jueves, 1 de septiembre de 2011

REGRESANDO

No sé si hay algo tras las cosas que se ven, bajo las cosas que se tocan, y de haberlo, ¿sería algo tan importante, tan alumbrador, tan revolucionario, que su conocimiento implicase el final de toda duda? De saber que hay algo bajo las cosas que se ven y se tocan, nos preguntaríamos qué hay además bajo de ese algo, y debajo del algo de ese algo, y así hasta el infinito. Esto no supone negar la validez y eficacia de la curiosidad humana, sino que en cierta forma supone considerar la duda, que incentiva toda curiosidad humana, comno la única certeza absoluta que poseemos.

Vivimos constantemente en duda, sobre nuestros límites, sobre nuestras posibilidades, sobre nuestro entorno. Pero quizá debamos eliminar el carácter negativo que se ha otorgado a la duda a lo largo del tiempo, y creer de este modo que la duda definitiva y continua es aquello que motiva el conocimiento, siempre parcial; aquello que crea o intenta crear nociones de realidad más o menos bien construidas, más o menos coherentes, sobre el vacío; aquello que permite, en su irresolución central, que las cosas sigan evolucionando, esto es, que la vida continue.

A las cosas, que existen simplemente, se les otorgan significados que quizá nunca poseyeron. El lugar común de nuestra cultura es esa manía de crear símbolos y signos: la manía de hacer que las cosas signifiquen algo, y que nuestros esquemas mentales sean aplicables a las cosas, en esencia inexplicables. Esa manía se extiende también cuando un humano se refiere a otro humano, y para ello recurre a la etiqueta de un nombre o un apodo para referirse a él. Desde el nacimiento nuestros cuerpos quedan encuadrados bajo un rótulo ante el cual estamos obligados a responder. Ya no somos simplemente cuerpos, sino nombres que designan cuerpos; y de esa extraña voluntad de ser definidos y diferenciados por un sonido, que luego puede ser transcrito (una palabra), quizá surja la necesidad de un alma (o simplemente, la  necesidad de la consciencia).

Despojarse de ese nombre y volver al grito primitivo, que quizá no designa cosas sino estados de ánimo, o quizá no, puede ser esa solución que tantas veces se ha nombrado cuando se pretende desvestir al hombre de su cultura, de sus sentimientos, de su arte, retornándolo así a su esencia animal. Pero, ¿por qué regresar a un estadio que no es el nuestro para conciliar ese problema irreconciliable de las cosas y las palabras? ¿No es quizá mejor, o al menos más divertido, subvertir el lenguaje, el que nos ha venido ya dado, sustituyéndolo por otro, quizá más subjetivo, y quizá por completo inventado sobre la marcha?

No pretendo caer en el temita de reivindicar otros lenguajes alternativos (lenguajes corporales, por ejemplo, de los cuales sólo me viene ahora en mente uno, el del sexo, ¡menudo mal pensado!). Pensaba tan sólo en el lenguaje verbal. Y tampoco pretendo reinstaurar una especie de neo-Babel bastante caótica en el que en cada pueblo hablen su dialecto. Podemos reconstruir a pequeña escala, en ámbito doméstico, jugando con las pequeñas cosas y las pequeñas palabras: llamar a la lavadora, teléfono; inventarse los nombres de las ciudades y de las personas.  Por ejemplo, que todas las ciudades se llamen Estambul (Estambul 1, Estambul 2, Estambul 3, etc.), o ponerle a tus amigos nombres de islas, o de especies de simios. No soy bueno inventando ejemplos, pero supongo que se me entiende. El juego de palabras puede ser una solución buena, cambiando los nombres de las paradas del metro, por ejemplo (el proyecto redretro). O hablar un castellano descaradamente antiguo, o incluso contar lo que has hecho un fin de semana en versos endecasílabos (esto ya requeriría sus diez minutos, o quizá su horita larga, antes de pronunciar cualquier frase). Bueno, se me está escapando el tema de las manos... Son necesarias pequeñas subversiones apenas perceptibles que nos permitan una nueva intimidad con las cosas, a través de las palabras; una relación más familiar, y también, ¿por qué no?, más infantil con los objetos.

Un regreso a toda escala: llamar a las cosas no por su nombre, el que viene en diccionarios, enciclopedias y en la wikipedia, sino por el nombre que nos dé la real gana. Reestablecer o revivir el momento en el que Adán y Eva pusieron nombre a las especies de animales del jardín del Edén con algo más de espíritu dadá y gamberrismo, pues ya no estamos bajo la mirada inquisidora de un Dios algo cascarrabias y tocahuevos. Regresar, en definitiva; reinstaurar el mundo de las analogías. Volver. 


Pero, estas pequeñas subversiones no sirven de nada si el cambio o el regreso no se opera a gran escala, ¿no es cierto? Estas pequeñas modificaciones en el tapiz de nuestra realidad construida y continuamente hilvanada y rehilvanada, ¿siven de algo si no nos ponemos todos de acuerdo? Si nos ponemos a pensar en términos típicos de utilidad, de pragmatismo, de marxismo...sinceramente, no sirven de nada, cierto. ¡Pero al carajo la utilidad y al carajo el estar de acuerdo! Estos ejercicios casi espirituales deben ser forzasamente individuales, o al menos, ejecutadas en pequeños grupos, activos y siempre renovados como comandos. Y tanto las subversiones individuales como las realizadas por pequeñas facciones sólo sirven, como tantas otras veces, para divertirse un rato, pensar el algo, ocupar el tiempo, no ser conscientes de que nos morimos al mismo tiempo que vivimos, y rellenar algunos folios en blanco.  

Y para el que haya llegado hasta el final, cosa que tiene su mérito, un regalito de despedida:

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