domingo, 1 de mayo de 2011

CAVILACIONES DOMINICALES

Esta mañana he salido a pasear, a pesar de no andar demasiado despejado a causa de una turbia noche. En cierta manera, esperaba encontrar en la ciudad algo que me devolviese, como otras tantas veces, ciertas sensaciones e impulsos olvidados. Necesitaba caminar por calles silenciosas, en las que la vida parece todavía no haberse despertado a pesar de lo avanzado del día, posando la mirada en desconchaduras caprichosas, en los alicatados ya cubiertos de moho que asoman en las paredes de viejas casas que dan a los solares, en los grafiti que de pronto sorprenden al esperar encontrar otros en su lugar, etc. Y a medida que caminaba, me venían a la mente ideas del libro que tengo entre manos actualmente: Un maestro de Alemania, Martin Heidegger y su tiempo, de Rudiger Safranski.
Se trata de un libro complejo y denso, pero al mismo tiempo bastante didáctico, que aborda el pensamiento de Heidegger en su contexto filosófico, político y académico, sin olvidar algún que otro apunte biográfico relevante. Entre otras cosas, Safranski aborda el peliagudo tema de la conversión de Heidegger en nazi convencido a partir 1933: y aunque no he terminado todavía el libro, parece evidente que, sin ningún ánimo de justificar tal elección política, Safranski intenta demostrar de qué manera Heidegger deposita toda una serie de esperanzas en el nazismo como solución a problemas planteados filosóficamente, tomando por afán revolucionario lo que en realidad era histeria colectiva. 

Pero en esto no pensaba mientras caminaba por la ciudad todavía dormida. Más bien me venían en mente algunos pensamientos de cosecha propia, elaborados un poco toscamente sobre la estructura de pensamientos ajenos, contenidos en el libro antes referido. Pensaba en la libertad individual, en nuestra capacidad para tomar o renunciar, que en cierta manera es ilimitada, siempre y cuando seamos conscientes de nuestra propia temporalidad: de nuestro principio y de nuestro fin, sobre los que poco podemos decidir, pero a partir de cuyo reconocimiento podemos decidir todo.  

Pero también pensaba en el azar, en la circunstancia concreta, en la suerte. Pensaba que, en cierta manera, nuestra libertad individual, al trascender a un plano más social, está condicionada por este azar, que en realidad puede que sea la suma de todas las libertades individuales, dadas en un determinado tiempo. Cuando pensamos que las circunstancias nos obligan a decidir, a actuar, a tomar algo o a renunciar a algo, en realidad obramos libremente, pero nuestra libertad está un tanto condicionada por entrar en juego con otras libertades individuales, que también quieren tomar, decidir, actuar o renunciar.


Y en ese preciso momento, he caído en la cuenta de que mi vagabundeo matutino no tenía otro objeto que propiciar el azar, propiciar la casualidad: ir al encuentro, no sé muy bien de qué ni de quién. Y he recordado otros vagabundeos en otras épocas de mi vida, motivado por la angustia, el aburrimiento o el ansia, como si recorriese siempre el mismo laberinto buscando gestos ya vividos, o quizá yendo al encuentro de algo desconocido pero alumbrador. Y finalmente, volviendo a casa, he tenido que reconocer que es inútil forzar el azar, pues puede depender no sólo de mi propia libertad de acción, sino de la suma de todas las libertades individuales, sobre las que no puedo intervenir. Así pues, se llega a la conclusión más desconsoladora, pero al mismo tiempo, más libertadora en cuanto obvia: el mundo no es una proyección de nuestros deseos.





No hay comentarios:

Publicar un comentario