domingo, 22 de enero de 2012

LUGARES DE PAZ

 La crisis económica, en mi caso, ha venido acompañada de una "crisis de edad". ¿La crisis de los 30? No creo; todavía no los he cumplido, aunque me queda poco. Sería mejor decir que fue una "crisis de los veintisiete". Con 27 se suicidaron o murieron de abuso de drogas Morrison, Joplin, Hendrix y Cobain. No: lo mío no creo que fuese ni una crisis de identidad ni una crisis debida al consumo de drogas. Ni tampoco creo que fuese para tanto. No soy, menos mal, una estrella del rock.


En ciertos momentos de crisis, uno percibe que todo se ha derrumbado, y que no tiene nada que perder: por lo tanto puede ser osado, puede hacer cosas que antes no se atrevía a hacer. No tiene miedo porque no teme, en cierta manera, morir. Los momentos de crisis supongo que son necesarios: son cesuras que sirven para replantearse todo. Otras veces, y esto sucede más veces de lo que creemos, los momentos de crisis no llegan mediante una fractura perceptible y clara, sino mediante una sucesión leve e imperceptible de contratiempos, que acaban convirtiéndonos en seres resignados, acostumbrados a bajar la cabeza. Es preferible, por tanto, una crisis gorda, que nos deje completamente desnudos ante todo lo demás, que la suma de pequeñas derrotas que tanto le gustan al sistema.  

En todo caso, hubo ciertos momentos luminosos en medio de la borrasca. Precisamente son esos instantes los que más recuerdo, y en cierta manera añoro. Recuerdo algunas tardes de primavera. Los días comenzaban a alargar, el 15 M parecía ofrecer alternativas, entonces. Hacía ya un poco de calor, y no se necesitaba más. Me había acostumbrado, cosa extraña en mí, a las infusiones. Bajaba con un algún libro al cauce seco del río. Primero, un libro de viajes a la India de Pier Paolo Pasolini; más tarde, la biografía de Heidegger escrita por Rudiger Safranski. Buscaba un buen sitio para leer, un sitio en el que también pudiese en cierta forma "refugiarme". Y de pronto lo encontré, sin muchas complicaciones.

Era un rincón por el que muchísimas veces había pasado antes, sin haberlo considerado jamás digno de cualquier atención. En una especie de colina artificial, formada junto a una de las rampas que permiten bajar al cauce seco del río, había una hilera de piedras, bajo dos o tres pinos y una palmera canija. Una, más grande y lisa, me podría servir de asiento. Unos arbustos cobijaban el lugar a la perfección. Alguna que otra lata de cerveza indicaba que el lugar no sólo era apto para leer y relajarse, sino también para montar un pequeño botellón en familia. El lugar, visto con mis nuevos ojos, parecía un breve fragmento de naturaleza acosado por el resto de la ciudad; pero por otro lado, bien pudieran ser esa hilera de piedras, esos dos o tres pinos y ese suelo cubierto de hierba rala, el centro en torno al cual la ciudad creciese, diese vueltas, y con ella todo el país, el continente, y el mundo entero. Creo que exagero.


Me adapté pronto al lugar. Desde esa colina y esa piedra, con las piernas cruzadas y el libro sobre ellas, leía, y de vez en cuando, echaba una mirada al sol, que se ocultaba lentamente detrás del puente, y más abajo, a la gente practicando deporte, corriendo y yendo en bici, y un poco más allá, a los skaters quinceañeros, haciendo ruido rítmicamente con sus monopatines al golpear el suelo de cemento. En esos momentos recuerdo que leí un pasaje del libro de Safranski sobre Heidegger que decía algo así como que existen ciertos estados de ánimo en el individuo que facilitan que este perciba su presencia en el mundo, su existencia temporal como una parte más de la realidad. Y tales estados de ánimo son el aburrimiento, la angustia y el júbilo. 

Dados esos estados de ánimo, somos capaces de "trascender" nuestro estado cotidiano, y "despertarnos" en el de la real existencia, que no está en otro lado, ni dentro ni fuera de nosotros, sino que lo habitamos a cada momento, y cuyos límites vienen marcados por el tiempo. Podemos darnos cuenta de cómo cada segundo de presencia nuestra en el mundo es un momento de desaparición. Y cuando caemos en la cuenta de tal hecho (que vivir es desaparecer, es ser en un tiempo limitado), accedemos a cierto estado de paz y de sosiego, en el que el tiempo parece detenido en cuanto que percibimos con todas las partes de nuestro cuerpo que habitamos ese tiempo. La vida se detiene, los determinismos parecen abandonarnos, y con toda la vastedad del tiempo a nuestro alcance, podemos decidir, podemos ser libres.

 
Esos estados de ánimo no son eternos; la supuesta "clarividencia" dura poquito. Pero somos capaces de darnos cuenta de que en todo caso es un poco inútil esforzarse en buscarle los tres pies al gato. Estamos aquí, luchamos aquí, y moriremos aquí. Y no hay mucho más que decir.


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