras. Pero ya lo decía Deleuze: a la revolución inglesa le siguió Cromwell, a 1789 Napoleón y a 1917 Stalin. A 2011 le han seguido los hermanos musulmanes y Rajoy. 

De todas formas, de los rescoldos de 2011 todavía queda algo. Un preocupación, quizá impostada, quizá dictada por los nuevos tiempos, por lo colectivo. En 2011 se presentía, aquí y allá, en bares y autobuses, la nostalgia de los paradigmas perdidos. Salía a relucir, como quien se acuerda de un cariñoso abuelo muerto hace tiempo, el nombre de Marx; y durante un momento hablar de comunismo dejó de ser escandaloso (si alguna vez ha sido escandaloso hablar de ideas muertas desde 1956). El 15 M, si sirvió para algo, fue para evidenciar afortunadamente la carencia de un plan de ruta, de una ideología o creencia que guíe los pasos y encamine a una colectividad, cuya máxima y más silenciosa aspiración es la de convertirse en rebaño. Las grandes ideas se volatilizaron desde el momento en que el tijeretazo se convirtió en 2012 en una nueva y poderosa arma de refeudalización, como tras las crisis medievales. En aquellos tiempos remotos, el campesino pagaba los platos rotos de las epidemias y de las carestías, incrementándose sus cargas feudales a fin de que los señores siguiesen mantuviendo su tren de vida: ya lo decía aquél, el "eterno retorno de lo idéntico".

Tras las ilusiones frustradas se ha abierto la veda para los redentores culturales, siempre dispuestos a crear una nueva revista o un nuevo tema de conversación con el que hacernos olvidar que ya no estamos en los años arcádicos de Marías, Adrià y Barceló (Miquel, no el ron). Como sucediese en su momento con Camps, que siempre que empezaba un tema acababa hablando del trasvase y del "agua para todos", como la bola del pinball que irremediablemente siempre cae en el mismo agujero, estos redentores culturales, empachados de una nostalgia algo navideña y americanizante, siempre incurren en los mismos deslices: fútbol y series de la HBO, no hay más. Un fútbol poetizado, rescatado de lo vulgar (del discurso habitual de un Marca TV), pero con la motivación íntima y no expresada de convertirlo en un nuevo culto de élites periodísticas, haciendo de lo popular enaltecido algo distinto, y naturalmente más elevado, que lo popular a secas. 

De esta forma, con el discursito madridistabarcelonista imperante (también en política) y la alabanza ciega a las series americanas, entendidas éstas como el nuevo maná que nos trae el Imperio, los articulistas que juegan a ser novelistas, no sabiendo que no es lo mismo escribir cien palabras que seiscientas páginas, nos van entreteniendo, convenciéndonos de que todavía queda algo de esa cultura de la edad de oro, que añoran. Pero no solo proliferan futboleros, pobrecitos, también han surgido como setas tras una lluvia otoñal los cansinos debates políticos, en los que el espectador avezado ya ha comenzado a barruntar que los periodistas presentes en las tertulias interpretan un papel diferente ya sea el canal Intereconomía o La Sexta. El espectador o el lector tendrá que vérselas de ahora en adelante con una nueva raza de periodistas (no todos, menos mal) que, amparándose en galones conseguidos en los años de transición, felipismo y aznarismo (nunca zapaterismo, Zapatero es hoy en día el "malo malísimo" innombrable), tienden a convertirse en una casta nada menos que sacerdotal, instructora de las almas y salvadora de conciencias.

Pero si el 15 M ha traído algo bueno, algo definitivo, esto ha sido la desconfianza hacia el sistema. Antes solo desconfiaba del "maravilloso" espíritu de la Transición la generación de los hijos de los artífices de tal espíritu. Era lógico: cada generación es como una ola que sepulta las ideas de la anterior, o mejor dicho, que no las combate porque las ignora. Mi generación no comprende (y en realidad poco le importan) las llanuras a las que se llegó desde las montañas enfrentadas de la derecha y la izquierda en los setenta. Poco interesan los símbolos y las medianías conquistadas. Pero lo más curioso es que hoy esa desconfianza ha trepado desde la juventud hasta generaciones más maduras. El descrédito de la corona es un ejemplo. El rey se tambalea con su cuerpo fofo, con esa apariencia casi plastificada, hinchada como un globo, sobre sus dos enclenques patas de palo, cosidas y remendadas mil veces después de infinidad de accidentes en Baqueira y el enésimo escándalo en Botswana: igual de inestable es el paso del Estado, su unidad, su inamovible Constitución y su forma de ser se tambalean ante la indiferencia lógica de todos, pues su camino ha ido de descrédito en descrédito.  A este régimen le quedan dos días, a pesar de Rajoy, Rubalcaba y sus estados de emergencia, y del mismísimo rey: la gente ya se ha dado cuenta de que son monigotes en manos de intereses ajenos, ya sean los de la banca, los de Alemania, los de China o los de Emilio Botín y Amancio Ortega.

Estoy convencido, por otro lado, de que si el 15 M hubiese llegado a conclusiones a gran escala, si hubiese creado su propio sistema, éste solo hubiese traído problemas: de la indignación y la rabia no sale nada bueno. Y mucho menos del fanatismo, tipo ulema, de los estudiantes de historia. El 15M, aunque parezca contradictorio, enarboló la idea de un capitalismo de las ideas, en el cual, en libre competencia, cada uno pretendía decir una idea más solidaria, más colectiva y más brillante que el anterior. El juguete 15M no había salido del tablero de su papá capitalismo. Pero, aunque suene raro, quizá sea más bonito así. Su poético fracaso lo equipara al otro gran hito juvenil: el mayo francés.  Ahora, como antes, "el recreo ha terminado", pero queda algo: un aguijón en la conciencia de cada uno que motiva a pensar antes en los fines comunes que en los personales. También en este mayo, como en aquel otro, el primer tiempo de los ángeles y los corderos dio paso a una resaca de lobos y chacales. Sin duda, hubiese sido mejor que el clima creado en el más reciente mayo se hubiese aprovechado para eleminar las humedades y dar dos o tres capas de pintura al Estado: eliminar caciquismos, fraudes electorales e intereses privados. Pero lo dicho: si de ahí hubiese salido algo, es decir, un nuevo sistema ordenado, hubiese sido peor.

Así pues afrontamos en 2013 con el riesgo de caer gratuitamente en la demonización de los contrarios. Hay una gran y preocupante facilidad hoy en día (y me temo que irá en aumento) de explotar la humillación y la rabia como arma arrojadiza contra enemigos invisibles, de igual forma con la que impunemente se hace de la crueldad (de momento no tanto física, a pesar de los pelotazos de goma, como espiritual, "monetaria") y de la desconsideración valores en alza en el mercado. Y mientras tanto, de la "edad dorada" tan solo quedan harapos, que se van deshilachando a la misma velocidad con la que se va perdiendo la confianza en el futuro y los ingresos menguan o desaparecen. Avisados estamos: tendremos que ser precavidos.

sábado, 3 de noviembre de 2012

VOMITONA (OBRAS EN PROYECTO)

Siempre he soñado con atravesar los cristales quebrados del espejo, uno a uno, dividiéndome, y observar desde su interior, como si se tratase de un vasto paisaje pintado, un lento crepúsculo.

Tras este inicio formalista no se oculta nada más que el deseo de exploración, y con él, el de disolución. O dicho de un modo más optimista: un deseo de disolución, pero también de exploración.

No son estos dos impulsos, de disolución y de exploración, otra cosa que los intrínsecos impulsos del arte. ¿Debo renunciar, con veintinueve años cumplidos (es decir, ya en plena desbandada, ya en tiempo de derrota, ya superada la edad de muerte de los héroes juveniles, e incluso ya de largo la edad del famoso abandono "rimbaudiano" de la poesía), a la creación artística? Decididamente no. Los tocados como yo no tanto por el talento como por la curiosidad (y somos muchos), díficilmente podemos asumir como propio un mundo sin creación, eso que tantos otros llaman simplemente "realidad" cuando, bien por el contrario, la realidad rebosa creación.

En esta libreta de renglones torcidos quizá sea el momento de dar voz y forma a todo lo reprimido, a mi ridículo guiñol de sueños y pesadillas que a nadie importan, eso sí, sin convertirla en el silencioso e imperturbable contenedor de desquites y lamentos. Escribí un poema titulado La escritura no debe ser...en el que daba cumplida cuenta de todo aquello que la escritura precisamente debía no ser, y fundamentalmente no debía ser el ajuste de cuentas personal con el mundo.

Quizá deba dejarme conducir por las señales que se me cruzan en el camino, por los consejos, advertencias, intuiciones y también recomendaciones que voy cogiendo al vuelo de conversación en conversación. Y una de tantas cosas, una bastante principal y recurrente, me dice: "da rienda suelta...", "vuela" y "aprovecha la oportunidad".

Dejémonos de autoayudas. Esto no conduce al terreno de la exploración. Sí en cambio lo incongruente...Debo escribir el cuento sobre los veintisiete años y sus torturas.

Todas estas imágenes acabarán por hacerme explotar si no les doy forma.

El mundo debería ser como lo he soñado, no como lo he visto.

¿Qué hay de esas fotografías? ¿De esas imágenes de una ciudad en ruinas? ¿No fue fantástico ese largo paseo desde los bordes de la ciudad hasta su mismo centro, bajo la lluvia? Es una pena que en esta ciudad no nieve: que sobre el cielo, plúmbeo a causa del frío, se yergan las oscilantes e inestables columnas de humo de los hogares, de las estufas de leña; que de entre las nubes grises, superpuestas sobre un cielo blanco, se abra paso tímidamente un sol rojizo, sangriento, o bien anaranjado pálido, sin que se sepa muy bien si asciende o baja. En realidad hay demasiada polución, demasiado ruido. Los coches, con sus prisas, transmiten el ritmo de la "realidad". De la realidad amputada precisamente, de aquella a la que le falta concienzudamente la dosis exacta de invención, truco, artificio y mito, quedando reducida a una muleta, ante la cual ellos dicen un "ooooooooohhhhhhhhhh" prolongado.

Necesito hoy, precisamente hoy, la dosis justa de mentira, aquella que me hacía vivir, día sí, día también. Bien mirado, esa mentira no era tu mentira, sino la mentira que yo veía y amaba en ti, es decir, mi mentira por tanto (para ti no era más que verdad, con todos sus inútiles heroísmos). Pero...¡ya está!, ¡ya estoy hablando de mí de nuevo! No tengo remedio...

Pues bien, quizá toque elogiar la mentira. La historia debe tener cuatro partes, pues el cuatro es el número de la estabilidad, del equilibrio, de la obra lograda; aunque también es, pese a parecer paradójico, el número de la dislocación, de la alternancia de voces, de la ambivalencia. Yo me entiendo. Cuatro épocas históricas también, cuatro momentos del pasado, marcados por el signo de la disolución. Cuatro personajes con vocaciones artísticas dispares...cuatro muertes, o cuatro instantes de cambio: mejor aún, cuatro cesuras, que marcan el paso hacia la adopción de una personalidad artística definida, aunque perseguida en cuanto diferente, o el paso a la locura y la escisión en múltiples voces, o el paso a la adopción de la normalidad, entendida ésta como derrota y muerte en vida, o la muerte, entendida ésta como conclusión necesaria para dejar hablar a la obra, y no al autor.

1. Cesura como empuje para aceptar la propia diferencia, y convertirla en santo y seña de la libertad creativa.
2. Cesura como fuga definitiva al reino de la locura, huida congruente.
3. Cesura como derrota y aceptación de la norma.
4. No cesura sino fin: que hable la obra, que se contemple ésta como algo finito y redondo.

No he visto todo el mundo que me hubiese gustado ver, pero...lo que he visto lo he visto con tres, cuatro, seis o cinco ojos. Si soy sincero, en realidad no he visto nada de nada.

El contacto con los otros (familia, amigos) me es pesado...pero lo necesito, como el vampiro la sangre de la víctima, para extraer de esos encuentros la savia que me permite crear, esto es, ir ordenando palabras, una tras otra.

Pero, ¿qué hay de esas fotografías? ¿De esos paisajes urbanos casi en ruinas, que tan alegremente quería eternizar? Si fuese un buen pintor, les haría un retrato, pero como no lo soy debería conformarme con una buena fotografía. Tengo tiempo. Y a la posesión del tiempo puedo añadir, además, sin que ello sea signo de soberbia, mi falta de mezquindad. ¡Ya estoy otra vez hablando de mí mismo! Menos mal que no he gozado nunca del sentido del ridículo y de la prudencia que otros tienen para hablar de sentimientos, y demás tonterías.

Recuerdo haber muerto, otras veces, pero siempre, siempre, siempre, he renacido, aunque tal renacimiento no se produjese en un lugar llamado vida, sino más bien en un espacio intermedio. Con lo cual, vuelvo al principio: a esa voluntad de atravesar los cristales quebrados del espejo, e inmortalizarme en la espera que su interior promete.  

viernes, 11 de mayo de 2012

IMPRESIONES

Toda luz, todo aterdecer, todo olor o color, siempre aluden a otra cosa ya pasada. Conocemos en cuanto recordarmos, pero recordar es crear, es en parte inventar; poner un poco de color aquí, una nota o un sonido más allá, hasta crear una imagen reconfortante. Bien podría decirse que recordar es edulcorar, falsificar, aunque me gusta más otra palabra: reconstruir. Pero también es proyectar hacia el futuro: crear un pasado para poder aceptar el presente, ese instante que cuando lo nombramos ya ha pasado, irremediablemente abocado a ese futuro que se va haciendo, paso a paso. Quizá me esté haciendo mayor, pues cada día me viene un recuerdo nuevo, alguna imagen. Me vienen a la mente rincones de otras ciudades en las que he sido feliz, paisajes de la infancia, caras de antiguos conocidos, etc. Todos esos recuerdos son, aunque me pese, viejas escenas teatrales, con su decorado, su iluminación y sus actores. 


Una sensación extraña se produce cuando la realidad nos demuestra el engaño de la memoria. Pongamos algunos ejemplos. La plaza, con la estatua del poeta, es más pequeña de como la recordábamos. Aquella vista desde el castillo con el río abajo, verde y de rápido fluir, no era para tanto. Aquella sensación que experimentaste entonces difícilmente se repetirá, y lo sabes: quizá la ciudad te pareció más bella porque una luz anaranjada de atardecer resbalaba sobre los edificios, y al esconderse el sol tras los tejados y azoteas parecía que colocaba sobre ellos una particular corona de rayos; pero cuando veas esa misma ciudad sin que hierva nada en tu interior, quizá ese mismo atardecer te parezca intrascendente. Aquel mercadito de la explanada polvorienta te pareció más interesante sin duda porque se desarrollaba en verano. Tumbado en la cama, despertándote, sonó un piano, el vecino tocaba; pero esa habitación quizá no era tan blanca, ¿y por qué te ves a ti mismo, con esa sonrisa en la cara, si bien sabes que esa imagen es imposible? Ese sol que se ocultaba tras los árboles es como otros tantos soles ya vistos, y aunque bien sabes que solo hay un sol, la memoria, algo tramposa, te crea la ilusión de que un sol diferente nace cada día.

Solo se abre el abismo cuando lo familiar, lo conocido, se percibe desde un ángulo completamente diferente, resultando algo extraño, incómodo, enrarecido: entonces se siente en carne propia la distancia que nos separa de las auténticas certezas. Pero ese terror viene rodeado, paradójicamente, de cierto cosquilleo creciente, que puede llegar a convertirse en una intensa sensación de placer: la propia de la curiosidad, del conocimiento.


No habría nada más estimulante que poder olvidar de vez en cuando para vivir en un estado de deslumbramiento continuado lo que la monótona vida nos ofrece. Aunque, a pesar de esto, a veces parece habitar un dios algo burlón en medio de la rutina, sorprendiéndonos hasta tal punto que, a pesar de saber que el momento vivido no es nuevo, sino más bien un remedo de otro sumamente parecido, podamos sentirlo como único, aferrándonos a él a fin de vivir con soltura en el presente. Aunque, sin darnos cuenta, al esforzarnos en retener ese instante de arrobamiento en forma de recuerdo, ya lo estamos embalsamando, convirtiéndolo en imagen. 

"Vive cada instante como si fuese a repetirse siempre" F. Nietzsche

domingo, 22 de enero de 2012

LUGARES DE PAZ

 La crisis económica, en mi caso, ha venido acompañada de una "crisis de edad". ¿La crisis de los 30? No creo; todavía no los he cumplido, aunque me queda poco. Sería mejor decir que fue una "crisis de los veintisiete". Con 27 se suicidaron o murieron de abuso de drogas Morrison, Joplin, Hendrix y Cobain. No: lo mío no creo que fuese ni una crisis de identidad ni una crisis debida al consumo de drogas. Ni tampoco creo que fuese para tanto. No soy, menos mal, una estrella del rock.


En ciertos momentos de crisis, uno percibe que todo se ha derrumbado, y que no tiene nada que perder: por lo tanto puede ser osado, puede hacer cosas que antes no se atrevía a hacer. No tiene miedo porque no teme, en cierta manera, morir. Los momentos de crisis supongo que son necesarios: son cesuras que sirven para replantearse todo. Otras veces, y esto sucede más veces de lo que creemos, los momentos de crisis no llegan mediante una fractura perceptible y clara, sino mediante una sucesión leve e imperceptible de contratiempos, que acaban convirtiéndonos en seres resignados, acostumbrados a bajar la cabeza. Es preferible, por tanto, una crisis gorda, que nos deje completamente desnudos ante todo lo demás, que la suma de pequeñas derrotas que tanto le gustan al sistema.  

En todo caso, hubo ciertos momentos luminosos en medio de la borrasca. Precisamente son esos instantes los que más recuerdo, y en cierta manera añoro. Recuerdo algunas tardes de primavera. Los días comenzaban a alargar, el 15 M parecía ofrecer alternativas, entonces. Hacía ya un poco de calor, y no se necesitaba más. Me había acostumbrado, cosa extraña en mí, a las infusiones. Bajaba con un algún libro al cauce seco del río. Primero, un libro de viajes a la India de Pier Paolo Pasolini; más tarde, la biografía de Heidegger escrita por Rudiger Safranski. Buscaba un buen sitio para leer, un sitio en el que también pudiese en cierta forma "refugiarme". Y de pronto lo encontré, sin muchas complicaciones.

Era un rincón por el que muchísimas veces había pasado antes, sin haberlo considerado jamás digno de cualquier atención. En una especie de colina artificial, formada junto a una de las rampas que permiten bajar al cauce seco del río, había una hilera de piedras, bajo dos o tres pinos y una palmera canija. Una, más grande y lisa, me podría servir de asiento. Unos arbustos cobijaban el lugar a la perfección. Alguna que otra lata de cerveza indicaba que el lugar no sólo era apto para leer y relajarse, sino también para montar un pequeño botellón en familia. El lugar, visto con mis nuevos ojos, parecía un breve fragmento de naturaleza acosado por el resto de la ciudad; pero por otro lado, bien pudieran ser esa hilera de piedras, esos dos o tres pinos y ese suelo cubierto de hierba rala, el centro en torno al cual la ciudad creciese, diese vueltas, y con ella todo el país, el continente, y el mundo entero. Creo que exagero.


Me adapté pronto al lugar. Desde esa colina y esa piedra, con las piernas cruzadas y el libro sobre ellas, leía, y de vez en cuando, echaba una mirada al sol, que se ocultaba lentamente detrás del puente, y más abajo, a la gente practicando deporte, corriendo y yendo en bici, y un poco más allá, a los skaters quinceañeros, haciendo ruido rítmicamente con sus monopatines al golpear el suelo de cemento. En esos momentos recuerdo que leí un pasaje del libro de Safranski sobre Heidegger que decía algo así como que existen ciertos estados de ánimo en el individuo que facilitan que este perciba su presencia en el mundo, su existencia temporal como una parte más de la realidad. Y tales estados de ánimo son el aburrimiento, la angustia y el júbilo. 

Dados esos estados de ánimo, somos capaces de "trascender" nuestro estado cotidiano, y "despertarnos" en el de la real existencia, que no está en otro lado, ni dentro ni fuera de nosotros, sino que lo habitamos a cada momento, y cuyos límites vienen marcados por el tiempo. Podemos darnos cuenta de cómo cada segundo de presencia nuestra en el mundo es un momento de desaparición. Y cuando caemos en la cuenta de tal hecho (que vivir es desaparecer, es ser en un tiempo limitado), accedemos a cierto estado de paz y de sosiego, en el que el tiempo parece detenido en cuanto que percibimos con todas las partes de nuestro cuerpo que habitamos ese tiempo. La vida se detiene, los determinismos parecen abandonarnos, y con toda la vastedad del tiempo a nuestro alcance, podemos decidir, podemos ser libres.

 
Esos estados de ánimo no son eternos; la supuesta "clarividencia" dura poquito. Pero somos capaces de darnos cuenta de que en todo caso es un poco inútil esforzarse en buscarle los tres pies al gato. Estamos aquí, luchamos aquí, y moriremos aquí. Y no hay mucho más que decir.


sábado, 14 de enero de 2012

TODO NEGRO

El panorama pinta bastante negro. No sé si vale la pena ya decir por enésima vez que nos han robado, que nos han estafado. Por otro lado, bien podríamos decir que todos en parte dimos alas a la mentira del crecimiento perpetuo, ilimitado, y muchos todavía siguen dándoselas sin darse cuenta. Hay quien se queja de que ya no puede comprar lo que antes compraba, ya no puede consumir al ritmo al que lo hacía antes, cuando en realidad debería cuestionarse la propia esencia del consumo por el consumo. Y, para colmo, con tal de salvar su bonito culo los de arriba no dudan en dar una vuelta más a la tuerca que nos exprime, estrangula y humilla lentamente, pero progresivamente de forma más intensa.

Todo pinta negro, sí. Pero no quiero que esos cabrones monopolicen también este blog. Cuando pienso en negro, no me gustaría pensar en el colapso inminente, sino en la negror del barro. ¿Por qué el barro? El invierno es siempre tiempo de ciclocross, y el ciclocross es la disciplina ciclista más familiarizada con el barro. Con lo cual, quiero hablar simplemente de ciclocross, siguiendo la táctica de la avestruz que hunde la cabeza en sus temas recurrentes, no tanto por no querer ver lo que sucede alrededor, como por rehuir la táctica de meter miedo y amilanar que tan bien se sigue desde todos los frentes. Quiero hablar por tanto del barro que se queda adherido a los cuadros de las bicicletas, que salpica los rostros de los ciclistas hasta convertirlos en máscaras, que obstruye los frenos, atasca los cambios, y mancha incluso los dientes. 

En España el ciclocross es poco conocido, por no decir nada conocido, salvo en el País Vasco, donde hay una gran afición.  Es una variante del ciclismo que se disputa en los meses otoñales e inviernales, en circuitos de tierra o de prado, con algún breve tramo de asfalto en la zona de salida y meta. Las bicicletas son parecidas a las que utilizan los ciclistas de ruta, con algunas pequeñas variaciones (cubiertas con tacos, eje del pedalier más elevado, tijas de sillín menos largas, etc.). Los circuitos suelen estar aderezados con obstáculos que obligan a los corredores a desmontarse de la bici, y a veces a cargarla al hombro: pueden encontrarse con tablas, o tramos de escalera, o simplemente rampas tan empinadas y embarradas que resulta imposible ascenderlas sin bajar de la bici.


El ciclocross me gusta porque es intenso y salvaje. Es un poco primitivo a su manera, de tiempos pre-asfálticos, de la era pre-mountain bike. Si nos pusiésemos un poco cursis, poéticos y ecologistas, podríamos decir que es un deporte que tiene un contacto directo e intenso con la naturaleza; pero siendo más realistas, y no por ello menos espontáneos, cabría decir que es un deporte que hace el cafre en la naturaleza: a todos nos gusta circular por donde no toca, pisar la hierba y los charcos, ensuciarnos hasta más no poder, revolcándonos en el barro. Es un deporte que colma todas estas "bajas" aspiraciones, como una especie de vuelta a la infancia, con la consabida dosis de masoquismo que comporta toda prueba ciclista. Pero hablando de masoquismo, el ciclocross es más masoquista que el ciclismo en ruta. Sólo falta el reguero de chinchetas, el precipicio y la dinamita a punto de explotar para convertirlo en una carrera del Coyote y el Correcaminos.  Sin faltar a la verdad, cabe decir que más de alguna vez los ciclistas han tenido que sortear alguna lata de cerveza que los siempre eufóricos aficionados flamencos suelen arrojar, o dejan caer, sobre el recorrido.

El ciclocross no exige tanta resitencia y fondo como una prueba de ruta - las carreras duran como máximo una hora. Las pruebas de ciclocross son más bien carreras explosivas, que exigen un esfuerzo máximo continuado durante 60 minutos: se sale a tope, y se suele mantener el mismo ritmo infernal durante toda la carrera. Por tanto, la salida es un momento decisivo, en el que se tensa el grupo y se forman ya las primeras escapadas. También cuenta la habilidad y la técnica: sorprende la rapidez con la que los cyclocross-men montan y desmontan de sus bicicletas, la naturalidad con la que alternan carrera a pie y carrera sobre ruedas, el virtuosismo para sortear baches o trazar curvas sin frenar en las que la rueda suele estacarse o patinar.   Son comunes los incidentes mecánicos - por pinchazos o cambios atascados por el barro -, con lo cual se habilita una zona de boxes para realizar los cambios de bici: el ciclista cambia de bici "sin pararse", es decir, desmonta la bici vieja y a la carrera se monta en la nueva. En resumen, el ciclocross es un deporte bastante brutal, sin pausas.



 No ha habido grandes campeones españoles. En cambio, en Bélgica es la disciplina reina dentro del deporte rey del país que es el ciclismo. Resumiendo, puede decirse que los grandes campeones del ciclocross han sido el francés André Dufraisse (años 50), el italiano Renato Longo (años 60), el suizo Albert Zweifel (fines de los 70), y los belgas Eric De Vlaeminck (fines de los 60, principios de los 70), Roland Liboton (años 80) y Sven Nijs (década del 2000).  Ha habido otros campeones que rivalizaron con estos seis grandes, como el alemán Rolf Wolfshohl (durante los años 60 y 70), el belga Albert Van Damme (coetáneo de Eric De Vlaeminck), Roger De Vlaeminck (hermano de Eric, y uno de los mejores corredores de ruta de todos los tiempos), los holandeses Hennie Stamsnijder, Adri van der Poel y Richard Groenendaal, o los más recientes belgas Erwin Vervecken y Bart Wellens. Actualmente, los dominadores son Zdenek Stybar, Niels Albert y el propio (y al parecer eterno) Sven Nijs. 

Los seis grandes de la historia. De arriba abajo: André Dufraisse, Renato Longo, Eric De Vlaeminck, Albert Zweifel, Roland Liboton y Sven Nijs


Para concluir, me gustaría estirar un poquito más la metáfora del principio, si se le puede llamar así. Más de uno se habrá dado cuenta de que podría haber titulado el post como "todo verde", "todo marrón", o "todo blanco", el negro no es más que un color más, y no más presente que otros en el ciclocross y en la naturaleza en general. Pero bueno, me justificaré diciendo que el negro era el único punto de unión entre la situación económicosocial actual y el ciclocross, aunque no el único. Tocan tiempos en los que los obstáculos se suceden: las tablas se reproducen en nuestro camino, impidiéndonos continuar, a menos que descabalguemos de nuestras antiguas ideas, e inventemos nuevas. Nos tocará subir alguna que otra rampa, en la que podremos resbalar o estacarnos, subir algunas escaleras casi sin resuello, o simplemente podremos pegarnos algún que otro batacazo, del que nos tendremos que levantar con rapidez. Pero lo más importante es que no nos quiten las ganas de pasarlo bien, de disfrutar, de hacer el cafre. Habrá que convertir la rabia e indignación en alegría, para saltarnos un poquito las reglas. Montemos un buen circuito de ciclocross en los bosques sagrados e intocables, dejemos las rodadas de nuestro paso en la tierra, y pisemos de una vez por todas la hierba. Aunque esté prohibido.  

domingo, 25 de diciembre de 2011

LO VULGAR

Todos somos un poco vulgares. Quien más y quien menos se aburre de vez en cuando y enciende la tele; quien más y quien menos mantiene conversaciones sobre el tiempo; quien más y quien menos se mea fuera o no tira la cadena. En nuestros actos cotidianos, actos pequeños, anónimos, insignificantes, realizados mecánicamente, por rutina, habita el dios de la vulgaridad. Quien más y quien menos habla de política y se cree importante; quien más y quien menos se cree capaz, con sus palabras, de enmendar los errores ajenos; quien más y quien menos acaba creyendo en algo.

También es vulgar quien decide, en un acto de afirmación de su yo, rehuir lo vulgar, y ser "diferente". El que es diferente lo es sin ser consciente: el acto marcado de diferencia, la supuesta rebeldía contra lo vulgar, es la mayor parte de las veces algo bastante vulgar. Y más que nunca hoy en día, cuando los mecanismos para escapar de la vulgaridad los crea el mismo sistema que fomenta la vulgaridad, de forma que el escapismo consciente de la vulgaridad acaba convirtiéndose, por repetición, por exceso de excusas, justificaciones y reflexiones, y defecto de originalidad, en un acto más de la vulgaridad, quizá el más significativo.

También puede darse el caso de asumir la vulgaridad como forma de vida: comprometerse con lo que uno ve a diario en Telecinco, convertirse en ferviente seguidor de Aída o de alguna serie autonómica, o simplemente llevar una vida a remolque, marcada por otros (quien más y quien menos va a remolque de algo o de alguien). Todo el mundo sabe que es vulgar quien asume como único camino el ya andado, por miedo, por pereza o por comodidad.

Es vulgar el que decide casarse por la iglesia, pero también el que decide que hay que hacerlo en el juzgado. Es vulgar el que va a comprar el pan en coche, pero también el que lo hace en bicicleta. Es vulgar el que desayuna un café con leche, y también el que merienda un té verde. Es vulgar el que pasa las tardes de domingo en un centro comercial, y también el que se queda en casa, con un libro entre manos, condenando al resto de la humanidad. Es vulgar el hincha del equipo de fútbol, y también lo es el profesor de bachillerato. Es vulgar el que tiene como compañía un perro, y también el que tiene un gato, y también el que tiene familia. Es vulgar el que dice "tronco", "tío", "nen", o "nano", y también lo es quien dice "oxirribonucleico", "casuística", "tetragammaton" o "supercalifragilisticoespialidoso". Es vulgar el lector de Público y el lector del Hola. Es vulgar quien adora los animales, y también el aficionado a los toros, a las peleas de gallos, a las peleas de perros, a las peleas de hormigas rojas, las acrobacias de pulgas o a los gatitos que cantan villancicos en vídeos de Youtube.  Es vulgar, un poco vulgar como todos, el que diserta y busca información constantemente sobre la II República y la Guerra Civil, y habla del alzamiento, de los milicianos, de Paracuellos o del POUM como quien habla de sus cuatro hijos y sus dos o tres nietos, y también el que colecciona con auténtico furor toda noticia sobre Egipto, o sobre los nazis. Es vulgar quien ve El intermedio, y también el que antes veía el Diario de Patricia y ahora ve Mujeres, hombres y viceversa. Es vulgar el parado y el que tiene trabajo. Es vulgar el que va a las exposiciones, el rapero, el explorador, el funcionario, el payaso del Circo Gran Fele, el joven y depresivo emo, y el aplicado opositor. Es vulgar el que se ríe del humor inteligente, y el que se ríe con el humor absurdo. Es vulgar el que consulta sus acciones por internet - o desde su blackberry - , y el que ve vídeos de bebés graciosos que acaban estrellando la cabeza contra la moqueta del salón por internet - o desde su blackberry. Son muy vulgares todos aquellos que se enfangan en discusiones sobre bilingüismo, y sobre diglosia. Son vulgares actores encasillados como Robert De Niro y  Bill Murray, pero también buenas actrices como Kate Winslet, e incluso lo son los actores de las películas iraníes y de las coreanas de los que no se sabe el nombre, pero que lo hacen muy requetebien. Es vulgar el ecologista que sólo compra en la herboristería de la esquina, y también el pijo que se ha comprado el último producto de Apple. Es vulgar el drogadicto de fin de semana, y también el abstemio, y por supuesto también las madres de ambos (que suelen prepararles comidas copiosas, con mucho rebozado). Son vulgares esos novios de ahí, y esos recién casados de más allá, y esa pareja de homosexuales que se cogen de la mano, y esa pandilla de amigos solterones de treinta y tantos que intentan ligarse a veinteañeras, y ese matrimonio ya hastiado que apenas se habla.  Yo soy vulgar, tú eres vulgar, ella es vulgar, él es vulgar, somos vulgares nosotros, son vulgares ellos y vosotros tambien lo sóis...¿y qué más da? Son vulgares los niños (son muy vulgares casi todos), y los adolescentes de quince años, y los ancianos, y también, cómo no, los sacerdotes y los motoristas.

Puede que no sean vulgares algunos héroes de ficción. Yo qué sé... Don Quijote, Stroszek, Monsieur Hulot, el barón de Münchhausen, el tipo de la Cabeza Borradora...Tipos que no existen, y que de existir serían un poco insoportables, todo hay que decirlo.  

 
En cuanto individuos no destinados a perdurar, en cuanto cuerpos destinados a desaparecer, somos todos, a fin de cuentas, un poco vulgares, ¿no es así? Ambiciosos o no, todos vulgares. No se nos permite vivir siempre, ni en las páginas de un libro, ni en un trozo de celuloide. Y eso, ni Papá Noel ni los Reyes Magos lo puede remediar. Hay que ser conscientes; y poniéndonos un poco estoicos, podemos decir que sólo siendo conscientes de nuestra vulgaridad innata podremos ser felices, ser auténtica y completamente libres.

miércoles, 12 de octubre de 2011

REFLEXIONES DE METRO Y TREN (1): LA DESIGUALDAD Y LA DEMOCRACIA

El tren da mucho juego, especialmente si  va casi o totalmente vacío. Con su bamboleo rítmico suelen venirme pensamientos variados, la mayoría de las veces chorradas propiciadas por el aburrimiento o por el estado de semisomnolencia. Otras tantas veces se trata de  preocupaciones momentáneas que acaban convirtiéndose, por repetición, en auténticos dramas. Otras veces me vienen a la mente pensamientos reciclados de lecturas masticadas y mal digeridas, recubiertos de una falsa pátina de originalidad. Todo esto siempre y cuando no se te siente al lado algún loco a darte conversación. 

En el metro suelen continuar las cavilaciones, pero esta vez  interrumpidas a intervalos regulares por miradas fugaces lanzadas hacia el periódico o libro del vecino,  o por  el examen minucioso de las caras de todos los que entran y salen. He aquí el primer episodio de una lista, que espero no sea demasiado larga, de reflexiones de metro y tren:

I

La desigualdad.  ¿Somos todos iguales o no lo somos? Los maestros nos dijeron que lo éramos, pero en el recreo pareció demostrarse lo contrario cuando alguno nos robaba el almuerzo o nos  molía a patadas; en las noticias nos repiten una y otra vez que lo somos, pero a la hora de ir a buscar un trabajo, se demuestra de nuevo lo contrario, pues siempre hay alguien más espabilado/a, al igual que otro más atontado/a. Algunos pueden hablar y pensar a la vez, otros no. Algunos pueden hablar en voz alta sin tartamudear, pero diciendo sandeces; otros en cambio tartamudean, se ahogan, y son incapaces de expresar todo lo que quisieran. Tampoco a la hora de votar somos iguales: unos votos "valen" más que otros, especialmente en España.

En cierta manera nos vemos obligados a pensar y creer en la igualdad como un estado necesario, para que la sociedad funcione, para que esté regida por la idea de justicia, para que no existan ni élites ni guetos, etc.  La igualdad ha sido la mayor parte de las veces el objetivo a alcanzar por parte de diversas revoluciones: por lo tanto, un horizonte lejano, que no se daba en la realidad. La igualdad se concebía como  la marca  racional y civilizadora sobre la barbarie y la naturaleza, sobre la lucha  interminable de clanes y de tribus,  sobre la competencia por la supervivencia y todos esos rollos que siempre salen en los documentales de la 2, y que a algunos "iluminados" del siglo XIX y del XX les dio por exportar al terreno social.  

De hecho, al hablar de la desigualdad de los hombres, tradicionalmente se han empleado dos cánones, raseros o varas de medir: primero fue el criterio moral; luego vino el criterio natural. Desde el pensamiento judeocristiano se hizo la primera diferenciación entre los hombres: los había buenos y los había malos, y por tanto, los había salvados y los había condenados. Y luego, desde el pragmatismo político, el positivismo científico y el individualismo neorromántico vino la segunda diferenciación: la naturaleza demostraba que existían individuos de cada especie más adaptados al medio, más fuertes en definitiva. La división se produjo entonces entre adaptados y no adaptados, entre fuertes y débiles, y  entonces algún listillo aprovechado vio la oportunidad para hablar, quizá sin pensar en consecuencias posteriores, en términos de razas más adaptadas, y por tanto superiores a otras. La idea de poder subyacía en esta diferenciación: y la idea de poder siempre conlleva cierta represión, cierta disminución de las capacidades del hombre. 

No somos iguales, cierto. Pero de ahí a caer en delirios reaccionarios hay un  gran paso.  Cuando hoy se habla desde el poder de "igualdad" (y se hace mucho), en realidad se están refiriendo a sometimiento encubierto a la norma, aceptación de las reglas del juego (las suyas), acomodación a la forma de pensar estándar. Por lo tanto...¡que le den a esa igualdad de la norma, y defendamos otro tipo de desigualdad!  Una desigualdad de los hombres y las mujeres entendida como una desigualdad de potencias, de capacidades, de posibilidades, incluso de universos interiores si se quiere. Cada hombre y cada mujer posee unas capacidades de desarrollarse en la vida que le son propias e intrasferibles, y que difícilmente pueden equipararse a las de otro ser, a no ser que en ese proceso de equiparación se ejerza la fuerza del poder. Cada hombre y cada mujer posee un bagaje interior de vivencias, recursos, gustos y posibilidades que le son propios: en ese sentido entiendo yo la desigualdad. Todo hombre y toda mujer es un bicho raro que clama por expresarse a lo loco y sin ambages, a pesar del valor represor de la norma social. Esta desigualdad es lo que otros llaman simplemente diferencia.

Vayamos ahora con la democracia, el sistema político en el que debería expresarse la igualdad social. Actualmente se concibe la democracia como una especie de tiranía de la voluntad general o de la mayoría, o en su defecto como una escenificación controlada de la confrontación bajo la forma del bipartidismo, o en su variante nacional, bajo la forma de un bipartidismo al que se le adhieren partidos caducos, rastreros e hipertrofiados por la ley electoral vigente (¿PNV, quizá?).

¿Era así ya la democracia para los griegos, un sistema con tendencia al totalitarismo en cuanto que en él no se expresan las voces discordantes sino las mayoritarias? No creo. No es que la democracia griega fuese igualitaria, pero sí ofrecía unas condiciones iguales para que aquellos que tenían derecho a intervenir en política se batiesen con justicia, para que  se diesen lugar las individualidades marcadas, las voces discordantes y las ganas innegables de polemizar. Un teatro exclusivo para unos pocos, pero también un terreno en el que los diferentes combatían según condiciones iguales de lucha.

Es cierto que hay algo candoroso e inocente en el hecho de sentirse todos de acuerdo; una especie de fuerza proveniente del conjunto, del grupo, incluso de la masa. Compartir todos las mismas ideas puede ser otra forma de amor, pero como toda forma de amor, también puede llevar aparejada la pérdida de la propia individualidad, y por tanto, de la propia potencia personal. Y como en el amor, el hechizo derivado de sentirse todos de acuerdo dura poco. Como decía Deleuze en una entrevista, hay que ser conscientes también de que la revolución inglesa dio lugar a Cromwell, la revolución francesa a Napoleón y la rusa a Stalin.

Y aquí llego donde quería llegar: la democracia debería ser el campo abierto para que participen las minorías, los grupúsculos, los marginados y las  pequeñas voces, aunque escandalicen a los fácilmente escandalizables. El terreno de expresión de las desigualdades de pensamiento y actitud, las diversas capacidades de los hombres, sus diferentes aptitudes para la lucha dialéctica e intelectual. Debe tener un carácter bélico y pacífico al mismo tiempo. Miremos nuestros parlamentos: ¿todo esto se da? No creo. Nuestras democracias son escenificaciones baratas de la norma social, de lo que se debe pensar; confrontaciones de pacotilla, porque en lo básico están todos de acuerdo (en la idea de poder, en el sistema económico, en la fuerza de los bancos, en la alabanza continua, pelotera y un tanto sospechosa a la Constitución, etc.)
 
A la espera de la voz de las minorías, que no llega a la democracia institucional que tenemos, quedémonos con este trocito de Caro Diario de Nanni Moretti. 


(¿Sabe qué estaba pensando? Estaba pensando una cosa muy triste. Que yo, incluso en una sociedad más decente que esta, me encontraré siempre con una minoría de personas. Pero no en el sentido de esas películas en las que hay un hombre y una mujer que se odian, se gritan, en una isla desierta, porque el director no cree en las personas. Yo creo en las personas, pero no creo en la mayoría de las personas, sino que me encontraré siempre a gusto y de acuerdo con una minoría...)


ESTÉTICA DE CANGREJOS

Las tres o cuatro calles por las que me muevo (más por necesidad que por placer) se han convertido en un teatro de marionetas. O, mejor dicho, en una pasarela. Algunos de nuestros barrios más genuinos se han convertido en una consecución de escaparates y de restaurantes, rodeados de cierta aura de creatividad y “modernez”.



Sólo a las tres de la tarde el sol pone en claro los errores y los achaques de una ciudad que, aunque se maquille, mantiene algo de pueblo grande, azotado por un sol inclemente. El escenario entonces parece mantener, especialmente en las calles secundarias, el aire de los tiempos de la infancia, de las civilizaciones pasadas, aunque en sus moradores ya no pueda encontrarse ni atisbo de austeridad, ni voluntad  alguna de cambio. Tan sólo veo una continua pérdida de identidad y de fuerza,  una uniformización constante de calles y gentes, y un individualismo extremo que, en el fondo, se ha convertido en la antítesis de la libertad individual, por reptición. Todo endulzado, lógicamente, con el caramelo de lo trendy.







¿Por qué nos refugiamos en el estilo, en vez de actuar? ¿Y por qué, cuando nos refugiamos en el estilo, no lo hacemos con la intención de crear nada nuevo, sino que más bien rastreamos los fondos de armario de las décadas anteriores en busca de objetos a los que hacer dignos de nuestra nostalgia? Ante la incerteza de los futuros profesionales y personales, ¿estamos adoptando la estética de los cangrejos, y caminamos hacia atrás, a falta de algo mejor “hacia delante”? ¿O más bien seguimos la estética de las avestruces, que esconden la cabeza para no ver? ¿Es la nuestra una estética de la espera, de la pereza, en vez de una acción encaminada a adueñarse y controlar el presente, y encauzar el futuro? ¿O preferimos la huída, y el "sálvese quien pueda"? No nos hemos dado cuenta de que quien crea los problemas también es el mismo que nos ofrece las soluciones. 


Lo que en un primer momento podía tener algo de gracia (llevar gafotas de pasta, o gorritas, o cualquier otro detalle de los uniformes actuales), hoy se ha transformado en el signo evidente de algo monstruoso en cuanto contagioso, que sólo preludia la parálisis total. E incluso en lo que va de anti-sistema se aprecia la misma voluntad de homogeneización, de uniformización, de vacío, incluso de manera más fuerte. No creo que estemos en el momento de giros nostálgicos, ni de paseos de moda, ni  de revoluciones de  boquilla. El momento histórico nos exige algo más...no sé muy bien qué, pero sin duda la solución no es el regodeo consumista, pero tampoco la nostálgica y decorativa pose “alternativa”, otra cara de la misma moneda.



jueves, 1 de septiembre de 2011

REGRESANDO

No sé si hay algo tras las cosas que se ven, bajo las cosas que se tocan, y de haberlo, ¿sería algo tan importante, tan alumbrador, tan revolucionario, que su conocimiento implicase el final de toda duda? De saber que hay algo bajo las cosas que se ven y se tocan, nos preguntaríamos qué hay además bajo de ese algo, y debajo del algo de ese algo, y así hasta el infinito. Esto no supone negar la validez y eficacia de la curiosidad humana, sino que en cierta forma supone considerar la duda, que incentiva toda curiosidad humana, comno la única certeza absoluta que poseemos.

Vivimos constantemente en duda, sobre nuestros límites, sobre nuestras posibilidades, sobre nuestro entorno. Pero quizá debamos eliminar el carácter negativo que se ha otorgado a la duda a lo largo del tiempo, y creer de este modo que la duda definitiva y continua es aquello que motiva el conocimiento, siempre parcial; aquello que crea o intenta crear nociones de realidad más o menos bien construidas, más o menos coherentes, sobre el vacío; aquello que permite, en su irresolución central, que las cosas sigan evolucionando, esto es, que la vida continue.

A las cosas, que existen simplemente, se les otorgan significados que quizá nunca poseyeron. El lugar común de nuestra cultura es esa manía de crear símbolos y signos: la manía de hacer que las cosas signifiquen algo, y que nuestros esquemas mentales sean aplicables a las cosas, en esencia inexplicables. Esa manía se extiende también cuando un humano se refiere a otro humano, y para ello recurre a la etiqueta de un nombre o un apodo para referirse a él. Desde el nacimiento nuestros cuerpos quedan encuadrados bajo un rótulo ante el cual estamos obligados a responder. Ya no somos simplemente cuerpos, sino nombres que designan cuerpos; y de esa extraña voluntad de ser definidos y diferenciados por un sonido, que luego puede ser transcrito (una palabra), quizá surja la necesidad de un alma (o simplemente, la  necesidad de la consciencia).

Despojarse de ese nombre y volver al grito primitivo, que quizá no designa cosas sino estados de ánimo, o quizá no, puede ser esa solución que tantas veces se ha nombrado cuando se pretende desvestir al hombre de su cultura, de sus sentimientos, de su arte, retornándolo así a su esencia animal. Pero, ¿por qué regresar a un estadio que no es el nuestro para conciliar ese problema irreconciliable de las cosas y las palabras? ¿No es quizá mejor, o al menos más divertido, subvertir el lenguaje, el que nos ha venido ya dado, sustituyéndolo por otro, quizá más subjetivo, y quizá por completo inventado sobre la marcha?

No pretendo caer en el temita de reivindicar otros lenguajes alternativos (lenguajes corporales, por ejemplo, de los cuales sólo me viene ahora en mente uno, el del sexo, ¡menudo mal pensado!). Pensaba tan sólo en el lenguaje verbal. Y tampoco pretendo reinstaurar una especie de neo-Babel bastante caótica en el que en cada pueblo hablen su dialecto. Podemos reconstruir a pequeña escala, en ámbito doméstico, jugando con las pequeñas cosas y las pequeñas palabras: llamar a la lavadora, teléfono; inventarse los nombres de las ciudades y de las personas.  Por ejemplo, que todas las ciudades se llamen Estambul (Estambul 1, Estambul 2, Estambul 3, etc.), o ponerle a tus amigos nombres de islas, o de especies de simios. No soy bueno inventando ejemplos, pero supongo que se me entiende. El juego de palabras puede ser una solución buena, cambiando los nombres de las paradas del metro, por ejemplo (el proyecto redretro). O hablar un castellano descaradamente antiguo, o incluso contar lo que has hecho un fin de semana en versos endecasílabos (esto ya requeriría sus diez minutos, o quizá su horita larga, antes de pronunciar cualquier frase). Bueno, se me está escapando el tema de las manos... Son necesarias pequeñas subversiones apenas perceptibles que nos permitan una nueva intimidad con las cosas, a través de las palabras; una relación más familiar, y también, ¿por qué no?, más infantil con los objetos.

Un regreso a toda escala: llamar a las cosas no por su nombre, el que viene en diccionarios, enciclopedias y en la wikipedia, sino por el nombre que nos dé la real gana. Reestablecer o revivir el momento en el que Adán y Eva pusieron nombre a las especies de animales del jardín del Edén con algo más de espíritu dadá y gamberrismo, pues ya no estamos bajo la mirada inquisidora de un Dios algo cascarrabias y tocahuevos. Regresar, en definitiva; reinstaurar el mundo de las analogías. Volver. 


Pero, estas pequeñas subversiones no sirven de nada si el cambio o el regreso no se opera a gran escala, ¿no es cierto? Estas pequeñas modificaciones en el tapiz de nuestra realidad construida y continuamente hilvanada y rehilvanada, ¿siven de algo si no nos ponemos todos de acuerdo? Si nos ponemos a pensar en términos típicos de utilidad, de pragmatismo, de marxismo...sinceramente, no sirven de nada, cierto. ¡Pero al carajo la utilidad y al carajo el estar de acuerdo! Estos ejercicios casi espirituales deben ser forzasamente individuales, o al menos, ejecutadas en pequeños grupos, activos y siempre renovados como comandos. Y tanto las subversiones individuales como las realizadas por pequeñas facciones sólo sirven, como tantas otras veces, para divertirse un rato, pensar el algo, ocupar el tiempo, no ser conscientes de que nos morimos al mismo tiempo que vivimos, y rellenar algunos folios en blanco.  

Y para el que haya llegado hasta el final, cosa que tiene su mérito, un regalito de despedida:

domingo, 1 de mayo de 2011

CAVILACIONES DOMINICALES

Esta mañana he salido a pasear, a pesar de no andar demasiado despejado a causa de una turbia noche. En cierta manera, esperaba encontrar en la ciudad algo que me devolviese, como otras tantas veces, ciertas sensaciones e impulsos olvidados. Necesitaba caminar por calles silenciosas, en las que la vida parece todavía no haberse despertado a pesar de lo avanzado del día, posando la mirada en desconchaduras caprichosas, en los alicatados ya cubiertos de moho que asoman en las paredes de viejas casas que dan a los solares, en los grafiti que de pronto sorprenden al esperar encontrar otros en su lugar, etc. Y a medida que caminaba, me venían a la mente ideas del libro que tengo entre manos actualmente: Un maestro de Alemania, Martin Heidegger y su tiempo, de Rudiger Safranski.
Se trata de un libro complejo y denso, pero al mismo tiempo bastante didáctico, que aborda el pensamiento de Heidegger en su contexto filosófico, político y académico, sin olvidar algún que otro apunte biográfico relevante. Entre otras cosas, Safranski aborda el peliagudo tema de la conversión de Heidegger en nazi convencido a partir 1933: y aunque no he terminado todavía el libro, parece evidente que, sin ningún ánimo de justificar tal elección política, Safranski intenta demostrar de qué manera Heidegger deposita toda una serie de esperanzas en el nazismo como solución a problemas planteados filosóficamente, tomando por afán revolucionario lo que en realidad era histeria colectiva. 

Pero en esto no pensaba mientras caminaba por la ciudad todavía dormida. Más bien me venían en mente algunos pensamientos de cosecha propia, elaborados un poco toscamente sobre la estructura de pensamientos ajenos, contenidos en el libro antes referido. Pensaba en la libertad individual, en nuestra capacidad para tomar o renunciar, que en cierta manera es ilimitada, siempre y cuando seamos conscientes de nuestra propia temporalidad: de nuestro principio y de nuestro fin, sobre los que poco podemos decidir, pero a partir de cuyo reconocimiento podemos decidir todo.  

Pero también pensaba en el azar, en la circunstancia concreta, en la suerte. Pensaba que, en cierta manera, nuestra libertad individual, al trascender a un plano más social, está condicionada por este azar, que en realidad puede que sea la suma de todas las libertades individuales, dadas en un determinado tiempo. Cuando pensamos que las circunstancias nos obligan a decidir, a actuar, a tomar algo o a renunciar a algo, en realidad obramos libremente, pero nuestra libertad está un tanto condicionada por entrar en juego con otras libertades individuales, que también quieren tomar, decidir, actuar o renunciar.


Y en ese preciso momento, he caído en la cuenta de que mi vagabundeo matutino no tenía otro objeto que propiciar el azar, propiciar la casualidad: ir al encuentro, no sé muy bien de qué ni de quién. Y he recordado otros vagabundeos en otras épocas de mi vida, motivado por la angustia, el aburrimiento o el ansia, como si recorriese siempre el mismo laberinto buscando gestos ya vividos, o quizá yendo al encuentro de algo desconocido pero alumbrador. Y finalmente, volviendo a casa, he tenido que reconocer que es inútil forzar el azar, pues puede depender no sólo de mi propia libertad de acción, sino de la suma de todas las libertades individuales, sobre las que no puedo intervenir. Así pues, se llega a la conclusión más desconsoladora, pero al mismo tiempo, más libertadora en cuanto obvia: el mundo no es una proyección de nuestros deseos.