sábado, 13 de abril de 2013

SIGO BUSCANDO A LA MAGA

Ni las estaciones queman palomas en mis ideas
A. Pizarnik
 
Qué dulcemente pasan los días cuando las horas tardan en llegar. Cuando los abatimientos han sido abatidos. Cuando mis señales de humo no han sido contestadas. En las tardes de calor los turistas juegan a fútbol en la plaza otrora llamada del 15M. Otros rebuscan en la basura, y treintañeros zombis, treintañeros slackers, deambulan por las aceras, extasiados por el calor y los edificios tras pasar demasiado tiempo paseando de arriba abajo por los pasillos de la biblioteca como si lo hiciesen por los de casa con batín y pantuflas. Y yo, entre ellos, busco todavía a la Maga. ¿Dónde ha ido a parar, digo yo, ese deseo de rastrear en la ciudad-laberinto siempre pistas nuevas? ¿Dónde ha quedado esa voluntad no corregida de jugar a cadáveres exquisitos, de redactar manifiestos de grupos artísticos inexistentes con el tono dogmático y esnob pertinente, de poner por escrito como quien redacta un informe aquellos sueños en los que se soñaba con palabras? ¿Dónde el deseo de abocarse a la realidad como si tras su alfombra multicolor de sensaciones latiese algo dorado y abrasador? ¿Dónde la voz en off de Sans Soleil, los insomnios y el pensar audiovisualmente? ¿Dónde, dónde, dónde? Todas esas pistas se han perdido como carreteras borradas tras una tormenta de arena en el desierto. Todas esas cosas han caído o se han perdido, al igual que mi melena. 

¿Podría jugar todavía a ser un peter pan que habla de política en cafeterías, entre libros de adorno, alhambras e instagrams? ¿Podría, podría, podría? ¡No estoy tan desesperado! La realidad es una jaula de amores, amarres, sobreprotecciones, placideces que invitan a engordar y a dejarse mecer. Me he acostumbrado a jugar a mayores, con corbata y con chaqueta. Puaj, qué asco...Lo que antes era Rayuela, con su demorarse dando nombres inútiles a plazas y calles (unas veces Pernambuco, otras Verona, las más veces París), hoy es novelón ruso de tapas duras. Había maestros ya, eso sí. Algunas y algunos los escuchaban. Otros, extasiados de nosotros mismos, encantados de conocernos, pensábamos que nos bastábamos y nos sobrábamos. Tras músculos, tendones y huesos se abría, se desplegaba mejor dicho, el Icono Bizantino. ¡Para qué más! Impermeables a los consejos, impermeables a los sermones, impermeables a todo, excepto a un grano en plena cara, que podía desarmarnos de un plumazo. Ah, pero locos y crueles a un mismo tiempo. Indiferentes. Plenamente indiferentes.

¡Qué nuevas religiones nos traen los nuevos tiempos! Sigue habiendo sacerdotes y maestros, con la diferencia de que ahora hablan de autocrecimiento. De competencia en comunicación. De compromiso. Hay todavía muchos que se conocen de memoria las entradas de sus diccionarios personales, y de oca en oca van de un concepto a otro, sin mojarse nunca, pobres ellos, en ningún charco de sangre. Ni siquiera en uno oscuro de abatimiento. A mi alrededor han claudicado o han huido, se han casado, han emigrado y han tenido hijos, o simplemente han cambiado de piso. En fin, yo también me he convertido en doctor. Y pontifico. Sí, yo también me he malbaratado, o cuanto menos, me malbaraté durante un tiempo: me enamoré, trabajé, hablé, hice planes, di sermones, me sentí importante, noté en las mejillas cada vez más redondas la brisa cálida de la comodidad, y deseé también yo el susurro narcotizante de las cercanías del mundo adulto. ¡Me quedé, a pesar mío, en los barrios aledaños! ¡No alcancé, gracias a mí, ni siquiera el corazón! Pero consentí mentiras, perdí fantasías, y ni siquiera escribí. Dejé de soñar, de hablar y de pensar en Amin Soror, y en sus decálogos y en sus salidas de tono. La Maga se evaporó. Hasta que llegó un día un viento frío, un viento total cargado de muchos otros vientos,  un viento que traía consigo las palabras muerte y definitivo, un viento que barrió los conceptos y asideros sobre los que mi vida cual palafito se había erigido, los amarres, las verdades asumidas, los autocrontroles y las delicias, un viento que era más bien una ventisca. Barrió todo y dejó a su paso tan solo un vacío que no estaba ni siquiera vacío, sino que más bien invitaba, como la entrada a un concierto dejada por una mano amiga en la mesita de noche, o como una pistola cargada debajo de la almohada, al vacío total e impensable. Vi. Comprendí. Quizá ni vi ni comprendí, solo me di cuenta de que allí, desnudo, volvía a ser el hijo sin hijos que todavía soy y que antes era, ahora más calvo y más viejo, pero no más experto.

Quizá la Maga también era yo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario