jueves, 28 de abril de 2011

EL RECUERDO DE URS FREULER

             Nunca podré olvidar aquellas mañanas de domingo de la infancia, en la plaza del Ayuntamiento, en las que, a la espera de tomar la salida en el Gran Premio Luis Puig, los coches de los equipos ciclistas aparcaban en torno a la fuente o a la explanada de las mascletás de la plaza, y en ellos los masajistas, con las puertas abiertas de par en par, entre bidones y toallas, daban los últimos retoques a unas piernas tersas y torneadas, de rodillas angulosas, gemelos prominentes y cuádriceps marcados, untadas en cremas de olor penetrante y dulzón. Piernas brillantes y todavía blancas (la temporada acababa de arrancar), resbaladizas como anguilas, que las manos expertas de los masajistas moldeaban como si fueran de arcilla o mantequilla.
 
Los mecánicos daban los últimos apaños a unas máquinas estilizadas, finas y resplandecientes, auténticos caballitos de mar de color aluminio, que los ciclistas, cada uno con su maillot más colorido y más vistoso, cabalgaban, estirando los músculos en torno a la plaza. Algunos acampaban a sus anchas en la ciudad como si de los integrantes de una caravana gitana, de un circo ambulante o de una horda de hunos se tratase: buscaban el primer seto, y allí meaban. Entonces el tiempo se aceleraba, y tocaba agolparse en la salida. Las grandes estrellas salían de los coches en los que, concienzudamente, se habían mantenido al margen de los caza-autógrafos, y unos y otros, cada uno desde un lado distinto, esquivando coches, niños, ancianos y curiosos, se dirigían a la salida. Sonaba entonces una sinfonía envolvente de clic-clacs: los pedales automáticos.

Sensaciones semejantes he vuelto a descubrir en mi visita relámpago el año pasado al Giro de Italia (con ascensión al Stelvio incluida), y este año en mis visitas, también relampagueantes, a San Remo y a Lieja. ¡Y cómo no olvidar el orgasmo velocipédico que experimenté al ver cómo en una gran ciudad como Berlín gozaban de un amor tan profundo hacia las bicicletas-retro! Sólo en aquel momento, rodeado de tanta Hercules, Gios y Gazelle, caí en la cuenta de que la bicicleta es incluso (llamadme mal pensado) un artilugio con algo de sexual: el hecho de cabalgarla, el manillar enroscado y caprichoso, los finos y estilizados tubos del cuadro, el punzante sillín, almohadillado y ajustado, antiguamente de cuero como un guante...

Pero ninguno de estos momentos puede suplir a mi primer recuerdo de un día en las carreras. Recuerdo la estampa de un ciclista bigotudo, alto, con gafas de sol, de anchas espaldas, con el maillot del primer Deutsche Telekom (blanco con rayitas rosas y negras trepando por la tripa y descendiendo de los hombros), montado en su bicicleta y apoyado en una mano en una valla, mientras con la otra apuraba las últimas gotas de su bidón. Sería la salida del Trofeo Luis Puig de 1991 o 1992. El ciclista era Urs Freuler, sprinter suizo, cuya estampa ha quedado grabada en mi mente como quintaesencia de la elegancia ciclista. Quería ser como él.




Luego, con el paso de los años, uno se va dando cuenta de que su cuerpo no está hecho para el deporte. Éste pide a gritos, tras salidas no demasiado largas, un poco de atención, mediante dolores en los gemelos, en las rodillas o en los glúteos. Pero todo ello no impide que salir en bicicleta, ya sea por ocio, ya sea para ir a trabajar, constituya uno de los motores e incentivos de mi vida; especialmente cuando las cosas pintan negras, y se siente angustia frente al exceso de libertad que se da al caer en la cuenta de la responsabilidad que supone guiar nuestra propia vida y abrirnos al mundo. Entonces, un paseo por la huerta, por la Albufera, por Bétera, o bien por el Cabanyal, por el Carmen o por Russafa, compensa con creces: pues en la ingravidez del pedaleo se olvidan los malos pensamientos, se experimenta libertad, y siempre viene a los labios alguna que otra canción que silbar.

No sé si esta cita de Albert Einstein es correcta, pero viene al caso: "La vida es como la bicicleta, hay que pedalear hacia adelante para no perder el equilibrio." O si no, siempre me quedará lo que me dijo un alumno el otro día: “Tú vas en bicicleta...como en Verano Azul”.

miércoles, 27 de abril de 2011

VISIONES DEL INFIERNO: LANCELOT DU LAC E IL CASANOVA

En esta entrada quiero hablar de dos de mis películas predilectas: Lancelot du Lac, de Robert Bresson (1974) y Il Casanova, de Federico Fellini (1976).

Del cine de Robert Bresson pueden recordarse escenas magistrales, escépticas y al mismo tiempo, profundamente humanistas: el burro de Al azar Baltasar, apaleado y escupido, más humano que la humanidad; la inocente Mouchette a la que se le niegan todas las posibilidades de cambiar de vida con un tortazo después de coquetear con un muchacho en los coches de choque...Pero si he de quedarme con una escena, esa es el final apocalíptico y consecuente de Lancelot du Lac, quizá la mejor representación en la historia del cine de un universo que se extingue, precisamente por las fuerzas internas que lo han conducido a su propia destrucción. Bresson, si hubiese realizado un cine menos soso, hubiese sido uno de mis directores predilectos. Pero a mi parecer, Bresson es uno de esos directores a los que sólo se puede admirar, pero nunca amar como se ama a un hermano, a un padre, a un maestro; nada en otro océano, camina por veredas inaccesibles.

Y quizá no exista nada más diametralmente alejado del cine de Bresson que el de Fellini. Nunca he entendido el cine de Fellini como pasatiempo burlesco o como puro entretenimiento (Fellini no me parece “entretenido”, ni me hace reír a carcajadas), sino como un discurso íntimo, sin adoctrinamientos, cuyo objetivo no es otro que meter entre interrogantes el mundo de verdad, para construir uno alternativo que reproduzca sarcásticamente lo que de fúnebre y ridículo tiene nuestra vida. El cine de Fellini tiene el mismo sentido que una gran falla (en su sentido originario, no en el sentido traidor actual):  una gran mole llena de monigotes patéticos, y a la vez tiernos en cuanto humanos, que no tiene más destino que el fuego regenerador.

Lancelot du Lac comparte con El Casanova la voluntad de mostrar un mundo plano y sin esperanza. Un auténtico Apocalipsis filmado. La película de Bresson nos muestra cuán vanos son los deseos humanos, que no escapan a la más tiránica materialidad (tanto la religión como el amor se reducen a la posesión), y que en la materialidad sucumben, en una demoledora escena final que es la mejor escenificación de un mundo que expira, un mundo que se autoaniquila, un mundo que sucumbe bajo su propio peso.

Igualmente, la película de Fellini encierra una negación: el carnaval que se desarrolla en la película en diferentes escenarios de una Europa más fantasmal que festiva, no es más que un sortilegio fúnebre, un remiendo con el que se trata de ocultar una ausencia total de intereses, de inquietudes auténticas y no construidas; en definitiva, la ausencia total de trascendencia. Fellini para ello enhebra festín, sensualidad y muerte en un enorme teatrillo de títeres que resulta metáfora de una vida donde toda actividad se ha mecanizado, y por tanto, ha caído en el círculo vicioso de la esterilidad; y al mismo tiempo, crea una figura de un fantoche con bastante de quijotesco, que se convierte en metáfora de un mundo en tensión, a punto de estallar, como es el del Antiguo Régimen, pero también el propio tiempo de Fellini. La abierta y visible falsedad de los decorados, abocetados y creados para ser filmados, la futurista recreación de peinados y vestidos, la aridez narrativa y la repetición, la vanguardista y chocante música de Rota, la ausencia casi total de movimientos de cámara, nos recuerdan, como no sucede en ninguna otra película de Fellini, que es más importante la idea que su ejecución. El Casanova no es otra cosa que la viva representación de la autoaniquilación de Fellini como autor y del propio cine de Fellini, en un exceso de fellinidad cargado de regusto a muerte, destrucción y vacío.

La destrucción se expresa en la película de Bresson con la irrealidad estática de una pintura mural. La gracia de los gestos recuerda la ingravidez de los ángeles de Fra Angelico; el acartonamiento del movimiento de los caballeros, la rigidez de las figuras de las pinturas  de Piero della Francesca. Pero esta belleza no se nos muestra frontalmente, con ánimo de convencernos, a través de referencias claras, de la naturaleza artística del film. Esta belleza se muestra en gestos y objetos carentes de significado, banales, incluso aburridos, como siempre sucede en sus películas. En recortes de vida sin ensamblar, indistinguibles e incluso incomprensibles, como las piezas de un puzzle esparcidas encima de la mesa.


La destrucción se expresa en cambio en El Casanova a través de color desvaído, como de sueño, de todas las escenas. El mundo es un enorme acuario, un museo de cera en movimiento. A través de escenarios aparatosos, abocetados, claramente artificiales, se nos muestra un mundo en descomposición, irreal, soñado; como una fábula que se acerca de forma eficaz a lo vivido, y que nos pretende advertir, como un sueño premonitorio, de lo repetitiva, circular y asfixiante que puede ser la vida. 

El Casanova es, al mismo tiempo, una crítica sutil al machismo. En Giacomo Casanova todavía perdura algo del macho caprichoso y despreocupado de anteriores películas de Fellini, tipo Marcello Rubini, tipo Guido Anselmi. Sigue siendo un snob, pero de un mundo que ya no está a la moda; su tiempo no es ya la dolce vita, sino que es incomprensible en cuanto clausurado; sigue siendo el “polígamo” del harén de Ocho y medio, pero más ridículo, mucho más embrutecido. Resulta un poco más pedante, un poco más tosco, un poco más dado al autoengaño. La vivacidad y la peripecia, propias de la anécdota, han sido sustituidas por la aridez propia del elenco, por la hipnótica monotonía de la cascada. Sus gestos y ademanes resultan tan ridículos, tan abiertamente caricaturescos, que la identificación espectador-protagonista es ya imposible. Tras miradas, coqueteos, contoneos amorosos, tras la compulsiva y gimnástica satisfacción del sexo no hay nada: no hay amor, no hay comunión, no hay ni siquiera trascendencia. Hay, simplemente, un deseo que se agota en sí mismo, que se colma sin escapar a sus límites, y que no oculta nada más que vacío. En resumen, el Casanova y sus “conquistas” no son más que muñecos de papel, pegados al decorado.


Tan sólo hay dos personajes con breves destellos de humanidad: la vivaz e independiente Henriette, también harta de las exhibiciones sexuales de Casanova, y en la joven y humillada belleza romana. El Casanova, en cambio, es un diplodocus fosilizado en falso movimiento, en ambientes de falso lujo.

Ma eppur si muove! Sí, a pesar de todo, algo de humanidad notamos también en el Casanova, cuando ya es un viejo fantoche al que nadie escucha: cuando los jóvenes románticos alemanes se ríen del emperifollado y rococó bibliotecario italiano (las disonancias generacionales se expresan con el lenguaje de los estilos).  Y es entonces cuando deviene humano. Un humano que desea el estatismo del muñeco mecánico, la inmersión en el océano, la regresión a la infancia, o la congelación de la muerte. El giro concéntrico del deseo que no escapa de sus propios objetivos, y que deviene despersonalización, anulación, cosificación, muerte. 

viernes, 15 de abril de 2011

CONTRA LA PARED, FINAL EMBLEMÁTICO

Hay veces que nos encaprichamos con alguna película, y somos capaces de tragárnosla ochocientas mil veces seguidas, hasta acabar hartitos de ella y no quererla ver ni en pintura. En ese sentido, todavía tengo fresco el recuerdo de aquellas niñas que en octavo de E.G.B. fueron hasta doce veces al cine Tívoli a ver a Di Caprio en Titanic (¡puta memoria, siempre recuerda lo peor!).

En cambio, hay otras veces que una película puede dejarnos un recuerdo imborrable simplemente por haberla visto en el momento oportuno, o en un lugar singular. También podemos recordar el hecho de haber visto una determinada película, sin tener en cambio demasiados recuerdos de la misma. En ese sentido, recuerdo especialmente Sans Soleil por haberla visto en la Filmoteca tras una noche y un día sin dormir (tan sólo recuerdo un extraño desfile de japoneses, uno de ellos disfrazado de Doraemón, y mi estado neurológico tras la visión de la película).

Y puede darse el caso también de una película que en un primer momento veamos con cierta reticencia, incluso con algún que otro prejuicio, y luego, a medida que la visitamos más veces, acabe convirtiéndose en una película familiar, muy próxima...Incluso puede darse el caso de que acabemos de alguna manera obsesionados con una escena en concreto, con alguna imagen. Ése es mi caso con Contra la pared, de Fatih Akin.

En la escena final de Contra la pared hay algo perturbador, algo de acertijo y de anticipo. Parece como si de alguna manera la película intentase ponernos en guardia ante situaciones y sensaciones que pueden darse en la vida real, a pesar de haber sido previamente inmortalizadas como lugares comunes por la tradición y el folclore. No sé si me he explicado bien, pero ésa es la sensación que siempre tengo al ver este final: la vida puede devolvernos a modo de jugarreta lo que el hombre ya ha cantado desde el principio de los tiempos en la poesía y la música popular. Por ello este final tiene un carácter de premonición y de advertencia, pero también de emblema.


Al mismo tiempo, este final abierto, para quien haya visto la película, remite a la vuelta al origen (a Mersin) como salida a los extravíos de la vida. Bueno, y para quien no haya visto la película, espero no haber destrozado el final...

http://http//www.youtube.com/watch?v=RRVUeBXP9qk

jueves, 14 de abril de 2011


¡Seáis todos bienvenidos!

Hoy estreno blog como niño que estrena zapatos nuevos. Sí, hoy. A estas alturas...Como bien sabréis, hubo una época en la que todo hijo de vecino disfrutaba de un blog, y en él volcaba esperanzas, ilusiones, impresiones del día a día, consejos de autoayuda, y también bastantes chorradas. Y en aquel tiempo, aunque estuve seriamente tentado a escribir yo también un blog, rechacé tal idea movido quizá por la falsa modestia, o más bien por mi innata pereza. Pero hoy, cuando la moda de los blogs parece un tanto olvidada, me ha dado por rescatarla, como si se tratase de un objeto nostálgico, y por ende, trágico, como lo fueron en su día el vídeo 2000, el láser disc o, sin ir más lejos, el messenger. Resulta un artilugio obsoleto en comparación con el monstruo del mil cabezas del Facebook. Y por eso, por la inocencia del medio, por su fragilidad, entran ganas de dar una segunda oportunidad a la escritura de un blog.


Me encuentro entre esa clase de gente que, por desgracia, llevaba gafas de pasta antes de que se pusiesen de moda. También encontraba mucho más interesantes las bicicletas de carretera de los años ochenta que las mountain bike, antes de que se pusiesen de moda las primeras a lomos de los más modernos hijos de nuestras ciudades. E igualmente, soy de aquellos a los que les gustan las películas en versión original, simplemente por la curiosidad de escuchar a los actores hablar su propia lengua. Por todo eso, como ser a destiempo que soy, me considero en el derecho legítimo a rescatar la moda de los blogs.


Además, escribir un blog siempre ofrece ciertas ventajas. La primera, y quizá fundamental, es que permite idas de olla de tamaño descomunal, a riesgo de perder lectores. Y como segunda ventaja, íntimamente asociada a la primera, escribir un blog permite, como todo tipo de escritura, hablar sin ser interrumpido. Una gozada también.


Todavía no he sopesado con suficiente frialdad los temas a tratar en esta nueva aventurilla que inicio. Seguramente daré rienda suelta a mis debilidades, o divinidades, o vicios, o fidelidades, o como queráis llamarles. Se me acaba de ocurrir, así a bote pronto, que voy a hablar de las tres ces: cine-ciclismo-comunicación (arte, literatura, etc.). Esas son mis tres pasiones, y al que no le interesen, pues que busque en internet otros sitios, que los hay de sobra. Todo ello sin descartar la posibilidad de colgar alguna que otra cavilación o pensamiento poco elaborado que me venga en mente.


Espero poder distraeros, entreteneros, y contaros así muchas cosas. Un saludo a todos!