martes, 8 de enero de 2013

LOS RETOS DE UN NUEVO AÑO SOBRE LAS CENIZAS DE LOS ANTERIORES

En la "edad de oro" esta era una tierra de ensueño, una nueva Canaan de la leche y miel donde todo era posible. Todo eran pabellones, nuevas construcciones, series modernas, sol y playa, objetivos terroristas (dada la importancia del país), azores y alianzas de civilizaciones, suplementos dominicales, revistas ilustradas, aeropuertos, ferias del agua, controversias bizantinas, vuelcos electorales, ciudades de las ciencias, pinturas de Barceló, platos de Adrià, canales televisivos, reales nupcias, éxitos editoriales, producciones de El Terrat, fórmulas 1, repúblicas de Redonda y óscares para Almodóvar. Hoy de la gran bambolla hinchada con esmero durante los años arcádicos solo queda el bufido estridente, ahogándose poco a poco, de su paulatino desinflado. De todas formas, el 2011 pareció un año de renacimiento: de primaveras. Pero ya lo decía Deleuze: a la revolución inglesa le siguió Cromwell, a 1789 Napoleón y a 1917 Stalin. A 2011 le han seguido los hermanos musulmanes y Rajoy. 

De todas formas, de los rescoldos de 2011 todavía queda algo. Un preocupación, quizá impostada, quizá dictada por los nuevos tiempos, por lo colectivo. En 2011 se presentía, aquí y allá, en bares y autobuses, la nostalgia de los paradigmas perdidos. Salía a relucir, como quien se acuerda de un cariñoso abuelo muerto hace tiempo, el nombre de Marx; y durante un momento hablar de comunismo dejó de ser escandaloso (si alguna vez ha sido escandaloso hablar de ideas muertas desde 1956). El 15 M, si sirvió para algo, fue para evidenciar afortunadamente la carencia de un plan de ruta, de una ideología o creencia que guíe los pasos y encamine a una colectividad, cuya máxima y más silenciosa aspiración es la de convertirse en rebaño. Las grandes ideas se volatilizaron desde el momento en que el tijeretazo se convirtió en 2012 en una nueva y poderosa arma de refeudalización, como tras las crisis medievales. En aquellos tiempos remotos, el campesino pagaba los platos rotos de las epidemias y de las carestías, incrementándose sus cargas feudales a fin de que los señores siguiesen mantuviendo su tren de vida: ya lo decía aquél, el "eterno retorno de lo idéntico".

Tras las ilusiones frustradas se ha abierto la veda para los redentores culturales, siempre dispuestos a crear una nueva revista o un nuevo tema de conversación con el que hacernos olvidar que ya no estamos en los años arcádicos de Marías, Adrià y Barceló (Miquel, no el ron). Como sucediese en su momento con Camps, que siempre que empezaba un tema acababa hablando del trasvase y del "agua para todos", como la bola del pinball que irremediablemente siempre cae en el mismo agujero, estos redentores culturales, empachados de una nostalgia algo navideña y americanizante, siempre incurren en los mismos deslices: fútbol y series de la HBO, no hay más. Un fútbol poetizado, rescatado de lo vulgar (del discurso habitual de un Marca TV), pero con la motivación íntima y no expresada de convertirlo en un nuevo culto de élites periodísticas, haciendo de lo popular enaltecido algo distinto, y naturalmente más elevado, que lo popular a secas. 

De esta forma, con el discursito madridistabarcelonista imperante (también en política) y la alabanza ciega a las series americanas, entendidas éstas como el nuevo maná que nos trae el Imperio, los articulistas que juegan a ser novelistas, no sabiendo que no es lo mismo escribir cien palabras que seiscientas páginas, nos van entreteniendo, convenciéndonos de que todavía queda algo de esa cultura de la edad de oro, que añoran. Pero no solo proliferan futboleros, pobrecitos, también han surgido como setas tras una lluvia otoñal los cansinos debates políticos, en los que el espectador avezado ya ha comenzado a barruntar que los periodistas presentes en las tertulias interpretan un papel diferente ya sea el canal Intereconomía o La Sexta. El espectador o el lector tendrá que vérselas de ahora en adelante con una nueva raza de periodistas (no todos, menos mal) que, amparándose en galones conseguidos en los años de transición, felipismo y aznarismo (nunca zapaterismo, Zapatero es hoy en día el "malo malísimo" innombrable), tienden a convertirse en una casta nada menos que sacerdotal, instructora de las almas y salvadora de conciencias.

Pero si el 15 M ha traído algo bueno, algo definitivo, esto ha sido la desconfianza hacia el sistema. Antes solo desconfiaba del "maravilloso" espíritu de la Transición la generación de los hijos de los artífices de tal espíritu. Era lógico: cada generación es como una ola que sepulta las ideas de la anterior, o mejor dicho, que no las combate porque las ignora. Mi generación no comprende (y en realidad poco le importan) las llanuras a las que se llegó desde las montañas enfrentadas de la derecha y la izquierda en los setenta. Poco interesan los símbolos y las medianías conquistadas. Pero lo más curioso es que hoy esa desconfianza ha trepado desde la juventud hasta generaciones más maduras. El descrédito de la corona es un ejemplo. El rey se tambalea con su cuerpo fofo, con esa apariencia casi plastificada, hinchada como un globo, sobre sus dos enclenques patas de palo, cosidas y remendadas mil veces después de infinidad de accidentes en Baqueira y el enésimo escándalo en Botswana: igual de inestable es el paso del Estado, su unidad, su inamovible Constitución y su forma de ser se tambalean ante la indiferencia lógica de todos, pues su camino ha ido de descrédito en descrédito.  A este régimen le quedan dos días, a pesar de Rajoy, Rubalcaba y sus estados de emergencia, y del mismísimo rey: la gente ya se ha dado cuenta de que son monigotes en manos de intereses ajenos, ya sean los de la banca, los de Alemania, los de China o los de Emilio Botín y Amancio Ortega.

Estoy convencido, por otro lado, de que si el 15 M hubiese llegado a conclusiones a gran escala, si hubiese creado su propio sistema, éste solo hubiese traído problemas: de la indignación y la rabia no sale nada bueno. Y mucho menos del fanatismo, tipo ulema, de los estudiantes de historia. El 15M, aunque parezca contradictorio, enarboló la idea de un capitalismo de las ideas, en el cual, en libre competencia, cada uno pretendía decir una idea más solidaria, más colectiva y más brillante que el anterior. El juguete 15M no había salido del tablero de su papá capitalismo. Pero, aunque suene raro, quizá sea más bonito así. Su poético fracaso lo equipara al otro gran hito juvenil: el mayo francés.  Ahora, como antes, "el recreo ha terminado", pero queda algo: un aguijón en la conciencia de cada uno que motiva a pensar antes en los fines comunes que en los personales. También en este mayo, como en aquel otro, el primer tiempo de los ángeles y los corderos dio paso a una resaca de lobos y chacales. Sin duda, hubiese sido mejor que el clima creado en el más reciente mayo se hubiese aprovechado para eleminar las humedades y dar dos o tres capas de pintura al Estado: eliminar caciquismos, fraudes electorales e intereses privados. Pero lo dicho: si de ahí hubiese salido algo, es decir, un nuevo sistema ordenado, hubiese sido peor.

Así pues afrontamos en 2013 con el riesgo de caer gratuitamente en la demonización de los contrarios. Hay una gran y preocupante facilidad hoy en día (y me temo que irá en aumento) de explotar la humillación y la rabia como arma arrojadiza contra enemigos invisibles, de igual forma con la que impunemente se hace de la crueldad (de momento no tanto física, a pesar de los pelotazos de goma, como espiritual, "monetaria") y de la desconsideración valores en alza en el mercado. Y mientras tanto, de la "edad dorada" tan solo quedan harapos, que se van deshilachando a la misma velocidad con la que se va perdiendo la confianza en el futuro y los ingresos menguan o desaparecen. Avisados estamos: tendremos que ser precavidos.

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