martes, 31 de enero de 2012

RAREZAS (I): THE ALPHABET

Esta es la primera entrega de una breve sección, que pretendo que dure bastante (al menos más de una entrega): rarezas cinematográficas. Quizá las rarezas seleccionadas para algunos no lo sean tanto, y sean cosas del día a día. Quizá para otros sean auténticas chorradas, pasadas de moda, y carentes por completo de gracia. Puede ser, no lo niego. Pero en estas rarezas muchas veces hay más arte y más talento que en obras que nacen con pretensiones más elevadas. Que nadie se asuste, me voy a decantar por los cortometrajes, mucho más digeribles. Se pueden ver en un rato, entre dos cafés, entre la lectura de dos mails de propaganda, o mientras se insulta a alguien en un chat.

El primer episodio lo dedicamos a David Lynch, a su corto The Alphabet (1968). Antes de realizar su primer largo Cabeza borradora (1977), sus pequeñas y muy sugerentes perlas cinematográficas ya estaban impregnadas de ese particular aire de pesadilla caníbal, en el que el director americano ha sabido siempre nadar como pez en el agua. En un primer momento, Lynch jugaba mezclando animación y filmación, y ya trataba el sonido como un personaje más. Envueltas en su particular atmósfera asfixiante y absorvente, aparece también aquí por primera vez su visión un tanto inquietante de lo infantil, de lo inocente, a veces vehículo de lo monstruoso. Podría catalogarse este corto de ejercicio formalista, como todos los cortos vanguardistas: pero en realidad, la forma es ya el contenido, como sucederá en toda la obra posterior de Lynch.

Para quien quiera más ración de Lynch premturo, en youtube también está su mediometraje Grandmother (1970), que no tiene tampoco desperdicio.


 

sábado, 28 de enero de 2012

DE ACUERDO

La semana pasada terminé Las partículas elementales de Michel Houellebecq. Previamente leí Ampliación del campo de batalla, e intenté sin éxito leer Plataforma (que seguramente leeré en otra ocasión). No son lecturas fáciles; no debido a una excesiva complejidad estilística, ni a tramas excesivamente embrolladas. Tampoco hay en sus novelas un excesivo número de personajes. No, la trama es simple, hay pocos personajes, y el estilo de Houellebecq es cortante y directo, solo a veces punteado por digresiones de tipo científico, filosófico o sociológico.

Son lecturas difíciles porque muestran un mundo sin esperanza, de digestión pesada: tras la careta, la sociedad actual se presenta como una sociedad despiadada, en la que prima la competencia continua. El trasfondo de sus novelas incide en la misma idea: el liberalismo - en lo sexual y en lo económico- no ha traido más ley que la del más fuerte; el liberador abandono de las creencias solo ha comportado el materialismo más deshumanizador, y una tendencia insana al individualismo. La prosa incisiva y contundente de Houllebecq, a veces un tanto depravada, un poco sadiana, no suele tener clemencia. Algunos individuos aun buscan amor: quizá alguna pobre mujer. Los hombres, en cambio, campan a sus anchas en ese mundo de bravuconadas y de centímetros: pero acaban condenados a la más absoluta soledad.

 


Me gustaría destacar este fragmento del libro, con el que me sentí totalmente de acuerdo, y en gran parte identificado:

"- No sirvo para nada - dijo Bruno con resignación - . Soy incapaz de criar cerdos. No tengo ni idea de cómo se hacen las salchichas, los tenedores o los teléfonos portátiles. Soy incapaz de producir cualquiera de los objetos que me rodean, los que uso o los que me como; ni siquiera soy capaz de entender su proceso de producción. Si la industria se bloqueara, si desaparecieran los ingenieros y los técnicos especializados, yo sería incapaz de volver a poner en marcha una sola rueda. Estoy fuera del complejo económico-industrial, y ni siquiera podría asegurar mi propia supervivencia: no sabría alimentarme, vestirme o protegerme de la intemperie; mis competencias técnicas son ligeramente inferiores a las del hombre de Neanderthal. Dependo por completo de la sociedad que me rodea, pero yo soy para ella poco menos que inútil; todo lo que sé hacer es producir dudosos comentarios sobre objetos culturales anticuados. Sin embargo gano un sueldo, incluso un buen sueldo, muy superior a la media. La mayor parte de la gente que me rodea está en el mismo caso. (...)"

Leyendo a Houellebecq uno tiene la impresión de estar sumergiéndose en la personalidad retorcida de un escritor amargado, que se venga con su prosa incómoda de la sociedad, e incluso de la vida. El pensamiento que subyace bajo su prosa parece incluso reaccionario. Otras veces, en cambio, parece juzgar nuestro mundo desde un punto tan alejado, tan neutral, como si fuese un científico observando la evolución de los microbios desde su microscopio, que su lectura se convierte en una auténtica liberación del espíritu. 

Existe una adaptación cinematográfica de la novela. Es una película alemana. En este caso, la novela es claramente mejor que la película. La película intenta ser más benevolente, y un poco más melodramática, y no deja de ser un tanto mediocre a fin de cuentas. También cambia bastantes cosas con respecto al libro con la finalidad de edulcorar el mundo amargo que refleja éste. Aun así, resulta interesante por la aparición siempre grata de Moritz Bleibtreu.


viernes, 27 de enero de 2012

ATROPELLADO

Después de semanas escuchando tan sólo en conversaciones de bar y de trabajo los nombres de Camps, Barberá, Garzón y Merkel, sentí un poco de alivio ayer al escuchar a alguien acordándose de Angelopoulos, aunque fuese por el motivo tan triste de su muerte. Fue un enorme consuelo darme cuenta de que todavía hay gente que sigue colocando a la cultura por encima de ese armario mal ventilado, que siempre acaba oliendo a podrido, que es el poder.


Su muerte no ha podido ser más demostrativa del estado de cosas al que hemos llegado: un policía fuera de servicio atropella con su motocicleta a un anciano de 77 años que cruzaba por un túnel no apto para peatones. La ambulancia tarda en llegar, y el anciano muere en el hospital. Pero el anciano atropellado resulta ser Angelopoulos, quizá el máximo exponente cultural de Grecia en la actualidad.

He de reconocer que no soy muy fan de Angelopoulos, nunca lo he sido. Su cine exigía cierta paciencia que, si bien he tenido con otros cineastas, en su caso particular no ha sido así. Aun así, reconozco que ha sido uno de  los viejos dinosaurios del cine moderno; uno de los que  seguía contra viento y marea con su estilo pausado,  poético y connotativo, sin atender a ningún tipo de chantaje comercial o ideológico.

Cuando escribí el post acerca de los planos-secuencia, intenté encontrar, sin éxito, algún vídeo colgado en internet de alguno de sus largos y portentosos planos-secuencia. De hecho, se le reconoce como uno de los grandes "compositores" de los planos-secuencia, junto con Andrei Tarkovsky o Bela Tarr. Recuerdo cómo me cautivaron los planos-secuencia, no siempre agradables, de El apicultor. 

 

Por otro lado, recuerdo su aparición en la película de Alberto Morais Un lugar en el cine, en la que el realizador griego disertaba, junto con Víctor Erice, sobre la posibilidad de un cine alternativo, de resitencia, en nuestro presente. La película daba vueltas en torno a la figura de Pasolini, y Morais creaba un tridente mediterráneo de cine de resistencia: Erice-Pasolini-Angelopoulos. Solo hubiese faltado Oliveira, y ya hubiesen estado todos los PIGS representados, según la visión anglosajona euroescéptica claro está.


Angelopoulos repetía una y otra vez tanto su voluntad de hacer un cine "de guerrilla", como su apego a la cultura mediterránea - en un sentido no comercializable del término. Erice y Angelopoulos reinvindicaban en esa peliculita documental (una pequeña joya), un cine pegado a lo real. Y los dos, uno en Atenas el otro en Hoyuelos (pueblo donde se rodó El espíritu de la colmena), se mostraban bastante pesimistas al respecto; los dos coincidían en que una forma de vivir y de ver el cine había muerto, y que la forma de hacer cine que ellos habían conocido y disfrutado no tendría relevo.

Para Angelopoulos y muchos de su generación, el cine no sólo fue un medio artístico, ni exclusivamente un medio para comprender la realidad, fue algo más: un espacio de sociabilización. Ir al cine era un acto casi litúrgico. El cine era un espacio que había asumido las mismas funciones que tenían las iglesias hasta el siglo XIX: un lugar en el que saludarse, un lugar en el que conocerse, un lugar en el que seducir o dejarse seducir, un lugar en el que enamorarse, un lugar en el que se reunía y se reconocía la comunidad. Seguramente todo eso se ha perdido; hoy ir al cine sólo es una actividad de ocio de fin de semana más (que va unida a la ingestión constante de palomitas), o una actividad de intelectual, muchas veces solitaria, en sesiones a deshoras y en cines vacíos. Aunque desgraciadamente me indentifico más con esta segunda opción, añoro muchísimas veces los cines de verano al aire libre de la infancia, en los que tan importante era ver la película como disfrutar del ambiente y de la compañía.


Aunque se haya perdido esa dimensión social del cine, como medio y como espacio, que tuvo en un momento histórico determinado, esperamos que el medio audiovisual - llámese cine o llámese X -, siga dando obras emocionantes, poéticas, que se cimenten en la vida y que, a su manera, la trasciendan, como las que hizo el realizador griego.

domingo, 22 de enero de 2012

LUGARES DE PAZ

 La crisis económica, en mi caso, ha venido acompañada de una "crisis de edad". ¿La crisis de los 30? No creo; todavía no los he cumplido, aunque me queda poco. Sería mejor decir que fue una "crisis de los veintisiete". Con 27 se suicidaron o murieron de abuso de drogas Morrison, Joplin, Hendrix y Cobain. No: lo mío no creo que fuese ni una crisis de identidad ni una crisis debida al consumo de drogas. Ni tampoco creo que fuese para tanto. No soy, menos mal, una estrella del rock.


En ciertos momentos de crisis, uno percibe que todo se ha derrumbado, y que no tiene nada que perder: por lo tanto puede ser osado, puede hacer cosas que antes no se atrevía a hacer. No tiene miedo porque no teme, en cierta manera, morir. Los momentos de crisis supongo que son necesarios: son cesuras que sirven para replantearse todo. Otras veces, y esto sucede más veces de lo que creemos, los momentos de crisis no llegan mediante una fractura perceptible y clara, sino mediante una sucesión leve e imperceptible de contratiempos, que acaban convirtiéndonos en seres resignados, acostumbrados a bajar la cabeza. Es preferible, por tanto, una crisis gorda, que nos deje completamente desnudos ante todo lo demás, que la suma de pequeñas derrotas que tanto le gustan al sistema.  

En todo caso, hubo ciertos momentos luminosos en medio de la borrasca. Precisamente son esos instantes los que más recuerdo, y en cierta manera añoro. Recuerdo algunas tardes de primavera. Los días comenzaban a alargar, el 15 M parecía ofrecer alternativas, entonces. Hacía ya un poco de calor, y no se necesitaba más. Me había acostumbrado, cosa extraña en mí, a las infusiones. Bajaba con un algún libro al cauce seco del río. Primero, un libro de viajes a la India de Pier Paolo Pasolini; más tarde, la biografía de Heidegger escrita por Rudiger Safranski. Buscaba un buen sitio para leer, un sitio en el que también pudiese en cierta forma "refugiarme". Y de pronto lo encontré, sin muchas complicaciones.

Era un rincón por el que muchísimas veces había pasado antes, sin haberlo considerado jamás digno de cualquier atención. En una especie de colina artificial, formada junto a una de las rampas que permiten bajar al cauce seco del río, había una hilera de piedras, bajo dos o tres pinos y una palmera canija. Una, más grande y lisa, me podría servir de asiento. Unos arbustos cobijaban el lugar a la perfección. Alguna que otra lata de cerveza indicaba que el lugar no sólo era apto para leer y relajarse, sino también para montar un pequeño botellón en familia. El lugar, visto con mis nuevos ojos, parecía un breve fragmento de naturaleza acosado por el resto de la ciudad; pero por otro lado, bien pudieran ser esa hilera de piedras, esos dos o tres pinos y ese suelo cubierto de hierba rala, el centro en torno al cual la ciudad creciese, diese vueltas, y con ella todo el país, el continente, y el mundo entero. Creo que exagero.


Me adapté pronto al lugar. Desde esa colina y esa piedra, con las piernas cruzadas y el libro sobre ellas, leía, y de vez en cuando, echaba una mirada al sol, que se ocultaba lentamente detrás del puente, y más abajo, a la gente practicando deporte, corriendo y yendo en bici, y un poco más allá, a los skaters quinceañeros, haciendo ruido rítmicamente con sus monopatines al golpear el suelo de cemento. En esos momentos recuerdo que leí un pasaje del libro de Safranski sobre Heidegger que decía algo así como que existen ciertos estados de ánimo en el individuo que facilitan que este perciba su presencia en el mundo, su existencia temporal como una parte más de la realidad. Y tales estados de ánimo son el aburrimiento, la angustia y el júbilo. 

Dados esos estados de ánimo, somos capaces de "trascender" nuestro estado cotidiano, y "despertarnos" en el de la real existencia, que no está en otro lado, ni dentro ni fuera de nosotros, sino que lo habitamos a cada momento, y cuyos límites vienen marcados por el tiempo. Podemos darnos cuenta de cómo cada segundo de presencia nuestra en el mundo es un momento de desaparición. Y cuando caemos en la cuenta de tal hecho (que vivir es desaparecer, es ser en un tiempo limitado), accedemos a cierto estado de paz y de sosiego, en el que el tiempo parece detenido en cuanto que percibimos con todas las partes de nuestro cuerpo que habitamos ese tiempo. La vida se detiene, los determinismos parecen abandonarnos, y con toda la vastedad del tiempo a nuestro alcance, podemos decidir, podemos ser libres.

 
Esos estados de ánimo no son eternos; la supuesta "clarividencia" dura poquito. Pero somos capaces de darnos cuenta de que en todo caso es un poco inútil esforzarse en buscarle los tres pies al gato. Estamos aquí, luchamos aquí, y moriremos aquí. Y no hay mucho más que decir.


sábado, 21 de enero de 2012

PLANOS SECUENCIA

Hoy la cosa va de planos-secuencia. Antes que nada, ¿qué es un plano-secuencia? Una definición: "Secuencia resuelta en una sola toma de rodaje  y un solo plano de película, sin ningún tipo de cortes. La cámara puede estar fija o realizar todo tipo de movimientos para ofertar diferentes puntos de vista o seguir a los intérpretes. Orson Welles, Luis G.Berlanga, Jacques Tati, Jasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y Theo Angelopoulos han sido grandes maestros en el uso del plano-secuencia" (Cuéllar, C., Vocabulario básico del audiovisual, ediciones de la Filmoteca, Valencia, 2004).

Podríamos decir que el plano-secuencia representa una especie de cine en estado puro; la cámara sigue a los actores o sigue la acción, y registra largos fragmentos de tiempo sin interrupción. El espectador percibe a su vez largos fragmentos de película en la forma original en que fueron rodados en el plató, sin que sobre ellos haya operado ningún cambio o alteración posterior en la sala de montaje. La gente, y entre ellos yo, solemos recordar los planos-secuencia con movimiento, los que se "notan". El ejemplo más clásico y más citado: la secuencia de arranque de Sed de mal (1958), de Orson Welles. 

 

En el cine moderno, Godard a la cabeza, hubo una cierta idolatría hacia el plano-secuencia, considerándolo el mecanismo más refinado que poseía el cine para aproximarse fielmente a la realidad. Vale, puede ser: aunque lo que sí que es cierto es que el plano-secuencia requiere un cálculo y una reflexión previa, debido a la precisión técnica y casi coreográfica que necesita, que excluye todo tipo de espontaneidad y de azar. Aspectos estos últimos de los que la realidad difícilmente puede prescindir.  

La pretensión de muchos directores fue conseguir el plano-secuencia total, aquel que abarcase el metraje entero de una película. Hay dos películas que se suelen citar a menudo a colación de los planos-secuencia "totales", y que reconzco no haber visto. Hablo por tanto de oídas: se trata de La soga (1948), de Alfred Hitchcock (que al parecer tiene trampa), y El arca rusa (2002), de Alexandr Sokurov. Los planos-secuencia se vieron significativamente favorecidos técnicamente, todo hay que decirlo, con el uso de la steadicam a partir de los 80, que permitía una mayor movilidad al operador de cámara. La steadicam permitió sustituir el costoso proceso necesario para realizar un travelling: ya no eran necesarios ni raíles ni vagoncito para la cámara.

Algunos directores emplean el plano-secuencia como un recurso habitual, estructurando sus películas como una sucesión de planos de este tipo; en cambio, otras veces se emplea para destacar una escena particular. La escena inicial puede ser un buen recurso, pues se pueden presentar así los personajes de una forma dinámica. La presentación de los personajes mediante un plano-secuencia inicial alcanzó su culmen en El juego de Hollywood (The player), de Robert Altman. En otros casos, la presentación inicial de los personajes puede ser una excusa para introducir también el conflicto. Quizá el maestro del conflicto, de los mecanismos de la culpa y las contradicciones de nuestra "civilizada" sociedad occidental, dentro del cine actual, sea Michael Haneke. He aquí el plano-secuencia inicial de Código desconocido (2000). 


Por supuesto el plano-secuencia es muy atractivo cuando se trata de secuencias de acción. Hijos de los hombres (2006), de Alfonso Cuarón, es un buen ejemplo de una película de acción/ciencia-ficción estructurada toda ella a partir de planos-secuencia. Un plano-secuencia, arriesgado y espectacular, que reluce como una auténtica joya en mitad de una buena película que no es de acción, es la secuencia del estadio en El secreto de sus ojos (2009), de Juan José Campanella. (No fijarse en los subtítulos, no he encontrado otro vídeo en Youtube)



El plano-secuencia no sólo debe ser considerado un recurso de virtuosismo técnico; también son escenas de virtuosismo interpretativo. Berlanga, por ejemplo, fue un maestro en rodar planos-secuencia "imperceptibles", con muchos movimientos de cámara, en los que el espectador, al estar más pendiente de los diálogos de los personajes, no percibe la inexistencia de cortes. Hubiese preferido mostrar algún plano-secuencia de Plácido (1961), o de La escopeta nacional (1977), pero este de Todos a la cárcel (1993), es bastante ejemplar:



Para terminar, acabaré con uno de los planos-secuencia más hermosos. Dentro del llamado cine moderno, Tarkovsky y Angelopoulos entre otros intentaron estrechar esa relación existente entre plano-secuencia y realidad. Pero antes que ellos, Michelangelo Antonioni ya lo había conseguido en El reportero (Professione: reporter, 1974).


Antonioni, el maestro de los tiempos muertos y del "no pasa nada", hace aquí una total digresión. La cámara ya no sigue al protagonista, sino que lo abandona, y se lanza a explorar la realidad que "sigue" o se da al mismo tiempo que sucede la historia que hemos estado viendo a lo largo de la película. La cámara abandona la ficción, finge acercarse a la realidad, al magma de acontecimientos no ordenados por la narración, para volver, en un movimiento circular, de nuevo a la ficción.  Aquí, como pocas veces, se hace perceptible para el espectador que el cine antes que un arte de imágenes, es un arte de tiempo.


lunes, 16 de enero de 2012

TÍTULOS DE CRÉDITO

Los títulos de crédito son a veces pequeñas obras maestras, resúmenes intensos de lo que nos espera con el desarrollo total de la película. A veces, como en algún caso que veremos a continuación, llegan incluso a superar a la propia película en cuanto a calidad y mala uva. Otras veces se convierten en un contrapunto ideal de la historia que se narra. Muchas veces se asocian al cine-espectáculo, pues los autores prefieren títulos sobrios, sin chorraditas. Hay de todo: los más simpáticos prefieren usar siempre el mismo tipo de letras, y el mismo tipo de fondos (por ejemplo, Pasolini, o Kubrick, o Tarantino, emplearon siempre la misma tipografia). Los más sosos, en cambio, no muestran especial predilección por esos cinco minutitos necesarios en toda película, que sin duda son más digeribles para el espectador cuando son más artísticos e interesantes. Aunque también cabe decir que desde el cine-espectáculo se suelen repetir fórmulas de éxito: si algo engancha, ¿para qué cambiarlo? Siempre así esos americanos, con sus fórmulas de la Coca-cola...

Pero empecemos por los clásicos: los míticos títulos de crédito diseñados por Saul Bass para Vertigo, de Alfred Hitchcock. No sé donde leí que Iván Zulueta, después de ver los títulos de crédito de Vertigo en el cine, se arrancó a aplaudir (quizá me lo haya inventado, o lo he soñado; haría falta quizá la notita esa que aparece a veces en la Wikipedia, cita requerida). 


Este es uno de los casos en los que los títulos de crédito iniciales avisan de lo que va a pasar, pero no citando de forma evidente la trama de la película, sino empleando metáforas visuales. Qué pillo era el regordete inglés... La película da vueltas en torno a la construcción y recreación obsesiva de la imagen femenina en la mente masculina. De hecho, el pobre James Stewart, con su tembloroso y apocado doblaje español, va dando tumbos por San Francisco buscando, con la enfermiza timidez de un acosador novato, a una gélida y un tanto postiza Kim Novak.  Los títulos de crédito ya nos sumergen en esta historia de obsesiones y sueños de viejo verde. De hecho, comienzan con un primerísimo plano femenino diseccionado, de un color verdoso, casi pútrido, que el morboso y misógino de Hitchcock no creo que escogiese al azar. Y a continuación viene la sucesión hipnótica de espirales, túneles en los que la mirada masculina del protagonista acabará perdiéndose.

La década de los sesenta fue prolífica en títulos de crédito juguetones, un tanto infantiloides a veces, pero bastante frescos en comparación con el acartonamiento hollywoodiense de los años cuarenta. Un ejemplo de jueguecito de formas geométricas y espirales se da también en los títulos de crédito de Charada, en este caso sin el tono siniestro, y poderosamente hipnótico, de los de Vertigo. 


Las musiquitas eran también atractivas (de Herrmann y Mancini respectivamente), todo hay que decirlo, y en parte nada de esto era nuevo: se inspiraban, ahora quizá con algo más de alegría y color, en algunos cortos de artistas de vanguardia. Incluyendo algo de animación están estos de El baile de los vampiros, la sátira sobre las películas de la Hammer realizada por Roman Polanski. En este caso, la música es de Christopher Komeda. 


En España, el pop más pop de todos los pop fue Iván Zulueta. Como admirador del cine clásico, de Hitchcock, del color saturado, y durante su retiro, del cine de Lynch, Zulueta no podía ser de los que dejasen pasar la oportunidad de impactar ya desde el minuto cero. Él mismo, como excelente artista gráfico que era, fue el artífice de estos lisérgicos y elegantísimos títulos de crédito, de su musical Un, dos, tres...al escondite inglés. Una película ligera, a veces un poco surrealista, que fue un auténtico soplo de aire fresco en el tardofranquismo yeyé.



Entre los títulos de crédito animados, me han venido a la mente también los creados por Terry Gilliam para La vida de Brian, la brillante contribución de los Monty Python a la historia sagrada. Con una cancioncita que parece imitar irónicamente las entradas de las películas del agente 007, vemos un auténtico desfile de arte clásico, deslabazado y convertido en amputaciones y ruinas de quita y pon, entre las que un pobre infeliz (Brian?) cae, tropieza, y finalmente asciende a las alturas. Una bonita y muy sacrílega metáfora del Calvario.


De las películas más actuales, podríamos destacar aquellas que se sirven de material fotográfico. Los títulos finales del díptico americano de Lars von Trier, Dogville y Manderlay (¿no iba a ser una trilogía, como siempre?), son toda una obra maestra de ironía sin escrúpulos: von Trier muestra la historia de América desde su reverso, acompañada en ambos casos por la canción Young american de David Bowie.  En este caso, los títulos finales contrastan abiertamente con las películas, les dan más aire: después de haber presenciado casi dos horas de teatro filmado, con más virtudes que defectos todo sea dicho, no viene nada mal un poco de exteriores, y un poco de realidad. Y más si es cruda. 


Y por último, volvemos a España. Si los títulos finales de las pelis de von Trier antes nombradas alcanzan en calidad al desarrollo de la historia (convirtiéndose en un complemento perfecto), en el caso de la película que vamos a citar para concluir, los títulos de crédito son sin duda lo mejor de la película. No sé quién los ha diseñado, y me gustaría saberlo: son magníficos. La película, Balada triste de trompeta, que sí que sabemos de quien es (de Álex de la Iglesia) no me gustó demasiado, por no decir nada. Pero los títulos de crédito...¡Qué titulazos! ¡Valió la pena el dinero invertido sólo por verlos! Son un repaso bastante truculento a la historia de España: desde el paroxismo cofrade a la falsa felicidad tardofranquista, pasando por el Franco africanista, el Franco fascista y el Franco ultracatólico. Sin olvidar la conquista americana, a Boris Karloff, a Tip y Coll, a los Payasos de la tele y La cabina. Una auténtica maravilla, impactante y sobrecogedora.






sábado, 14 de enero de 2012

TODO NEGRO

El panorama pinta bastante negro. No sé si vale la pena ya decir por enésima vez que nos han robado, que nos han estafado. Por otro lado, bien podríamos decir que todos en parte dimos alas a la mentira del crecimiento perpetuo, ilimitado, y muchos todavía siguen dándoselas sin darse cuenta. Hay quien se queja de que ya no puede comprar lo que antes compraba, ya no puede consumir al ritmo al que lo hacía antes, cuando en realidad debería cuestionarse la propia esencia del consumo por el consumo. Y, para colmo, con tal de salvar su bonito culo los de arriba no dudan en dar una vuelta más a la tuerca que nos exprime, estrangula y humilla lentamente, pero progresivamente de forma más intensa.

Todo pinta negro, sí. Pero no quiero que esos cabrones monopolicen también este blog. Cuando pienso en negro, no me gustaría pensar en el colapso inminente, sino en la negror del barro. ¿Por qué el barro? El invierno es siempre tiempo de ciclocross, y el ciclocross es la disciplina ciclista más familiarizada con el barro. Con lo cual, quiero hablar simplemente de ciclocross, siguiendo la táctica de la avestruz que hunde la cabeza en sus temas recurrentes, no tanto por no querer ver lo que sucede alrededor, como por rehuir la táctica de meter miedo y amilanar que tan bien se sigue desde todos los frentes. Quiero hablar por tanto del barro que se queda adherido a los cuadros de las bicicletas, que salpica los rostros de los ciclistas hasta convertirlos en máscaras, que obstruye los frenos, atasca los cambios, y mancha incluso los dientes. 

En España el ciclocross es poco conocido, por no decir nada conocido, salvo en el País Vasco, donde hay una gran afición.  Es una variante del ciclismo que se disputa en los meses otoñales e inviernales, en circuitos de tierra o de prado, con algún breve tramo de asfalto en la zona de salida y meta. Las bicicletas son parecidas a las que utilizan los ciclistas de ruta, con algunas pequeñas variaciones (cubiertas con tacos, eje del pedalier más elevado, tijas de sillín menos largas, etc.). Los circuitos suelen estar aderezados con obstáculos que obligan a los corredores a desmontarse de la bici, y a veces a cargarla al hombro: pueden encontrarse con tablas, o tramos de escalera, o simplemente rampas tan empinadas y embarradas que resulta imposible ascenderlas sin bajar de la bici.


El ciclocross me gusta porque es intenso y salvaje. Es un poco primitivo a su manera, de tiempos pre-asfálticos, de la era pre-mountain bike. Si nos pusiésemos un poco cursis, poéticos y ecologistas, podríamos decir que es un deporte que tiene un contacto directo e intenso con la naturaleza; pero siendo más realistas, y no por ello menos espontáneos, cabría decir que es un deporte que hace el cafre en la naturaleza: a todos nos gusta circular por donde no toca, pisar la hierba y los charcos, ensuciarnos hasta más no poder, revolcándonos en el barro. Es un deporte que colma todas estas "bajas" aspiraciones, como una especie de vuelta a la infancia, con la consabida dosis de masoquismo que comporta toda prueba ciclista. Pero hablando de masoquismo, el ciclocross es más masoquista que el ciclismo en ruta. Sólo falta el reguero de chinchetas, el precipicio y la dinamita a punto de explotar para convertirlo en una carrera del Coyote y el Correcaminos.  Sin faltar a la verdad, cabe decir que más de alguna vez los ciclistas han tenido que sortear alguna lata de cerveza que los siempre eufóricos aficionados flamencos suelen arrojar, o dejan caer, sobre el recorrido.

El ciclocross no exige tanta resitencia y fondo como una prueba de ruta - las carreras duran como máximo una hora. Las pruebas de ciclocross son más bien carreras explosivas, que exigen un esfuerzo máximo continuado durante 60 minutos: se sale a tope, y se suele mantener el mismo ritmo infernal durante toda la carrera. Por tanto, la salida es un momento decisivo, en el que se tensa el grupo y se forman ya las primeras escapadas. También cuenta la habilidad y la técnica: sorprende la rapidez con la que los cyclocross-men montan y desmontan de sus bicicletas, la naturalidad con la que alternan carrera a pie y carrera sobre ruedas, el virtuosismo para sortear baches o trazar curvas sin frenar en las que la rueda suele estacarse o patinar.   Son comunes los incidentes mecánicos - por pinchazos o cambios atascados por el barro -, con lo cual se habilita una zona de boxes para realizar los cambios de bici: el ciclista cambia de bici "sin pararse", es decir, desmonta la bici vieja y a la carrera se monta en la nueva. En resumen, el ciclocross es un deporte bastante brutal, sin pausas.



 No ha habido grandes campeones españoles. En cambio, en Bélgica es la disciplina reina dentro del deporte rey del país que es el ciclismo. Resumiendo, puede decirse que los grandes campeones del ciclocross han sido el francés André Dufraisse (años 50), el italiano Renato Longo (años 60), el suizo Albert Zweifel (fines de los 70), y los belgas Eric De Vlaeminck (fines de los 60, principios de los 70), Roland Liboton (años 80) y Sven Nijs (década del 2000).  Ha habido otros campeones que rivalizaron con estos seis grandes, como el alemán Rolf Wolfshohl (durante los años 60 y 70), el belga Albert Van Damme (coetáneo de Eric De Vlaeminck), Roger De Vlaeminck (hermano de Eric, y uno de los mejores corredores de ruta de todos los tiempos), los holandeses Hennie Stamsnijder, Adri van der Poel y Richard Groenendaal, o los más recientes belgas Erwin Vervecken y Bart Wellens. Actualmente, los dominadores son Zdenek Stybar, Niels Albert y el propio (y al parecer eterno) Sven Nijs. 

Los seis grandes de la historia. De arriba abajo: André Dufraisse, Renato Longo, Eric De Vlaeminck, Albert Zweifel, Roland Liboton y Sven Nijs


Para concluir, me gustaría estirar un poquito más la metáfora del principio, si se le puede llamar así. Más de uno se habrá dado cuenta de que podría haber titulado el post como "todo verde", "todo marrón", o "todo blanco", el negro no es más que un color más, y no más presente que otros en el ciclocross y en la naturaleza en general. Pero bueno, me justificaré diciendo que el negro era el único punto de unión entre la situación económicosocial actual y el ciclocross, aunque no el único. Tocan tiempos en los que los obstáculos se suceden: las tablas se reproducen en nuestro camino, impidiéndonos continuar, a menos que descabalguemos de nuestras antiguas ideas, e inventemos nuevas. Nos tocará subir alguna que otra rampa, en la que podremos resbalar o estacarnos, subir algunas escaleras casi sin resuello, o simplemente podremos pegarnos algún que otro batacazo, del que nos tendremos que levantar con rapidez. Pero lo más importante es que no nos quiten las ganas de pasarlo bien, de disfrutar, de hacer el cafre. Habrá que convertir la rabia e indignación en alegría, para saltarnos un poquito las reglas. Montemos un buen circuito de ciclocross en los bosques sagrados e intocables, dejemos las rodadas de nuestro paso en la tierra, y pisemos de una vez por todas la hierba. Aunque esté prohibido.  

viernes, 6 de enero de 2012

REGALO DE REYES: EL GRAN ÉXTASIS DEL ESCULTOR STEINER

Después de disfrutar de una semana de auténtica navidad fuera de España, pasando frío y gozando de la nieve - brevemente debido a este atípico invierno, excesivamente caluroso, que afecta a toda Europa y quizá al mundo entero - me ha dado por interesarme por los deportes de invierno. Nunca antes me habían interesado. Y qué mejor que buscar algún tipo de conexión afín, para hacerlos más agradables, más míticos, más familiares, a modo de introducción.

La conexión es esta: El gran éxtasis del escultor Steiner (Die Grosse Ekstase des Bildschnitzers Steiner), 1974, de Werner Herzog. La breve película para televisión (dura 45') se centra en el saltador de esquí suizo Walter Steiner, ante el reto del trampolín de Planica (en Yugoslavia, actualmente Eslovenia).



Este documental puede considerarse una especie de microcosmos del mundo herzogiano, un resumen, pues en él surgen algunos temas recurrentes en la filmografía del director alemán: el combate entre el hombre y la naturaleza, la obsesión del protagonista, o la búsqueda de lo imposible. Como curiosidad, Herzog aparece en escena, no sólo su voz en off, sino su rostro, un poco a la manera de un locutor televisivo.

El combate entre hombre y naturaleza, entre la fé y los sueños del individuo y la implacable indiferencia ante los mismos de la naturaleza, es el tema central a mi parecer de la filmografía del alemán. El saltador de esquí compite contra otros oponentes, sí, pero antes que con ellos compite contra la gravedad, contra el viento, contra la nieve, a veces quizá demasiado blanda. Herzog repite varias caídas escalofriantes de saltadores de esquí, a cámara lenta: a pesar de la preparación y los entrenamientos, los riesgos asumidos por todos los saltadores son elevados, y sus combates parecen condenados al fracaso. Si en Fata Morgana Herzog encadenaba al inicio del film varias veces el despegue de aeroplanos, en este caso repite saltos infructuosos, que comienzan con un leve desequilibrio en el posicionamiento paralelo de los esquíes, y acaban con los cuerpos de los saltadores casi inertes, rodando ladera abajo.  En este caso, esta repitición carece el carácter hipnótico que tenía en Fata Morgana; acompañados los saltos en cámara lenta por la música siempre inspiradora de Popol Vuh, estos parecen antes una metáfora que una simple representación de la belleza y dureza del deporte. Salto, vuelo y caída, a veces brillante, otras veces extremadamente dolorosa, como en la vida.

Walter Steiner parece todo un héroe herzogiano. Obsesionado con la perfección, un poco paranoico también (se queja constantemente de los jueces yugoslavos), un poco esteta como todo loco... Lo descubrimos no sólo ejecutando sus portentosos saltos (con la boca abierta, quizá de gozo o éxtasis), sino también tallando figuras de madera. La talla de madera es una actividad lo suficientemente primitiva como para concordar a la perfección con el espíritu de Herzog, y de igual forma, las obras de Steiner parten de las formas de la naturaleza, de los nudos de la madera, al igual que las películas de Herzog parten de lo que ofrecen la naturaleza y el azar en las visicitudes de todo viaje. Esta película, aun siendo breve, aun estando en todo momento centrada en Planica, también tiene el carácter de un viaje, como toda película de Herzog.

La búsqueda de los límites, la superación de lo aparentemente imposible y la consecución de los sueños que en principio parecían meros desvaríos, son otro de los temas recurrentes de Herzog. Se aprecia en Aguirre, en Grizzly man, y cómo no en Fitzcarraldo, película en la que literalmente se sube un barco por una montaña, previamente talada, en plena Selva Amazónica. Walter Steiner también juega con los límites: tiene puesta la mirada en el récord, en su propio récord no homologado en Obertsdorf. Es consciente de los peligros (¡se saltaba entonces sin casco!), pero no habla de miedo, se habla de "respeto a las circunstancias".

Este documental me recuerda a otro del mismo año del que ya hablé en este blog, The impossible hour, de Jorgen Leth, en este caso sobre saltos de esquí y no sobre ciclismo. En la película del director danés  se seguía a su compatriota Ole Ritter en su tentativa fracasada de batir el récord de la hora en el velódromo de México. La meticulosidad del ciclista danés, su preocupación por el material, me recordaron mucho a la de Walter Steiner. Ambas son dos películas sobre deporte, sobre obsesiones individualistas, sobre traspasar los límites, sobre individuos que realizan tareas con pasión, acoplándose a la perfección a sus máquinas o artilugios, ya sean bicicletas o esquís, a los que aman como un artesano ama y cuida sus herramientas de trabajo. 

Al final del film surge a relucir otro tema, el de lo marginado en cuanto insólito. Los marginados, los raros, los inadaptados en cuanto locos (Signos de vida, Aguirre, Fitzcarraldo), deformes (También los enanos empezaron pequeños) o simplemente inocentes (El enigma de Kaspar Hauser, Stroszek), suelen relucir de vez en cuando en los films de Herzog. Walter Steiner cuenta una historia, que se non è vero è ben trovato, que resume un poco la filosofía herzogiana, en la que se aúna conmiseración y crueldad. Steiner cuenta cómo de pequeño tenía un cuervo de animal de compañía, al que alimentó y enseñó a volar. El cuervo le seguía a todas partes, encariñado con el futuro esquiador. Pero quizá debido a la alimentación dada por el propio Steiner, el cuervo fue perdiendo progresivamente las plumas, y los demás cuervos le rechazaban y le atacaban por no poder volar. El joven Steiner se vio forzado a abatirlo para evitarle el dolor, provocado tanto por el rechazo como por la impotencia. Steiner no era capaz de comprender una vida sin vuelos: él, no destinado por naturaleza a volar como un ave, y por tanto empujado desde su infancia a soñar y planear futuros vuelos, no podía tolerar la crueldad de una naturaleza capaz de privar de sus principales dones a las criaturas capacitadas para ellos.


La película termina con toda una declaración.



"Yo debería estar solo en el mundo, Steiner, y ninguna otra forma de vida. Sin sol, sin cultura, yo desnudo sobre una alta roca, sin tormentas, sin nieve, sin calles, sin bancos, sin dinero, sin tiempo y sin aliento. Entonces seguro que no tendría más miedo."