lunes, 30 de abril de 2012

UN VISTAZO AL FONDO DE ARMARIO CICLISTA (V): LOS DOSMILES

Finalizamos nuestra serie sobre la indumentaria ciclista con la última década, los dosmiles, o los naughties, o como queramos llamarles. Se hace un tanto difícil hablar de la pasada década con objetividad, o al menos con cierta distancia, pues si bien algunos acontecimientos nos parecen ya muy lejanos (el 11 S, por ejemplo, o el 11 M de Madrid), todavía tenemos la sensación de estar en ella, buceando en el pantanoso mundo inmediatamente posterior a tales acontecimientos. Aunque, bien mirado, en estos últimos años se han sucedido los acontecimientos: el agudizamiento de la crisis internacional, la caída de las autocracias norteafricanas, junto con el movimiento de los indignados en España, expandido a todo el mundo occidental, nos han metido de lleno en otra década, plagada de incertidumbres. Y si bien la década de los naughties comenzó con una especie de llamada generalizada al orden, al miedo y al control, los dosmildieces, o como se nos ocurra llamarlos a posteriori, han surgido con fuertes tensiones entre la revolución y la involución; tensiones sociales como no se habían vivido quizá desde la caída del muro de Berlín.

Pero repasemos un poco estos años. La década empezó en serio, y con ella también el siglo, con la imagen de un avión impactando en una de las Torres Gemelas de Nueva York. Aunque quizá algunos adelanten el comienzo "real" un poco: a la polémica victoria de George Bush en las elecciones del 2000, y la entrada de los halcones en la Casa Blanca. Marquemos el punto de arranque donde lo marquemos, lo cierto es que se dio rienda suelta a la paranoia: del Eje del Mal se pasó al Yes, we can, pero en medio quedaron en el camino la Operación de Libertad Duradera, los controles en los aeropuertos, la guerra preventiva, Colin Powell y las armas de destrucción masiva, el zulo de Sadam, las montañas del Tora Bora... Afortunadamente, el mundo dejó de ser una proyección de los Estados Unidos. La década comenzó con Vladimir Putin, el pacto de las Azores, el retorno de Berlusconi....pero a mitad de la década el tsunami de Indonesia y el huracán Katrina lo revolvieron todo...y acabamos con la primeras revueltas sociales (el invierno griego del 2008 por la muerte del joven Alexandros Grigoropoulos, y el despertar juvenil de Irán), y la quiebra de Lehman Brothers y el inicio de la crisis monumental actual. 

En España fueron años de Prestige y No a la guerra, de Gran Hermano y de Operación Triunfo, de Titadine y Goma 2 Eco, del redondeo y del euro, y también de Rouco y Paco "el Pocero", hasta que todo acabó por reventar. Declinaba el imperio americano, y emergía el imperio chino. Europa se convirtió en reducto arqueológico, solo revitalizada internamente por una juventud en movimiento (gracias a Raynair y las becas Erasmus), al mismo tiempo que descollaban los países emergentes. 

Han sido años de globalización; o como prefieren llamarla ahora, mundialización. La telefonía móvil evolucionaba cada año. Pasamos del efecto 2000 al mail, del mail al messenger, del messenger al facebook, y al mismo tiempo wikipedia se convirtió en la nueva Babel, y YouTube en la distracción planetaria. Se comenzó a comer sushi en Marrakech y falafel en Tokyo; y se escuchaba a Beyoncé en Nueva Delhi y Raeggeton en Milán. Ya se sabe, mundialización. La gente se enganchó a Lost y Los Soprano, y las salas de cine se vaciaron (hasta que Cameron recurrió al 3D). Entre otras cosas, ha sido la década de Michael Haneke y Fatih Akin, de Apichatpong Weerasethakul y  los hermanos Dardenne.

En el mundo del ciclismo fueron años también convulsos. Durante el primer lustro, el dominio del norteamericano Armstrong distrajo la atención, y nadie habló de doping; tan solo se mentó la lucha contra el cáncer. Pero una vez retirado el tejano, surgieron los casos más sonados: la Operación Puerto en 2006, Vinokourov en 2007, Riccó, Köhl, Rebellin y Schumacher en 2008, y finalmente Contador en 2010. Se aligeraron las bicicletas, se popularizaron los pinganillos y aumentó el control en las carreras, se internacionalizó definitivamente el ciclismo y se produjo todavía una mayor especialización de los corredores. 

En el ámbito de la indumentaria, hubo también cambios: se ocupó plenamente el culotte, que pasó a combinarse con los colores del maillot. La publicidad alcanzó todos las partes del cuerpo del ciclista, incluido el trasero. Se abandonaron los difuminados de la década anterior y las combinaciones estridentes: se prefirió, en cambio, cierta monocromía. Aun así, hubo maillots bastante resultones, como los que a continuación mostramos:

Interesante maillot Nike del US POSTAL SERVICE de 2000. Lance Armstrong en acción.

Erik Zabel con el maillot Adidas del T-MOBILE alemán de 2005.Este maillot inauguró cierta estética retro.

Mario Cipollini luciendo uno de los maillots más estrambóticos de la historia del ciclismo: el maillot cebra del ACQUA & SAPONE de 2002.Todo menos discreto.

Óscar Sevilla con el "particular" maillot del ROCK RACING de 2008. Este maillot apenas pudo verse en el pelotón europeo.

Konstantyn Sivtsov con el maillot del HIGH ROAD de 2008. Este elegante maillot retro solo estuvo presente de enero a junio, pues en el Tour de Francia se incorporó un nuevo patrocinador, Columbia, que cambió el diseño, y a pesar de tratarse de una marca de ropa, lo empeoró.

Maillot curioso del CSF - NAVIGARE de 2008.
BIG MAT de 2003. Retomaba el maillot "mono de trabajo" del Castorama de los noventa. 

El equipo alemán MILRAM, patrocinado por una empresa lechera, mostraba este diseño "vacuno" en 2009. En la fotografía, Gerald Ciolelk.
El maillot "sunset" del DOMINA VACANZE de 2005.


domingo, 29 de abril de 2012

RAREZAS (VI): ÚLTIMAS PALABRAS (LETZTE WORTE)

A veces puede resultar que no sólo una obra, sino el conjunto íntegro de una trayectoria cinematográfica puede considerarse una rareza. El caso que nos ocupa es ejemplar: Werner Herzog, aun siendo catalogado en su momento como uno de los principales representantes del llamado nuevo cine alemán, ha realizado a lo largo de las últimas décadas un cine único, personalísimo, desconcertante y también irregular. A modo de matización, cabría decir que tal nuevo cine alemán, como todos los nuevos cines que surgieron en los años sesenta, partía de un deseo común de ruptura frente al cine establecido (entiéndase cine clásico), no siendo por tanto un grupo con unas carcaterísticas estéticas homogéneas. Ni temáticamente, ni estilísticamente, tienen nada que ver Fassbinder y Herzog, por ejemplo: sus ataques a lo convencional se realizaron desde flancos bien distintos, y ambos consiguieron en los setenta ampliamente sus objetivos.

En el caso que nos ocupa, la filmografía de Herzog, conviven las películas épico-megalómanas, protagonizadas por Klaus Kinski, con las películas naïf de Bruno S.; conviven los documentales falsos y las películas de ficción con marcado carácter documental (cabe recordar el barco que "realmente" se subió a la montaña en Fitzcarraldo). Y últimamente, por desgracia, también sale a relucir algún engendro que imita la estética de Hollywood pero que, afortunadamente, la subvierte con ironía (sería el caso de Teniente corrupto). El elemento integrador de tan dispares categorías de películas podría ser la tensión existente entre ficción y realidad; o más bien la lucha silenciosa entre los esfuerzos creativos humanos, a veces histéricos, otras veces humildes, y la mayor parte de las veces desesperados, y la fuerza insondable de una naturaleza sin alma, regida por la necesidad. 

El cortometraje Últimas palabras (Letzte Worte), de 1968, es un documental de juventud. Documental es decir mucho: Herzog se acerca a la realidad sazonándola con argumentos e historias de su propia invención, así como con una dosis nada desdeñable de absurdo. El propio Herzog siempre señala que con su particular método pretende desentrañar lo que se esconde bajo la realidad, sin quedarse por tanto en la superficie de la misma (como harían los documentales "normales").

La peliculita es un apéndice de  Signos de vida (Lebenszeichen), el primer largometraje del director bávaro. Ambos son ejemplos de su espíritu viajero, pues la acción se centra en Creta. Pero la película no se presenta ya como un episodio más de la larga relación de amor-odio grecogermánica (que comenzaría con Hölderlin y acabaría con Merkel, pasando por los discursitos de Goebbels en Olimpia), sino como una indagación, a veces desconcertante, en las visicitudes de un hombre que ha decidido dejar de hablar (aunque en realidad no deja de hablar en ningún momento, pues repite hasta la saciedad su intención de "no decir nada más").

De nuevo, Herzog se centra en un personaje "al margen". El inadaptado, la rareza humana, siempre ha sido uno de sus temas predilectos, tratado siempre desde un punto intermedio, algo resbaladizo, entre la burla ante un espectáculo de freaks y la compasión casi medieval por las pobres criaturas de Dios. En este caso, añade cierto interés por la repetición dadaísta del discurso, hasta vaciar las palabras de contenido y significado, reduciéndolas a monótona musicalidad.




viernes, 27 de abril de 2012

LA VIE EN ROSE


Queda apenas una semana para que comience el Giro de Italia. El Giro de Italia...Difícilmente puedo dejar de relacionar el Giro de Italia con los años escolares, cuando mayo anunciaba el final del curso, y ya las horas de sol alargaban y las tardes dejaban de ser depresivas. El Giro de Italia está asociado en mis neuronas a la cercanía de las tardes de junio, libres de colegio. Atrás quedaban los días nublados y la necesidad de hacer deberes; todo podía dejarse de lado un momento, el verano estaba a la vuelta de la esquina. Un verano que luego sería a veces aburrido y otras agotador, demostrando que, aunque sea paradójico, se disfruta más la promesa de libertad que la libertad en sí. El verano se esperaba como una vasta extensión de tiempo sin obligaciones, con libertad, que luego, una vez se experimentaba en carne propia, resultaba las más de las veces carente de todo encanto; en cambio, mayo tenía un punto tentador. No resulta extraño que mayo fuese el mes durante el cual los estudiantes franceses tomaron las calles en 1968; tampoco lo es que fuese el  mes en que el año pasado los jóvenes españoles hicieron lo propio. Mayo tiene la ligereza necesaria  para iniciar una revolución con el mismo estado de ánimo con el que uno inicia un juego, es decir, sin tomarse lo suficientemente en serio como para acabar convirtiendo la propia revuelta en un auténtico monstruo con vida propia.

Por tanto, la llegada del Giro es la demostración palpable de que se ha dejado atrás la temporada del trabajo, de sus obligaciones y servidumbres. Si el Giro es la carrera febril y hermosa del momento álgido de la primavera, el Tour tiene cierto componente soporífero asociado al verano. El Tour huele a piscina y a crema solar, el Tour se ve entre cabezada y cabezada, empachado de paella; del Tour hablan hasta los "futboleros" que se aburren durante la pretemporada. El Giro de Italia es distinto. Para mí es algo así como el Renacimiento. Reduciendo las cosas, podría decir que el Giro es sinónimo de Italia; pero no la Italia del berlusconismo ni de la Gomorra, sino la Italia del Sorrento de Goethe, de la Roma del Grand Tour decimonónico, de la Génova de Nietzsche; es decir, el Giro es Italia, entendiendo ésta como tierra prometida.  "Debe haber islas allá hacia el sur de las cosas / donde sufrir sea una cosa más suave..." (Exagero).

Y los Giri que más recuerdo son aquéllos, los de la infancia, en concreto los de 1993 y 1994. El Giro que comenzó en la Isola d'Elba en 1993, y el Giro que perdería Miguel Indurain frente al ruso Evgeni Berzin al año siguiente. La evocación de aquellos Giri está íntimamente ligada a la aparición de un joven atacante, alocado y medio calvo, con el maillot del Carrera - Tassoni, que se jugaba la vida en el descenso camino a Lienz, y que culminaba su obra maestra camino de Aprica:  Marco Pantani. Pero el Giro está plagado de historias, y cada generación de aficionados al ciclismo ha podido quedarse con un momento irrepetible: en la posguerra, Italia creció con el tappone de Cuneo a Pinerolo de Fausto Coppi en 1949, y la rivalidad Coppi - Bartali, y en los años de plomo, la rivalidad Moser - Saronni era la manifestación externa de la tensión interna latente. Algunos recordarán la nevada del Monte Bondone de 1956, y a Charly Gaul, completamente congelado, siendo llevado en volandas por los carabinieri; otros recordarán la nevada del Gavia del 88, y a Johan van der Velde coronando en manga corta. En mi caso, con el Giro he tenido tres enamoramientos: el primero en 1994; el segundo, diez años después, en 2004, con el duelo entre Gilberto Simoni y Damiano Cunego, ambos en el conjunto Saeco; y el tercero en 2010, in situ (el año de Arroyo y su descenso pírrico del Mortirolo).

Hagamos un repaso al Giro y sus protagonistas: 


Gino Bartali y Fausto Coppi. La Italia católica y la Italia moderna. Ocho Giri entre los dos.
El escalador luxemburgués Charly Gaul, vencedor en 1956 y 1959.

Jacques Anquetil en el Giro de 1964.
Felice Gimondi, el justo heredero del campionissimo Coppi. Vencedor de tres Giri. 


Eddy Merckx, quíntuple ganador del Giro como Alfredo Binda y Fausto Coppi.
El sueco Gösta Pettersson - Faglum, vencedor en 1971.




El belga Johan De Muynck, vencedor del Giro de 1978.Un buen escalador que alcanzó la gloria en la carrera italiana.
Giovanni Battaglin venció en 1981. Poco antes había vencido la Vuelta a España.

Francesco Moser, il Cecco, excepcional rodador, protagonista del tránsito de los 70 a los 80.
Giuseppe Saronni, il Beppe, el gran rival del anterior.
Pareja sonriente de franceses: Laurent Fignon y Bernard Hinault. Un Giro para el primero, tres para el segundo.
Roberto Visentini, vencedor del Giro de 1986, y gran derrotado en el Giro de 1987. 

El irlandés Stephen Roche venció el Giro de 1987 "traicionando" a su compañero de equipo Visentini. Ese mismo año ganaría el Tour.
El jovencísimo norteamericano Andy Hampsten, sorprendente ganador del Giro 1988.

Gianni Bugno, vencedor en 1990 vistiendo la maglia rosa de principio a fin.


Miguel Indurain, primero en 1992 y 1993, y tercero en 1994.
El joven ruso Evgeni Berzin logró derrotar a Indurain en 1994.

El veterano suizo Toni Rominger venció en 1995.

Marco Pantani en su año del doblete: 1998.

Damiano Cunego y Gilberto Simoni en 2004. Ambos protagonizaron un duro duelo dentro de la misma "squadra". La maglia rosa la acabaría llevando el primero.
El ruso Denis Menchov expresaba así su alegría al cruzar la última línea de meta en Roma, en el 2009. Poco antes había sufrido una caída.

Ivan Basso, vencedor de la edición de 2010. Este segundo Giro fue ganado sin ninguna sombra de sospecha, al contrario que sucediera en 2006.

Alberto Contador en 2008. Tras su sanción, tan solo es considerado vencedor de este Giro, no así del de 2011.

El Giro y el cine, por otro lado, también han gozado de una particular relación de amor. Ya hablé en su momento de la película de Jorgen Leth Estrellas y aguadores, crónica del Giro de 1973. Existe otro fascinante documental alemán, concebido como apéndice del de Leth, titulado Die Härteste Show der Welt, centrado en el duelo entre Fuente y Merckx en el Giro de 1974. Y existe esta otra joya, de la que he visto tan sólo algunos clips en YouTube: Totó nel Giro d'Italia, de 1948. El cómico napolitano interpreta a un misterioso participante del Giro, dotado de una sorprendente fuerza que le permite vencer sobradamente a sus rivales, entre los que se encuentran, nada más y nada menos, que Fausto Coppi, Gino Bartali, Louison Bobet, Fiorenzo Magni o Ferdi Kübler. La siguiente escena es toda una metáfora irónica de esa "cara oculta" del ciclismo de la que ya se sabía cosas entonces: la de los "suplementos". De todas formas, la película tiene cierto interés para el aficionado mitómano o acérrimo, al aparecer en ella los ciclistas más importantes del momento (un poco en el mismo estilo que aquellas películas españolas de los 50 protagonizadas por Di Stéfano o Kubala). 

miércoles, 18 de abril de 2012

UN VISTAZO AL FONDO DE ARMARIO CICLISTA (IV): LOS NOVENTA

Les ha llegado el turno a los noventa. El color predominante fue el gris, y el tono, la mediocridad aplastante. Dominaba el consumismo del primer mundo, de forma campante y orgullosa, aunque sin paranoias posteriores: no había enemigos a la vista. El bienestar se extendió en los países de "occidente", y con él la obesidad (y la anorexia), y cierta degradación de la política, que devino espectáculo electoralista. La informática alcanzó la mayoría de edad y la juventud expresaba su descontento con un tenue ronroneo, oscuro y escéptico, mostrado a través del refugio en las drogas y de la música, que abandonaba conscientemente lo naïf de la década anterior. Y mientras tanto, lo más espantoso de la centuria (las matanzas motivadas por racismo o nacionalismo) volvía a aparecer, como un guiño macabro de un siglo XX dispuesto a despedirse por todo lo alto.

A pesar de que Fukuyama hablaba del final de la historia, no debían pensar lo mismo en la atomizada Yugoslavia, que pasó del sitio de Vukovar al de Sarajevo, de la voladura del puente de Mostar a la matanza de Srebenica, para terminar finalmente la década con la guerrilla del UÇK y los bombardeos de Belgrado por parte de la OTAN. Las política se prostituía: Berlusconi se convertía en presidente de la república tras el escándalo de tangentopoli, siéndolo también del AC Milan y de Telecinque; Monica Lewinsky amenazaba con mostrar el vestido manchado de semen de Bill Clinton, y Boris Yeltsin se cogía unos monumentales pedos, incluso en público. En España, fueron los tiempos de Curro, Cobi y el empacho post-92, de Roldán y del Gal, del Aznarato, del Póntelo, pónselo, de Lobatón, el ¿Quién sabe dónde? y las niñas de Alcasser. Y si se empezó con la ruta del bakalao se acabó con el FIB, con un mismo leit-motiv: las drogas de diseño. También fueron los años de la sobredosis de Kurt Cobain, del accidente mortal de Senna en Imola, del imperio de Bill Gates, de los hutus y los tutsis, de la CEI (¿llegó realmente a existir?) y el Equipo unificado, de Lady Di y Austin Powers, de la operación Tormenta del Desierto, de las Spice Girls y los Backstreet Boys, de la visita del papa a Cuba, de Tarantino y sus imitadores y el cine "de festivales" de Theo Angelopoulos y Abbas Kiarostami.

En el ámbito ciclístico, la década estuvo marcada por una fecha: julio de 1998, y el descubrimiento del pastel. En pleno Tour de Francia estallaba el caso Festina y se descubría el consumo organizado de EPO por parte de algunos equipos, poniendo en entredicho todos los resultados deportivos de la década. Recordemos: esta fue la década de Miguel Indurain, de sus duelos con Chiappucci y Bugno, de Toni Rominger y su dominio en la Vuelta a España, de la ONCE de Jalabert y Zülle, del Telekom de Riis y Ullrich, y de las extraordinarias prestaciones en montaña de Marco Pantani.  Todo quedó en parte deslucido: pero en vez de encontrar soluciones, se decidió hacer un revoltijo con todos los problemas, formar una buena pelota y dar un patadón hacia delante, a ver si se resolvía la cosa en la próxima década. En el esperado y futurista siglo XXI.

En otro orden de cosas, el arranque de la década supuso el final de la artificial separación entre ciclismo profesional y amateur, lo que trajo como consecuencia directa la llegada al ciclismo de estrellas consagradas del Este, como los alemanes orientales Olaf Ludwig y Uwe Raab, y una nueva generación ex-soviética, formada por Dimitri Konyshev, Djmolidin Abdujaparov, Andrei Chmil, Evgeni Berzin, Pavel Tonkov y Jan Kirsipuu. En el ámbito de la indumentaria, antes de que todo estallase, en la década triunfaron las estridencias y los difuminados. Se mantuvo la tónica de la década anterior de convertir al corredor en un soporte multi-anuncio: ninguna parte del maillot quedaba desaprovechada, y a finales de la década, la decoración, y con ella la publicidad, pasó a cubrir de forma integral el culotte. Estas son algunas de las joyas de la década:



El uzbeko Djamolidin Abdujaparov con el maillot del POLTI de 1994.

El ARIOSTEA, maillot ya presente en la década anterior. Un maillot clásico y elegante. En la fotografía, Alberto Elli, de 1990.

Laurent Brochard, luciendo su coleta, con el maillot "mono de trabajo" del CASTORAMA de 1994.

El efímero equipo LE GROUPEMENT de 1995, con un maillot de "camuflaje multicolor". En la fotografía, el escocés Robert Millar.

Fotografía promocional del maillot del TOSHIBA francés de 1990.
LOTTO - SUPERCLUB de 1992. Posando, Johan Bruyneel, actual director deportivo de los hermanos Schleck.
Johan Museeuw con el maillot del MAPEI - BRICOBI de 1998.

El vistoso maillot del equipo AMORE & VITA - GALATRON, de 1993, equipo patrocinado por el Vaticano.
Frank Vandenbroucke con el maillot del LOTTO - VETTA CALOI de 1994, su primer equipo profesional.
Laudelino "Lale" Cubino corriendo para el SEGUROS AMAYA de Javier Mínguez en 1993.

El mítico Marco Pantani con el maillot del MERCATONE UNO - BIANCHI - ALBACOM de 1999.


El NAVIGARE - BLUE STORM de 1994. Un modesto equipo italiano, pero batallador, con Coppolillo, Zanini y Alexander Shefer como "estrellas".

lunes, 16 de abril de 2012

FÁBULAS POLÍTICAS O SOBRE LA MÚSICA DE LAS ESFERAS: PROVA D'ORCHESTRA Y WERCKMEISTER HARMÓNIÁK

Aparentemente, poco tienen que ver Prova d'orchestra (Ensayo de orquesta, 1979) de Federico Fellini y Werckmeister Harmóniák (Armonías de Werckmeister, 2000) de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky. Salvo una conexión, débil si se quiere: ambas películas se presentan como fábulas políticas en un sentido amplio del término, y ambas establecen cierto paralelismo entre política y música, entendiéndolas como dos formas de organización, de orden o de sistema. Las dos películas están íntegras en youtube, por si alguien que no las haya visto quiere verlas antes de que empiece a destrozar a continuación argumentos y finales.

Comencemos con la película de Fellini. Según la crítica, es una de sus películas "menores"; lo que sí que se puede afirmar es que es una de sus películas más austeras, en cuanto a metraje (supera por poco la hora de duración) y en cuanto a escenografía (en este caso, y como clara diferencia con su anterior película, Il Casanova, Fellini ambienta toda la película en tan solo tres escenarios). Fellini, tan amante de lo provisional y de la obra en proceso, configura la película como un falso documental para televisión: se trata de entrevistar a los músicos de una orquesta en uno de sus ensayos; el espectador avisado sabrá que Fellini en ningún momento intenta eludir o camuflar la falsedad del falso documental: desde el primer minuto somos conscientes de estar viendo una película de Fellini, y que no solo es un falso-documental, sino más bien un falso falso-documental.
La película comienza con la caricaturización de los diferentes componentes de la orquesta: todos ensalzan su instrumento como el más importante dentro de la orquesta, y para ello utilizan argumentos que van de lo pedante a lo soez. Los violinistas son unos estirados, los percusionistas unos juerguistas descerebrados, los trompetistas entre soñadores y alocados...La orquesta se muestra por tanto como un conjunto de personajes individualistas, algunos incluso con ganas de litigar, y poco interesados en la música: tocar es para ellos una especie de oficio, de trabajo remunerado y no pasión, y algunos escuchan el partido de fútbol en el transistor durante el ensayo. Uno de los músicos parece disfrutar con lo que otros tocan, y balancea rítmicamente la cabeza, aparentemente arrobado por la música; pero en realidad lo que hace es seguir el hipnótico balanceo de una tela de araña que pende del techo.

El director entra en escena, acompañado de los representantes sindicales, que vienen de casa con el discurso aprendido. La caricatura que hace Fellini del director lo muestra como un personaje frío, refinado si se quiere, que habla en un correcto italiano con acento alemán y bebe champagne, que parece detestar el carácter "militar" de su autoridad y que se divierte comprando casas por el mundo;  pero, por otro lado, cuando se irrita pierde las formas y comienza a vociferar en su lengua materna. Cuenta con pocos apoyos dentro de la orquesta: tan solo algunos músicos ancianos, los más mojigatos y temerosos de los cambios, parecen de su parte, más por reverencial respeto a la autoridad que por verdadera fidelidad. Algunos incluso muestran cierta nostalgia ante los métodos punitivos empleados por los directores del pasado. Por contra, los más jóvenes inician una revuelta contra el director, pintando las paredes, iniciándose así un motín carnavalesco en el oratorio: algunos pretenden sustituir la figura paternal del director por un metrónomo; otros, en cambio, dicen que no hay que sustituir un director por otro mecánico, y que el ritmo lo deben "gestionar" ellos mismos, los músicos. En pleno fragor, un estruendo irrumpe en el oratorio: una enorme bola de demolición destroza una de las paredes, y sepulta a la arpista, la única de todos los intérpretes que había mostrado una cierta ingenuidad infantil en su relación con el instrumento.


Ante la tragedia, y la presencia amenazadora de la bola que asoma tras el boquete en la pared, todos se unen de nuevo y ejecutan la partitura a la perfección, en pie, entre los escombros y la polvareda. Parece que el arte ha acabado imponiéndose sobre ese instrumento simbólico de la inexorable destrucción que es esa enorme y coaccionadora bola; pero tal unión a través del arte ha sido más bien un hechizo momentáneo, pues el último plano nos muestra al director de nuevo enfurecido, criticando a los músicos por nimias faltas, vociferando en alemán, al mismo tiempo que la pantalla se funde en negro y solo resuenan sus palabras, entre coléricas y resentidas, vacías ya de objeto.


Atendiendo a la época que atravesaba Italia durante el estreno del film, es plausible considerar Prova d'orchestra como un film político, aunque no solo puede considerarse una fábula política, sino también una acerca de la creación artística. Italia vivía a finales de los setenta los conocidos como "años de plomo":  la italiana era una sociedad dividida políticamente, atacada desde la izquierda por el terrorismo de las Brigadas Rojas, y desde la derecha por los grupos neofascistas apoyados por la CIA y sectores de la Democracia Cristiana. Los intentos de unión de los sectores más "sociales" de la Democracia Cristiana con el Partido Comunista, habían saltado por los aires con la "facenda Moro". Dos años después, una bomba en la estación de Bolonia causaría más de 80 muertos, y serviría para culpabilizar al terrorismo izquierdista, cuando hoy las investigaciones apuntan hacia una autoría neofascita. Tales tensiones tenían que emerger por fuerza en cualquier película italiana del momento, y así lo hacen en esta. En particular, Prova d'orchestra fue duramente criticada por ser considerada, erroneamente a mi parecer, como una apología del "ordeno y mando". No solo se interpretó así desde la izquierda: el propio Fellini contaba la anécdota de la felicitación recibida por parte de un neofascista, que interpretó la verborrea germánica del director como un canto nostálgico a los tiempos del "tío Adolfo".


En realidad se olvida fácilmente que el director, con el que Fellini se podría sentir identificado en cuanto creador y director como él de una obra de esfuerzo colectivo, es también una caricatura inserta en la gran caricatura que es la película al completo. La película muestra las divisiones internas de Italia, su tendencia congénita al individualismo, incluso las divisiones entre los que se sublevan, clara referencia a marxistas ortodoxos (los que quieren metrónomo) y nuevos izquierdistas (que quieren "autogestionarse"). La bola puede ser muchas cosas: sin duda una amenaza, de la violencia, del tiempo, del capitalismo consumista, del caos...Cada uno que piense lo que quiera. Lo que sí que es cierto es que es ante todo un peligro informe, anónimo, que pilla desprevenido, y que no tiene compasión. Ante esa amenaza, todos parecen volver a cierta unidad, auspiciada por el arte. El arte, la música, se considera así como el mejor antídoto ante las disonancias: la música suspende los juicios, diluye las individualidades en litigio. Pero no adormece; sería mejor decir que trasciende las fatigosas, cansinas y cíclicas querellas mundanas. Eso sí, durante un breve instante, pues el sueño dura poco. El hechizo se desvanece, y el autoritarismo resurge en la figura del director, y con el fundido en negro se nos muestra que esa situación tensa entre autoritarismo y revolución forzosamente acabará repitiéndose en un futuro. Precisamente una de sus últimas palabras es "da capo" (desde el principio): estamos quizá condenados a la repetición eterna.
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Las Armonias de Werckmeister es una película muy diferente, en cuanto al tono y al estilo. No sé donde leí que Béla Tarr era un "Tarkovsky para tiempos de no creencia", y en cierta manera por ahí van los tiros: estilísticamente, el director húngaro se aproxima al camino trazado anteriormente por el director ucraniano, interesándose por el "tiempo que habita en cada plano", y haciendo del plano-secuencia su particular y sugestivo recurso estilístico. Pero si en Tarkovsky todavía latía en el fondo de sus películas la presencia de lo sobrenatural, entendida como experiencia religiosa, en Tarr solo hay anhelo de algo superior, de algo mejor, siendo consciente por contra de que lo trascendente no se encontrará ya en lo sobrenatural o en lo prodigioso, sino en lo cotidiano. Tarkovsky hacía de lo religioso un terreno en el que enrocarse contra la tiranía ideológica del materialismo soviético. Pero, por contra, el cine de Tarr conoce ya la dureza  del colpaso de un sistema socioeconómico y el cambio hacia otro, no se sabe si mejor o peor, y en ese sentido ya no hay espacio alguno para los milagritos. El cielo es gris, y en él solo hay astros.
Pero volvamos con Werckmeister. La historia es simple, y como en otras películas de Tarr, puede reducirse a una anécdota: a un pueblo húngaro llega un circo. Ese circo exhibe el cadáver de una portentosa ballena, en perfecto estado de conservación; y junto a la ballena llega un extraño personaje, del que solo vemos su sombra: el conde. El conde hace discursos (en eslovaco, ¿querrá decir algo con esto Tarr?)  que atraen a muchos hombres sin trabajo, muchos hombres desencantados y ansiosos de novedades, a la plaza del mercado. Todo esto lo vamos conociendo a través de los ojos de Valuska, personaje interpretado por el alemán Lars Rudolph, un joven afable y soñador, un ejemplo de bondad natural, que trabaja por las noches repartiendo periódicos. A través de él vemos la llegada del convoy del circo en plena noche: una llegada misteriosa y en silencio. El convoy va iluminando las casas del pueblo, y sumiéndolas al poco en la oscuridad. Con él vemos también la llegada de los desposeídos a la plaza: hombres de mirada hosca, sin ganas de conversación, y propensos a la violencia al haber perdido toda esperanza, llegados desde todas las comarcas circundantes hasta la plaza del pueblo. A través de él también tenemos nuestro primer encuentro con la ballena: un ser misterioso y mágico, que hace a Valuska reflexionar sobre los misterios de la creación divina (¿para qué un ser así?).

Pero, como decíamos, la ballena va acompañada del conde. El conde clama por la destrucción y el caos: y eso es lo que atrae a la gente, y no el hermoso cadáver de la ballena. El nihilismo se reviste de lo inefable; o el cadáver, hermoso todavía, de lo inefable, da paso únicamente al nihilismo. Los hombres congregados, espoleados por las fanáticas palabras del conde, inician una espiral de destrucción. En paralelo, el tío de Valuska, teórico musical, es empujado por su ex-mujer a actuar: debe reunirse con las "fuerzas vivas" de la localidad, y apoyar al ejército para que inicie la represión de las revueltas. Aquí viene el paralelismo con la música: en sus reflexiones teóricas, el tío de Valuska es consciente de la falsedad de todo el sistema musical clásico, creado entre otros por Werckmeister. Para él, el sistema de notas es falso, una apropiación pretenciosa de la música que los antiguos griegos reconocían tan solo en los dioses; las dudas contemporáneas empujan a destruir ese viejo sistema musical y buscar otro, más humano y menos divino, más humilde y menos pretencioso: más verdadero. Pero mientras tanto, el tío ya no toca jamás el piano.
La película finaliza con la represión (en off) de los violentos, y entre ellos es incluso arrestado Valuska, que pierde totalmente la razón. El último plano-secuencia muestra al tío visitando la plaza del pueblo, ya desierta, en la que ha quedado, tras los disturbios, el cadáver de la ballena al descubierto: en el encuentro entre el músico descreído y la criatura misteriosa parece reaparecer entonces de nuevo la magia anhelada, pero cargada de un poso de nostalgia y de pérdida.  


La película puede comprenderse como una fábula acerca de los nuevos tiempos de Hungría y del este de Europa en general: una fábula sobre la pérdida de los paradigmas dados hasta el momento como seguros (el socialismo, pero también la religión), el crecimiento de las medidas desesperadas y del tiempo de los oportunistas, el peligro del nihilismo absoluto para el orden social y la necesidad del arte como punto de contacto entre lo humano y las aspiraciones de algo más: aspiraciones de un nuevo más allá en este aquí.

No me resisto a hacer algunas comparaciones más. Es significativa la aparición de la ballena en la película de Tarr, y me recuerda, salvado todas las distancias posibles, a la extraña presencia del rinoceronte en el interior del transatlántico de E la nave va, de Fellini. También en Il Casanova aparecía una ballena como atracción de feria, aunque con un significado bien distinto.Por otro lado, algunas escenas finales de Werckmeister Harmóniák me recordaron a Farenheit 451 de Truffaut: el personaje de Valuska huyendo del pueblo siguiendo las vías abandonadas del tren y siendo perseguido por un helicóptero, al igual que Montag huyendo hacia el país de los hombres-libro.

El personaje de Valuska parece tener algo de la ingenuidad de una Gelsomina felliniana. Desde la primera escena, en la que representa junto a los borrachos del bar un eclipse (uno hace de sol, otro hace de luna, y un tercero de planeta tierra, y finalmente todos danzan en silencio, más bien tambaleándose, en una particular y desmitificadora "música de las esferas"), Valuska se muestra como un individuo anhelante de trascendencia: iluminado e ingenuo, como un santurrón. Con la representación del eclipse intenta explicar a los borrachos la eternidad: el eclipse representa la paralización, el silencio, el no-tiempo, pero la luz vuelve pronto a reinar. De igual forma, su tío también anhela cierta armonía: habla de la armonía perdida, que debe ser reconstruida desde el principio, desde el hombre, pero sin llegar a ninguna conclusión, a ninguna certeza. Si a Valuska no se le deja concluir su representación (no llega a explicar finalmente en qué consiste la inmortalidad), y acaba loco, el tío, ya completamente escéptico ante la posibilidad de  crear una música universal, objetiva y divina, parace recuperar algo de su antigua ilusión con la visión de ese ser portentoso y extraño, cargado de misterio, que es la ballena. Así pues, Werckmeister Harmóniák plantea no solo problemas políticos, sino también se cuestiona, desde su carácter amplio y metafórico, acerca de aquello que pedantemente podríamos calificar como "el sentido de la vida".
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Son por tanto dos pelícuas que abordan problemáticas políticas mediante la metáfora y el planteamiento de conflictos humanos genéricos, no concretos, no históricos. Prova d'orchestra desde un punto de vista más paródico y caricaturesco, como cabe esperar del estilo de Fellini, incluyendo el tema de la creación artística colectiva como tema central. Las tensiones que surgen en todo proceso creativo, y la paz de la obra terminada, o al menos esbozada de forma provisional, sirven al autor para reflexionar en paralelo sobre la coyuntura político-social de la Italia del momento: sobre las tensiones políticas y la necesidad de una salida, aunque provisional, a las mismas, quizá a través del arte. Werckmeister Harmóniák desde un punto de vista más trascendental, más pretencioso a veces, como cabe esperar del estilo de Béla Tarr, incluye el tema musical, en concreto los estudios de las armonías musicales, como una metáfora del anhelo de cierto orden nuevo, construido a partir de la humildad y la compasión, en el que el hombre pueda encajar una vez desaparecidas las antiguas certezas, ya fuese las de la religión, o las de la religión-política que fue el comunismo.