miércoles, 12 de octubre de 2011

REFLEXIONES DE METRO Y TREN (1): LA DESIGUALDAD Y LA DEMOCRACIA

El tren da mucho juego, especialmente si  va casi o totalmente vacío. Con su bamboleo rítmico suelen venirme pensamientos variados, la mayoría de las veces chorradas propiciadas por el aburrimiento o por el estado de semisomnolencia. Otras tantas veces se trata de  preocupaciones momentáneas que acaban convirtiéndose, por repetición, en auténticos dramas. Otras veces me vienen a la mente pensamientos reciclados de lecturas masticadas y mal digeridas, recubiertos de una falsa pátina de originalidad. Todo esto siempre y cuando no se te siente al lado algún loco a darte conversación. 

En el metro suelen continuar las cavilaciones, pero esta vez  interrumpidas a intervalos regulares por miradas fugaces lanzadas hacia el periódico o libro del vecino,  o por  el examen minucioso de las caras de todos los que entran y salen. He aquí el primer episodio de una lista, que espero no sea demasiado larga, de reflexiones de metro y tren:

I

La desigualdad.  ¿Somos todos iguales o no lo somos? Los maestros nos dijeron que lo éramos, pero en el recreo pareció demostrarse lo contrario cuando alguno nos robaba el almuerzo o nos  molía a patadas; en las noticias nos repiten una y otra vez que lo somos, pero a la hora de ir a buscar un trabajo, se demuestra de nuevo lo contrario, pues siempre hay alguien más espabilado/a, al igual que otro más atontado/a. Algunos pueden hablar y pensar a la vez, otros no. Algunos pueden hablar en voz alta sin tartamudear, pero diciendo sandeces; otros en cambio tartamudean, se ahogan, y son incapaces de expresar todo lo que quisieran. Tampoco a la hora de votar somos iguales: unos votos "valen" más que otros, especialmente en España.

En cierta manera nos vemos obligados a pensar y creer en la igualdad como un estado necesario, para que la sociedad funcione, para que esté regida por la idea de justicia, para que no existan ni élites ni guetos, etc.  La igualdad ha sido la mayor parte de las veces el objetivo a alcanzar por parte de diversas revoluciones: por lo tanto, un horizonte lejano, que no se daba en la realidad. La igualdad se concebía como  la marca  racional y civilizadora sobre la barbarie y la naturaleza, sobre la lucha  interminable de clanes y de tribus,  sobre la competencia por la supervivencia y todos esos rollos que siempre salen en los documentales de la 2, y que a algunos "iluminados" del siglo XIX y del XX les dio por exportar al terreno social.  

De hecho, al hablar de la desigualdad de los hombres, tradicionalmente se han empleado dos cánones, raseros o varas de medir: primero fue el criterio moral; luego vino el criterio natural. Desde el pensamiento judeocristiano se hizo la primera diferenciación entre los hombres: los había buenos y los había malos, y por tanto, los había salvados y los había condenados. Y luego, desde el pragmatismo político, el positivismo científico y el individualismo neorromántico vino la segunda diferenciación: la naturaleza demostraba que existían individuos de cada especie más adaptados al medio, más fuertes en definitiva. La división se produjo entonces entre adaptados y no adaptados, entre fuertes y débiles, y  entonces algún listillo aprovechado vio la oportunidad para hablar, quizá sin pensar en consecuencias posteriores, en términos de razas más adaptadas, y por tanto superiores a otras. La idea de poder subyacía en esta diferenciación: y la idea de poder siempre conlleva cierta represión, cierta disminución de las capacidades del hombre. 

No somos iguales, cierto. Pero de ahí a caer en delirios reaccionarios hay un  gran paso.  Cuando hoy se habla desde el poder de "igualdad" (y se hace mucho), en realidad se están refiriendo a sometimiento encubierto a la norma, aceptación de las reglas del juego (las suyas), acomodación a la forma de pensar estándar. Por lo tanto...¡que le den a esa igualdad de la norma, y defendamos otro tipo de desigualdad!  Una desigualdad de los hombres y las mujeres entendida como una desigualdad de potencias, de capacidades, de posibilidades, incluso de universos interiores si se quiere. Cada hombre y cada mujer posee unas capacidades de desarrollarse en la vida que le son propias e intrasferibles, y que difícilmente pueden equipararse a las de otro ser, a no ser que en ese proceso de equiparación se ejerza la fuerza del poder. Cada hombre y cada mujer posee un bagaje interior de vivencias, recursos, gustos y posibilidades que le son propios: en ese sentido entiendo yo la desigualdad. Todo hombre y toda mujer es un bicho raro que clama por expresarse a lo loco y sin ambages, a pesar del valor represor de la norma social. Esta desigualdad es lo que otros llaman simplemente diferencia.

Vayamos ahora con la democracia, el sistema político en el que debería expresarse la igualdad social. Actualmente se concibe la democracia como una especie de tiranía de la voluntad general o de la mayoría, o en su defecto como una escenificación controlada de la confrontación bajo la forma del bipartidismo, o en su variante nacional, bajo la forma de un bipartidismo al que se le adhieren partidos caducos, rastreros e hipertrofiados por la ley electoral vigente (¿PNV, quizá?).

¿Era así ya la democracia para los griegos, un sistema con tendencia al totalitarismo en cuanto que en él no se expresan las voces discordantes sino las mayoritarias? No creo. No es que la democracia griega fuese igualitaria, pero sí ofrecía unas condiciones iguales para que aquellos que tenían derecho a intervenir en política se batiesen con justicia, para que  se diesen lugar las individualidades marcadas, las voces discordantes y las ganas innegables de polemizar. Un teatro exclusivo para unos pocos, pero también un terreno en el que los diferentes combatían según condiciones iguales de lucha.

Es cierto que hay algo candoroso e inocente en el hecho de sentirse todos de acuerdo; una especie de fuerza proveniente del conjunto, del grupo, incluso de la masa. Compartir todos las mismas ideas puede ser otra forma de amor, pero como toda forma de amor, también puede llevar aparejada la pérdida de la propia individualidad, y por tanto, de la propia potencia personal. Y como en el amor, el hechizo derivado de sentirse todos de acuerdo dura poco. Como decía Deleuze en una entrevista, hay que ser conscientes también de que la revolución inglesa dio lugar a Cromwell, la revolución francesa a Napoleón y la rusa a Stalin.

Y aquí llego donde quería llegar: la democracia debería ser el campo abierto para que participen las minorías, los grupúsculos, los marginados y las  pequeñas voces, aunque escandalicen a los fácilmente escandalizables. El terreno de expresión de las desigualdades de pensamiento y actitud, las diversas capacidades de los hombres, sus diferentes aptitudes para la lucha dialéctica e intelectual. Debe tener un carácter bélico y pacífico al mismo tiempo. Miremos nuestros parlamentos: ¿todo esto se da? No creo. Nuestras democracias son escenificaciones baratas de la norma social, de lo que se debe pensar; confrontaciones de pacotilla, porque en lo básico están todos de acuerdo (en la idea de poder, en el sistema económico, en la fuerza de los bancos, en la alabanza continua, pelotera y un tanto sospechosa a la Constitución, etc.)
 
A la espera de la voz de las minorías, que no llega a la democracia institucional que tenemos, quedémonos con este trocito de Caro Diario de Nanni Moretti. 


(¿Sabe qué estaba pensando? Estaba pensando una cosa muy triste. Que yo, incluso en una sociedad más decente que esta, me encontraré siempre con una minoría de personas. Pero no en el sentido de esas películas en las que hay un hombre y una mujer que se odian, se gritan, en una isla desierta, porque el director no cree en las personas. Yo creo en las personas, pero no creo en la mayoría de las personas, sino que me encontraré siempre a gusto y de acuerdo con una minoría...)


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