martes, 13 de septiembre de 2011

LA MODA FIXIE

Llevo un tiempo madurando la idea de escribir algo sobre la moda de las bicicletas de piñón fijo, o fixies, que tanto se han popularizado en las grandes ciudades en los últimos años. De entrada, llama la atención que la bicicleta se haya convertido, de la noche a la mañana, no sólo en una alternativa ecológica y sana al automóvil en las ciudades, o en un instrumento para infligirse autotortura los fines de semana,  sino en algo más, una especie de distintivo social, de signo de moda, de rasgo de esnobismo. No cabe duda alguna  de que la recuperación de bicicletas antiguas es un elemento más de la vertiente retro de la moda de nuestros días. Rama que surge, seguramente, de sentirnos abocados a la no esperanza en el futuro, y por tanto al reciclaje continuo de ideas, a falta de nuevas. 

La bicicleta de piñón fijo tiene una sóla marcha, lo que supone que mientras la rueda trasera esté en movimiento, los pedales también lo estarán. Todo el mundo ha sentido esa sensación casi orgásmica de dejarse llevar en un descenso, sin pedalear: pues con la fixie no. Con la bicicleta de piñón fijo, a mayor velocidad coja la bicicleta por la gravedad, más rápido se moverán los pedales, y con ellos nuestras piernas. ¡¡¡¡Pero lo bonito de la fixie no sólo es que prescinde del cambio - ese gran invento si el lugar en el que vivimos se encuentra en lo alto de una colina, o simplemente de una rampa - , sino que también prescinde de frenos!!!!! En aras de la austeridad, los fixeros no necesitan cambio y frenos: para matarse. Se puede frenar, de todas formas, contrapeladeando (la fixie tiene la virtud, por su única corona trasera, de permitir rodar marcha atrás), volcando el peso del cuerpo hacia la parte del manillar, y derrapando ligeramente. En el siguiente vídeo se puede ver alguna de las locuras de los fixeros americanos (en realidad da gusto verlos):




La fixie sale de los velódromos. Es la bicicleta de los pistards. Urs Freuler, Danny Clark, Koichi Nakano, Daniel Morelon (en la foto),  Patrick Sercu o Joan Llaneras rodaban sobre fixies, pero también los carteros de Nueva York, de Washington, o de San Francisco. Recuerdo que fue en Alboraya hace dos o tres años cuando vi a un tipo montado en una fixie, en mitad de una rotonda abarrotada de coches,  y pensé: está loco, ¡va sin frenos!. En el velódromo la bici compite contra otras bicis, rueda que te rueda sobre la superficie deslizante del velódromo, hasta convertirse el movimiento de los ciclistas en una especie de mantra visual de fuerza hipnótica. Pero en el mundo real, y sobre todo en el mundo real español, la bici compite contra la tiranía y el avasallamiento constante del automóvil (aunque también cabría decir que la bici compite contra el peatón, y a veces lo avasalla,  pero eso es otro cantar). En el siguiente vídeo se puede apreciar una de las maravillosas especialidades de velódromo disputadas en Japón: el  keirin.  ¡Tan bonito como una película de Ozu! (En el keirin los empujones y las caídas provocadas forman parte del aliciente: ya se sabe, los japoneses...)


Lo más destacado de las fixie son sus líneas esbeltas. Un auténtico seguidor de la filosofía que exigen estas bicicletas, dominada como hemos dicho por la idea de austeridad, reutiliza cuadros de bicicletas antiguas: y de ahí esas líneas elegantes, proporcionadas por los cuadros de acero de las bicicletas de los años setenta y ochenta.  Parece ser que fueron los empleados de mensajería de Nueva York y otras ciudades norteamericanas los que popularizaron estas bicicletas, y de hecho llevan décadas jugándose la vida entre los taxis con estos frágiles caballitos sin frenos. Pero tan sólo basta echar un vistazo por aquí para ver que los propietarios de fixies locales poco tienen que ver con la particular fama de los carteros newyorquinos.

Aquí ha llegado la cosa en su vertiente light, como es costumbre, y comprarse una fixie (pues dudo mucho que los escasos personajes que he visto en mi ciudad montados en una fixie se la hayan montado ellos mismos a partir de cuadros, ruedas, manillares y platos reutilizados) es idéntico gesto a llevar unas gafotas de pasta (las mismas que algunos llevamos años a causa de la miopía) o pantaloncitos deshilachados por encima de la rodilla. En este sentido, la bicicleta me parece que está siendo utilizada como un emblema más. Y me produce un poco de tristeza, porque sé que se trata de una moda que como ha venido se irá.

En países con auténtica cultura ciclista, como Holanda, Alemania, Dinamarca o Bélgica, países en los que la bicicleta juega un papel crucial en el problema de la movilidad diaria, supongo que la llegada de las fixies apenas se habrá notado. Será una pequeña anécdota, como sucede también aquí, pero por diferentes motivos. Allí una fixie apenas destacará en los multicolores aparcamientos de bicicletas de las universidades, o de los centros de trabajo, camuflada entre tantas y tantas bicicletas retro de carretera, de paseo, o mountain bikes. En cambio, aquí la llegada de las fixies es una anécdota por otra razón: porque se trata de una moda que, a pesar del entusiasmo que habrá generado en auténticos amantes de las bicicletas, tiende a convertirse en un fenómeno irremediablemente pasajero por el exhibicionismo esnob de unos pocos.  Y, mientras tanto, desgraciadamente, el automóvil seguirá ejerciendo con el mismo descaro de siempre su particular tiranía en los centros urbanos.

Bueno, pero menos sermonear y más disfrutar: hay que ver la de locuras que hacen estos genios del dominio de la fixie. ¡Y en este otro vídeo nada menos que con Lance Armstrong como invitado! (hacen bastante el cafre, excepto Armstrong, que tiene una reputación y una fundación benéfica que mantener...).






lunes, 12 de septiembre de 2011

NO QUARTO DA VANDA

Cuando vemos una determinada escena en la pantalla, podemos acordarnos de un viejo amigo, de un lugar, de una situación vivida, de un amor, o simplemente de lo que hemos desayunado o almorzado en tal día. Creemos poder indentificarnos, y sentir, experimentar y pensar con la película, al mismo tiempo que ésta se desarrolla ante nuestra mirada y nuestros oídos. Las imágenes y los sonidos crean el ambiente propicio para olvidarnos de nosotros mismos, y hacer aflorar una emoción: y la mayoría de las veces, el cine toma el camino más corto y rápido para conseguir sus objetivos, recurriendo a la excelente fotografía, a la emocionante banda sonora, y a los giros inesperados de guión. También queda requetebién algún que otro rostro joven y guapo, y, por qué no, los finales siempre abiertos, que dan mucho  juego. Estas películas que tanto nos acarician los sentidos, parecen inalcanzables, no hechas por mano humana. Y una vez se pone en negro la pantalla, podemos lanzar críticas contra ellas, con algún que otro insulto de por medio, o venerarlas arrodillándonos como estúpidos idólatras: y ambas actitudes son las que se adoptan ante una divinidad, aunque sea ésta mediocre o de segunda fila. Pero ojo, estos dioses de tercera división son, por otro lado, bastante hermosos.

En cambio, existen otras películas cuya cercanía, propiciada por la escasez deliberada o forzosa de medios, motiva al trabajo y a la emulación. El aire claramente artesanal hace que, al ver ciertas películas como No quarto da Vanda (Pedro Costa, 2000), sintamos que el cine todavía puede arrancar de cero, como si el tren de los Lumière no hubiese todavía asomado el morro en el andén de la estación, y podamos salir nosotros también, armados de una cámara como quien se arma de una pistola o de una pluma, a contar y recrear de forma individual el mundo. Películas como ésta, o Tren de sombras, o incluso Sans Soleil, abren dos caminos ante nosotros. Por un lado pensamos: ¡yo también puedo hacer eso! ¡todo el mundo puede hacer eso si en vez de escribir un diario utilizase una cámara! ¡y sería muy bonito!; y por otro lado también  nos decimos: ¡pero qué difícil debe ser conseguir tanto con tan poco!



No quarto da Vanda es de esas películas que, proponiéndoselo, o quizá sin proponérselo, reinventa un poco el cine a su manera. El cine se resume a vagabundear por un barrio a la búsqueda de encuadres, y esperar a que el azar obre en ellos algo que pueda parecerse a lo poético, o que no se parezca en nada a lo poético; y seguir el rastro de seres sin historia, seres destruidos por las circunstancias, por la política, por el dinero, por los planes urbanísticos de turno, por la mala suerte, o simplemente por todo ese conjunto de cosas que se llama vida, y que a veces adquiere la apariencia de un complot,; y hacerse cómplice de ellos, y que cuenten ellos solos, en su ambiente, encerrados en su guarida, con sus adicciones, rodeados por un ambiente insalubre pero a la vez familiar, su propia historia: una historia pequeña, plagada de crueldades y de hábitos que llegan a confundirse los unos con los otros, lo que se diría una historia sin historia, y por ello, una historia grande, clásica.



La cámara se sienta como un trasto más, como una rata más, en el cuarto de Vanda, y allí captura cada cambio de luz, cada tos, cada chupeteo al manoseado papel de plata, cada voltear nervioso  de las páginas del listín telefónico, cada uno de los actos mecánicos a los que empuja la droga, cada variación en los cuerpos demacrados y en los pálidos rostros de las hermanas Vanda y Zita.  Y, al mismo tiempo, recoge cada palabra, que adquiere en ese cuarto un tono especial, una trascendencia no buscada: las conversaciones se convierten en hitos, que se abren como oasis entre planos y planos marcados por los ruidos de las obras de demolición del barrio y los silencios de las mujeres y los hombres que lo habitan. 

Sé que llego con once años de retraso a esta película. Parecía la típica película que siempre queda bien haber visto, o decir que se ha visto, y por eso no sentía deseos de verla. Por otro lado, tampoco he de negar que supuso un esfuerzo, ir rechazando toda una serie de prejuicios y reticencias ya asentadas, que se iban entrelanzando con algún que otro momento de sopor. Pero No quarto da Vanda es de esas películas que dejan regusto: que aunque cuesten ver de un tirón, no se olvidan facilmente, pues dejan poso, y con el paso del tiempo quedan reducidas a una sóla imagen en la memoria, que llega a convertirse en una idea.
 
La película habla de resistir en un barrio antes de su destrucción.  Es una historia que suena mucho: cada ciudad tiene su particular punto de resistencia, de igual forma que cada ciudad tiene sus propias fronteras internas, sus propios cuarteles y territorios en guerra. Al igual que toda ciudad tiene sus plazas, también tiene sus islas desiertas, sus islas de leprosos; de igual forma que hay palacio, hay ratonera.  La película habla de una forma básica de resistencia, sustentada en la renuncia al exterior, y en el enclaustramiento en el barrio, en la habitación, en el propio mundo que se conoce y que constituye amparo y comunidad.

Tal reclusión no se realiza en solitario, sino que cada uno a su manera se esconde con su propio monstruo,  el de los hábitos asumidos; con estoicismo pero sin drama cada uno carga con la vida que ha escogido, a la fuerza o con plena decisión. Pero para reflejar todo esto no se adopta en ningún momento un aire de denuncia, ni de advertencia, ni de realismo social, ni de ejemplo moral...simplemente la cámara desciende al microclima de Fontainhas, explora sus callejuelas de kasbah, se recrea en los pequeños colores que como estallidos interrumpen la monotonía de los muros pintarrajeados, y se detiene a observar, fotografiar y escuchar a los que no tienen voz. Y uno descubre, en las conversaciones entre el vendedor de flores y Vanda, entre Nhurro y Vanda, entre Zita y Vanda, la fuerza de una humanidad que habita en todas partes. La miseria  se convierte entonces no en algo épico, no en algo heroico, ni siquiera trágico, sino real, palpable. La dependencia y la voluntad de encerrarse en el cuarto, como adolescentes que amamantan allí sus vicios, se muestran no como algo grande, ni como algo censurable ni loable, sino simplemente como algo real.



jueves, 1 de septiembre de 2011

REGRESANDO

No sé si hay algo tras las cosas que se ven, bajo las cosas que se tocan, y de haberlo, ¿sería algo tan importante, tan alumbrador, tan revolucionario, que su conocimiento implicase el final de toda duda? De saber que hay algo bajo las cosas que se ven y se tocan, nos preguntaríamos qué hay además bajo de ese algo, y debajo del algo de ese algo, y así hasta el infinito. Esto no supone negar la validez y eficacia de la curiosidad humana, sino que en cierta forma supone considerar la duda, que incentiva toda curiosidad humana, comno la única certeza absoluta que poseemos.

Vivimos constantemente en duda, sobre nuestros límites, sobre nuestras posibilidades, sobre nuestro entorno. Pero quizá debamos eliminar el carácter negativo que se ha otorgado a la duda a lo largo del tiempo, y creer de este modo que la duda definitiva y continua es aquello que motiva el conocimiento, siempre parcial; aquello que crea o intenta crear nociones de realidad más o menos bien construidas, más o menos coherentes, sobre el vacío; aquello que permite, en su irresolución central, que las cosas sigan evolucionando, esto es, que la vida continue.

A las cosas, que existen simplemente, se les otorgan significados que quizá nunca poseyeron. El lugar común de nuestra cultura es esa manía de crear símbolos y signos: la manía de hacer que las cosas signifiquen algo, y que nuestros esquemas mentales sean aplicables a las cosas, en esencia inexplicables. Esa manía se extiende también cuando un humano se refiere a otro humano, y para ello recurre a la etiqueta de un nombre o un apodo para referirse a él. Desde el nacimiento nuestros cuerpos quedan encuadrados bajo un rótulo ante el cual estamos obligados a responder. Ya no somos simplemente cuerpos, sino nombres que designan cuerpos; y de esa extraña voluntad de ser definidos y diferenciados por un sonido, que luego puede ser transcrito (una palabra), quizá surja la necesidad de un alma (o simplemente, la  necesidad de la consciencia).

Despojarse de ese nombre y volver al grito primitivo, que quizá no designa cosas sino estados de ánimo, o quizá no, puede ser esa solución que tantas veces se ha nombrado cuando se pretende desvestir al hombre de su cultura, de sus sentimientos, de su arte, retornándolo así a su esencia animal. Pero, ¿por qué regresar a un estadio que no es el nuestro para conciliar ese problema irreconciliable de las cosas y las palabras? ¿No es quizá mejor, o al menos más divertido, subvertir el lenguaje, el que nos ha venido ya dado, sustituyéndolo por otro, quizá más subjetivo, y quizá por completo inventado sobre la marcha?

No pretendo caer en el temita de reivindicar otros lenguajes alternativos (lenguajes corporales, por ejemplo, de los cuales sólo me viene ahora en mente uno, el del sexo, ¡menudo mal pensado!). Pensaba tan sólo en el lenguaje verbal. Y tampoco pretendo reinstaurar una especie de neo-Babel bastante caótica en el que en cada pueblo hablen su dialecto. Podemos reconstruir a pequeña escala, en ámbito doméstico, jugando con las pequeñas cosas y las pequeñas palabras: llamar a la lavadora, teléfono; inventarse los nombres de las ciudades y de las personas.  Por ejemplo, que todas las ciudades se llamen Estambul (Estambul 1, Estambul 2, Estambul 3, etc.), o ponerle a tus amigos nombres de islas, o de especies de simios. No soy bueno inventando ejemplos, pero supongo que se me entiende. El juego de palabras puede ser una solución buena, cambiando los nombres de las paradas del metro, por ejemplo (el proyecto redretro). O hablar un castellano descaradamente antiguo, o incluso contar lo que has hecho un fin de semana en versos endecasílabos (esto ya requeriría sus diez minutos, o quizá su horita larga, antes de pronunciar cualquier frase). Bueno, se me está escapando el tema de las manos... Son necesarias pequeñas subversiones apenas perceptibles que nos permitan una nueva intimidad con las cosas, a través de las palabras; una relación más familiar, y también, ¿por qué no?, más infantil con los objetos.

Un regreso a toda escala: llamar a las cosas no por su nombre, el que viene en diccionarios, enciclopedias y en la wikipedia, sino por el nombre que nos dé la real gana. Reestablecer o revivir el momento en el que Adán y Eva pusieron nombre a las especies de animales del jardín del Edén con algo más de espíritu dadá y gamberrismo, pues ya no estamos bajo la mirada inquisidora de un Dios algo cascarrabias y tocahuevos. Regresar, en definitiva; reinstaurar el mundo de las analogías. Volver. 


Pero, estas pequeñas subversiones no sirven de nada si el cambio o el regreso no se opera a gran escala, ¿no es cierto? Estas pequeñas modificaciones en el tapiz de nuestra realidad construida y continuamente hilvanada y rehilvanada, ¿siven de algo si no nos ponemos todos de acuerdo? Si nos ponemos a pensar en términos típicos de utilidad, de pragmatismo, de marxismo...sinceramente, no sirven de nada, cierto. ¡Pero al carajo la utilidad y al carajo el estar de acuerdo! Estos ejercicios casi espirituales deben ser forzasamente individuales, o al menos, ejecutadas en pequeños grupos, activos y siempre renovados como comandos. Y tanto las subversiones individuales como las realizadas por pequeñas facciones sólo sirven, como tantas otras veces, para divertirse un rato, pensar el algo, ocupar el tiempo, no ser conscientes de que nos morimos al mismo tiempo que vivimos, y rellenar algunos folios en blanco.  

Y para el que haya llegado hasta el final, cosa que tiene su mérito, un regalito de despedida: