viernes, 2 de diciembre de 2011

BERLÍN

Hace algo más de dos años que no vuelvo a Berlín, y la echo mucho de menos. Me siento incapaz de describirla a rasgos generales, quizá porque considere que es una ciudad que en una única visita no puede ser conocida ni comprendida plenamente. Berlín no solo es digna de visitar y de habitar en cuanto espacio privilegiado de la historia (como si fuese una especie de gigantesco monstruo de Frankenstein tendido sobre el Spree, cosido a diestro y siniestro por cicatrices del pasado), sino en cuanto espacio en construcción. Es una ciudad en continuo movimiento que, al mismo tiempo, ofrece lugares pacíficos y sosegados, que invitan a saborear la vida despacio, disfrutando de los pequeños placeres. Puede resultar presuntuoso, pero Berlín me ofreció una nueva forma de ver el mundo: esta vastísima ciudad me ofreció una relación más natural y original con las cosas, con el entorno, con los elementos que componen la ciudad; parece una ciudad concebida como un enorme tablero de juego, con innumerables piezas de colores dispuestas a ser utilizadas de forma común. ¿Por qué no decir que Berlín, o al menos el Berlín que creí ver entonces (cuando aun no había crisis), era una especie de utopía?



Tres iconos de la R.D.A.: Der Sandmann, el morreo de Honecker y Brezhnev en el muro (Kreuzberg) y el Marx-Engels Forum

No me moví por muchos lugares. No vi el museo judío. No subí a la cúpula del Reichstag. Ni siquiera visité el Altes Museum, ni tampoco el Pergamon Museum. Pero en cambio, hay ciertos espacios que no puedo olvidar: las aceras vistosas de Prenzlauerberg, repletas de terrazas y de bicicletas Diamant; los estudios Babelsberg convertidos en parque infantil, en honor al muñequito de la tele de la RDA Der Sandmann; el abarrotado, caótico, sorprendente y polvoriento (en verano) rastro del Mauerpark (el parque del muro), con el estadio Friedrich-Ludwig-Jahn Sportspark de fondo, en el que las atletas de la RDA batían sus récords; la imponente arquitectura del estadio olímpico (algo nazi por otro lado, pero imponente al fin y al cabo); la acogedora y recogida casita de Bertolt Brecht, junto al cementerio en el que está enterrado; el complejo artístico-turístico okupa de Tacheles; la Kaiser Wilhelm Gedächtniskirche, contrastando con el edificio Mercedes; la ya un poco anticuada Kurfürstemdam Strasse, centro del antiguo y putero Berlín occiental... La ciudad ofrece mil y un rincones de este tipo: espacios no especialmente bellos pero sí sorprendentes, vivos. La ciudad no es un museo al aire libre: es un espacio vivo, un hormiguero a cámara lenta. La ciudad crece aun así en un espacio cargado de sombras. Se podría decir que su lúdica superficie se erige sobre abismos y montañas de ceniza. 

Me pongo nostálgico, de un tiempo mejor para todos, para mí en particular. De un mundo que creí entonces mejor de lo que quizá sea. Veamos a grandes trazos (y sin ningún ánimo de rigurosidad) Berlín en el cine, Berlín en el ciclismo, Berlín en los libros.

Berlín en el cine. Me vienen dos películas. Christiane F. Wir kindern aus Bahnhof Zoo (titulada en español Yo, Cristina F.), y Der Himmel über Berlin (el cielo sobre Berlín), dos películas ochenteras, de cuando Berlín (el sórdido Berlín occidental, lleno de drogatas, okupas y artistas bohemios) parecía el centro del mundo cultural. La primera, al ritmo de Bowie, con las andanzas de amantes adolescentes y heroinómanos, no deja de ser una película un tanto predecible, pero es sin duda una de las películas emblemáticas del cine de drogas y del Berlín ochentero en el cine.

 

La otra vale la pena por los poemas de Handke incrustados en el guión como auténticas perlas, por algunos monólogos interiores de los personajes, por las maravillosas imágenes de la Biblioteca Estatal y de los descampados de Postdammerplatz. Y por ver también a Nick Cave. Por lo demás, tiene momentos coñazo: es de Wim Wenders.

 

También podemos retrotraernos a un Berlín pre-nazi con Berlin: Die Symphonie der Grossstadt  (Berlín, sinfonía de una gran ciudad) o M (no sé por qué ubicada en Düsseldorf en la traducción española, cuando la acción se situa claramente en Berlín). Pero también podemos fijarnos en la más actual Das Leben der Anderen (La vida de los otros), drama ambientado en el Estado policial de la RDA. De la película destaca con luz propia la contenida y magistral interpretación de Ulrich Mühe, actor que no fue conocido internacionalmente hasta la caída del muro al trabajar en el cine y teatro de la RDA. Precisamente Mühe fue  investigado por la Stasi, con lo cual lo narrado en el filme no le debía de ser muy ajeno. A pesar de todo, también en aquellos congelados ochenta había un estrecho espacio para el humor:


Berlín en el ciclismo. Sí, Berlín también tiene un nombre en el ciclismo, asociado con la extinta Friedensfahrt, más conocida como Course de la Paix (la carrera de la paz). Ésta fue la carrera por etapas ciclista más importante del calendario amateur, junto con el Tour de l'Avenir, en un periodo en el que los ciclistas del telón de acero tan sólo disputaban este tipo de carreras. Con lo cual, la Friedensfahrt era una especie de Tour de Francia del bloque comunista, que comenzó disputándose en 1948, y que hasta 1995 se corrió por equipos nacionales. La llegada en la Karl Marx Allee era lo que hoy sería en el Tour la llegada en los Champs Élysées. La carrera solía unir las ciudades de Varsovia, Praga y Berlín, con lo cual, salvo breves incursiones en los Tatra y en los Sudetes, la montaña debía escasear bastante. En el siguiente vídeo podemos ver la celebración (palomas de la paz incluidas) en la edición de 1985, ganada por Lech Piasecki (impagable su mostachín). El polaco se convirtió el año siguiente en uno de los primeros ciclistas de país comunista en correr en un equipo "occidental", en concreto en  el Del Tongo de Giuseppe Saronni.



Algunas de las estrellas del ciclismo amateur destacaron en las rutas que unían las diferentes capitales comunistas: grandísimos corredores como los alemanes orientales Gustav Adolf Täve Schur, Uwe Raab, Olaf Ludwig o Uwe Ampler, el polaco Ryszard Szurkowsky o Lech Piasecki, o el soviético Sergei Sukhoruchenkov. Otros, como el potente y talentoso Wolfgang Lötzsch (el mejor corredor alemán de su generación) no pudieron jamás disputarla por desavenencias con el régimen comunista, como se muestra en el documental Sportsfreund Lötzsch. Lötzch no contó con buenos entrenadores, ni con becas para poder correr, incluso llegó a ser arrestado. Pero cuando las circunstancias se lo permitían, demostraba su calidad, como en la Rund um Berlin del 1974 y de 1983 (una especie de Ronde van Vlaanderen amateur). Quién sabe hasta dónde hubiese llegado Lötzsch de competir en igualdad de condiciones con otros protegidos por el régimen. Quién sabe hasta dónde hubiese podido llegar de competir con los ciclistas "occidentales" de la época.



 
Berlín en los libros. De la cantidad de libros que hablan sobre Berlín, me gustaría nombrar uno de reciente lectura: Hitler y el poder de la estética, de Frederic Spotts, editado por Visor. En el libro se ofrece una exhaustiva panorámica del control nazi de las artes, desde las artes plásticas a la arquitectura, mostrando de qué manera el particular gusto artístico del propio Führer (un gusto anticuado y kitsch en la mayoría de los casos, excepto quizá en menor grado en la arquitectura) condicionó la práctica artística, sirviendo de criterio para aceptar o rechazar cualquier obra artística, y honrar o condenar a cualquier artista. El libro habla entre otras cosas del proyecto de Hitler de hacer de Berlín la capital del Reich de los mil años, una vez conseguida la paz. Berlín sería rebautizada como Germania, una especie de fusión de la Atenas y la Roma clásicas. A Hitler parecía no gustarle mucho la ciudad: tenía un pasado cabaretero demasiado escandaloso. Hitler prefería la medieval Nüremberg, y también München, donde le vino el ramalazo bélico en 1914. Pues bien, Hitler tenía en mente arrasar unos cuantos barrios para realizar la avenida más larga del mundo, la estación de ferrocarril más grande del mundo, el arco de triunfo más grande del mundo y la cúpula más grande del mundo: un proyecto que dejaba el de Haussmann y el de Rita para el Cabanyal en dos pequeños juegos de críos. Cómo conseguir tales demoliciones sin causar malestar en los berlineses era el quebradero de cabeza de Hitler. Era una de las cosas en las que pensaba mientras sus tropas se helaban en Stalingrado, pero no precisamente por empatía o por preocupación por su pueblo (le obsesionaba mucho más la construcción de teatros de la ópera a diestro y siniestro, y  su proyecto megalómano para Linz). De hecho, cuando los británicos bombardearon Hamburgo, Colonia y Dresde, Hitler declaró entre colegas que no le vendría mal un bombardeo de esos para Berlín, y así lograr agilizar los derribos culpabilizando al enemigo. Como decía Pasolini, se trataba de "una panda de asesinos en el poder".  Asesinos con su importante dosis de ridículo, como bien muestra Daniel Levy en su sátira Mein Führer.

 

En definitiva, Berlín es una ciudad de luces sobre las sombras: el skyline de Postdammerplatz se eleva sobre la anterior zona de la muerte soviética, y sobre las ruinas de la antigua cancillería de Hitler (con búnker incluido). Pero por otro lado, las abejas, las bicicletas y el olor a curry hacen de esta una ciudad un lugar en el que sentirse un poco niño de nuevo.

domingo, 20 de noviembre de 2011

DE UNA TRAGICOMEDIA ARGENTINA (PERO UNIVERSAL) Y UNA BIOGRAFÍA DE MONTAIGNE (QUE PODRÍA SER LA DE TODOS)

A la espera de la celebración de unas elecciones que cada día - espero - interesen a menos gente, este fin de semana he ido de nuevo a los cines, y he visto Medianeras, película argentina de director no sé si novel, pero al menos no muy conocido por España (un tal Gustavo Taretto), y protagonizada por Pilar López de Ayala - una particular debilidad mía, junto a Clotilde Hesme y Charlotte Gainsbourg- que sale airosa del desfío de imitar el acento argentino.


Sobre la película, que es ingeniosa, aunque no lo buena que un espíritu escéptico como yo desearía, he de decir que me dejó un regusto agridulce, a pesar de su carácter predecible desde el minuto uno, y de la voluntad - subrayada con lápiz, boli y subrayador - de conseguir un happy end a toda costa. El regusto agridulce vino, ante todo, a raíz del final del filme, entre naif y voluntariosamente honesto. Recuerdo lo que una amiga me comentó acerca de Amelie, la almibarada historia gala que tantas secuelas, mitad bochornosas mitad tiernas, ha suscitado. Al salir del cine su sensación no fue otra que cierta tristeza, debida principalmente al hecho de ser consciente de que cosas así sólo pasan en las películas. La sensación tras ver Medianeras en mi caso fue la misma: una seguridad casi científica de que, a pesar de que la película intente desarrollarse en un mundo real y crudo rodeado de guiños amables e infantiloides, esos finales jamás se dan en la vida real, a menos que uno sea un romántico empecinado, un idiota, o esté enamorado (algo que es más insólito de lo que pensamos). Pero, a pesar de todo, la película me gustó, cierto, simplemente por el hecho de intentar escapar, un poco ingenuamente a veces, un poco pedantemente otras tantas, de la árida vida cotidiana, desde la misma árida vida cotidiana, llena de neuras y soledades. 

Aunque aparentemente no guarde más relación con la película que el hecho de estar leyéndolo al mismo tiempo, me gustaría hablar de un libro, una biografía sobre Michel de Montaigne, Cómo vivir o una vida con Montaigne en una pregunta y veinte intentos de respuesta, de Sarah Bakewell. Me han dicho que parece un libro de autoayuda. Sí, el nombre así lo parece sugerir, pero se trata de una biografía, lo puedo asegurar. Aun así, pocas cosas en nuestra sociedad de consumo no están revestidas de la pátina de la autoayuda (incluso la película en cuestión puede considerarse de autoayuda, y por qué no, el cine de Bergman, y los libros de Nietzsche, y los de Deleuze, etc.). Y, de todas formas, adentrándome en la vida de Montaigne, descrita con agilidad y mucha originalidad por parte de la autora, estoy aprendiendo algo, quizá un lema moral, una especie de motodefiéndete amando, ataca apartándote (No se me ha ocurrido nada más original ni mejor, lo siento). Esta sería la explicación: si la vida no te ha golpeado, en algún momento lo hará,  así que defiéndete de ella con la sutil ironía del que se aparta porque ya sabe de qué va el asunto, y que no es para tanto; y, al mismo tiempo que te defiendes de la vida apartándote en ella, ámala surmergiéndote en ella, adéntrate en lo que más importa, que es el instante presente, esa mentira, cargada de pasado y volcada hacia el futuro, que apenas llegamos a disfrutar, pensando como estamos siempre en los sinsabores y recuerdos bellos del pasado, y en las obligaciones y miedos del futuro.

Ambos, peliculita y librito, son pequeños estímulos para sobrellevar los otoños, siempre prolijos en dolores y recuerditos de mierda. Precisamente mi interés, por llamarlo de algún modo, por Montaigne, surgió hace un año. El otoño pasado, a estas alturas, buscando en qué ocupar el tiempo, adquirí tres libros: Elegías de Hölderlin, una biografía sobre Michel Foucault, y el Diario de viaje a Italia, de Michel de Montaigne. Así, de golpe y sin pensar demasiado. De Michel de Montaigne sabía por Joan Fuster, del que sin compartir nada de sus teorías políticas y de su nacionalismo, valoro como corresponde su magnífica capacidad crítica, su sutil ironía y su sabio manejo de la síntesis. Pensé que si a uno como Fuster le gustaba Montaigne, a uno como yo, al que le gusta Fuster, también le debería gustar un poco Montaigne (ese razonamiento no siempre funciona: si no sólo hace falta pensar en lo gordos que nos caen algunos amigos de amigos). Pues como decía, compré el Diario de viaje a Italia de Montaigne, y comencé a leerlo sin sistema: a ratos, por pasar el rato, sin fijarme mucho en los detalles, leyendo a veces una línea y otras dos o tres páginas. Leyendo párrafos enteros sin apenas enterarme de nada, y leyendo otros como si me fuera la vida en cada palabra: cosas que pasan. 


Esperaba encontrar en el Diario descripciones de puentes, palacios e iglesias, de fiestas renacentistas, y de rincones agradables para la vista, siempre recurrentes cuando se habla de Italia. Una especie de visión de Italia pre-Goethe o pre-Stendhal. Pero no, nada de eso aparece en la prosaica narración de su viaje, en la que se describen los alojamientos, los balnearios en los que va a tomar las aguas (y como expulsa piedritas aquí y allá, el pobre hombre, sin ahorrarnos detalles), de artilugios e ingenios que despiertan su curiosidad, o de algún detalle curioso de las costumbres del lugar (cómo visten, cómo sirven la comida, cómo calientan las habitaciones, cómo son los cerrojos, cómo disponen los cubiertos, cómo se compite al esgrima, cómo visten las mujeres, qué piensan de Calvino, etc.). Todavía no le he terminado, quizá el otoño próximo haya avanzado apenas unas páginas. Tendré que leer los Ensayos. Tampoco he terminado su biografía, y me he tomado la licencia de emitir un juicio, a falta de algo mejor que hacer.  En cambio, la película la vi, hasta el final (a pesar de que me equivoqué de sala, y casi me tuve que tragar a la fuerza un bodrio yankie). 



¿Y a qué viene relacionar esta película y estos libros? No lo sé. Quizá venga a cuento de que me gustaría ser más como Montaigne: montarme mi trastienda, encerrarme en una torre (como Hölderlin, como Kaspar Hauser...), distanciarme un poco del mundo, o mezclarme más en él con humildad escéptica y buen corazón, mostrar duda ante todo, no creer sino lo que los ojos muestran, y ni siquiera en eso, y, al mismo tiempo, ser feliz; y, mientras tanto, sigo más apegado a peliculitas que, sin grandes pretensiones, sin llegar a ser Ciudadano Kane (aunque cabría desmitificar un tanto Ciudadano Kane, mucho mejor es el episodio de los Simpson Citizen Kang), llegan como un dardo a lo más profundo, y acaban hiriendo...

viernes, 11 de noviembre de 2011

MELANCHOLIA, DE LARS VON TRIER

La última película de Lars von Trier no parece haber tenido una buena acogida entre la crítica, pero por otro lado, en una de esas contradicciones tan nuestras, parece que es la mejor posicionada entre las candidatas a optar al premio de mejor película del cine europeo. Se la acusa de ser depresiva, de ser excesivamente formal, de ser pretenciosa. Pero, ¿desde cuándo Lars von Trier ha hecho una película que no sea depresiva, formal, y sobre todo pretenciosa? ¿Cuándo nuestro querido Lars - ése al que le dio hace poco, con el mismo afán de protagonismo y de provocación que un chaval de la ESO, por reivindicar "estéticamente" el nazismo - ha hecho una obra que no tenga la pretensión de ser "obra maestra"?

Danza planetaria: Kubrick sin Strauss, con Wagner

Pero yo quiero reivindicar Melancholia. Si es una obra maestra no lo sé, y la verdad es que me da bastante igual: me hizo pasar un buen rato estéticamente, emocionalmente e intelectualmente, y si dentro de dos meses, un año, o cinco, cae totalmente en el olvido, o cambio de opinión al respecto, pues ciertamente no es algo que me preocuope en exceso. Al menos, es una película que no deja indiferente y que sobre todo hace pensar, cosa que nunca está mal y que se echa bastante de menos en los cines. Sin por ello dejar de ser una película hermosísima, como también lo era a su manera Anticristo.

Aviso a los que no hayan visto la película, que mi intención es hablar y reflexionar en torno a ella, final incluido (final que se da al principio), con lo cual quizá prefieran no seguir leyendo. Después del punto y aparte me meto en materia, así que, si alguien no sigue leyendo, pues le invito a que vaya a verla, y santas Pascuas. Al respecto, y a modo de digresión total, no sé cuándo ni dónde leí (quizá en uno de esos periódicos gratuitos en los que tan fácilmente aparecen noticias estúpidas) un estudio que revelaba que el espectador disfruta más cuando conoce el final.

Pero bueno, en este caso tampoco el final es determinante: para quien no lo sepa, todos mueren. Es más, no sólo mueren todos los protagonistas, sino toda la raza humana. E incluso más: no sólo muere toda la raza humana, sino también toda posibildad de vida. Un planeta asesino, movido por un extraño impulso apocalíptico y danzarín, impacta contra la Tierra. Puede que después del impacto siga el universo "en marcha": pero al no existir consciencia del mismo, quizá podemos asegurar que ya no hay nada. El bueno de Lars se lo curra a fondo.

El inicio de la película es de lo mejor. La obertura de Tristan e Isolda de Wagner marca el arranque del film, la particular danza de la muerte del planeta Melancholia con la Tierra. Parece imposible no relacionar con Kubrick esas imágenes del espacio, al son de música clásica. Estas imágenes se engarzan con otras de la Tierra, a cámara lenta: imágenes de una especie de solemne belleza de la vida ante la destrucción. Imágenes que parecen auténticos tableaux vivants de un estilo manierista-romántico-prerrafaelita-simbolista-surrealista muy sugerente. Este segmento tan apatecible termina con el cuadro de Brueghel Cazadores en la nieve ardiendo (¿un nuevo homanaje a Tarkovsky, en este caso a Solaris?). Y a partir de aquí, con el espectador avisado, comienza propiamente la película.


¡Tres astros! Al menos uno sobra.

La película se estructura en dos partes, centradas en las hermanas protagonsitas: la primera parte de Justine (Kirsten Dunst) y la segunda de Claire (Charlotte Gainsbourg). Esta estructura de la película hace que sea un poco desigual, en el tono y en las intenciones. La primera parte, dedicada a Justine (personaje de nombre de resonancias sadianas, no creo que de forma casual), se centra en la boda de ésta. Muchas críticas han señalado la similitud de esta parte con Celebración de Thomas Vinterberg, una de las peliculitas inaugurales del Dogma. De hecho, aquí von Trier recurre a la exasperante camarita en mano, a la crítica y demolición sutil, un poco repetitiva ya, de los modos de vida burgueses y de la familia concebida como nido de odios, etc. Forma y temática dogma. De todas formas, no creo que la cercanía a Celebración pueda esgrimirse como reproche, y menos como plagio: sin duda von Trier ha debido ser consciente de tal similitud, y la ha buscado, ya sea por pereza, por comodidad, o simplemente por no poder abordar el tema (la crítica a los revestimientos con los que la burguesía cubre el vacío existencial) desde otra perspectiva o ambiente. Y antes que por otra razón, parece que von Trier haya incluido esta parte para darse el gustazo de trabajar con los actores.

La segunda parte, centrada en Claire, tiene un aire más trascendente: más solemne, y también más ambicioso. La cámara en mano y ese cansino estilo inmediato desaparecen, dando lugar a un cine de estampas. ¿Cómo olvidar esa imagen tan romántica, inserta en mitad del film como una particular perla, de Justine - Kirsten Dunst ofreciéndose desnuda, junto a un arroyo en plena noche, a la luz azulada del planeta destructor? ¿Y las aproximaciones del planeta, no por anunciadas menos angustiantes, comprobadas mediante el palo + alambre fabricado por el niño? ¿Y cómo olvidar esos paseos a caballo, que no sé por qué, me recuerdan a algunos planos de Vertigo? La segunda parte es monumental. Wagner aparece aquí y allá. El planeta es hermoso, aunque comporte destrucción. El nerviosismo de la primera parte ha desaparecido, y la paz de la segunda parte parece paradójicamente la consecuencia lógica del anuncio de la destrucción. Kirsten Dunst pasa de niña mimada con vocación de bipolar a impasible e inflexible profetisa. Charlotte Gainsbourg (tan benditamente alocada en Anticristo, y de nuevo aquí tan magnífica, tan tierna y tan humana) pasa de institutriz a niña desvalida, objeto de compasión.

¿La seducción del mal?


Voy a intentar justificar la primera parte de la película. Von Trier parece haber intentado contraponer la personalidad de las dos hermanas, así como su forma de afrontar la vida. Tampoco creo estar desvelando ningún misterio digno de cuarto milenio, esto se muestra de forma bastante evidente, casi obvia. Justine - Kirsten Dunst es la hermana visceral, caprichosa y un tanto cabeza-loca, que no sabe muy bien cómo arreglárselas en la vida, y para la que el lúcido presentimiento de la caducidad de la fraternidad y del amor se convierte en un impedimento total para acometer ningún plan de vida estable. En cambio, Claire - Gainsbourg es la hermana cerebral, resignada a su manera, que ha aceptado las normas, y se ha adaptado a la vida familiar y a la vida burguesa con todos sus convencionalismos y revestimientos, para quizá cerrar los ojos ante el terrible abismo al que parece a veces abocarse el existir. De ahí la boda: quizá no haya en nuestros días ritual más codificado, y más superficial a su manera, que una boda burguesa. La incapacidad de Justine ante su boda tiene su contraposición en el control y el dominio de la situación que ejerce Claire en ella. La serenidad, lucidez y caridad de Justine ante la destrucción tiene su correlato en la desesperación normal, lógica y humana de Claire ante la misma.

En definitiva, en la película no hay atisbo alguno de esperanza. Desaparece el mundo, desaparece toda vida, desaparece por tanto toda consciencia de vida, desaparece el existir, aunque los objetos puedan seguir siendo independientemente a la vida. He de decir que no me gusta la idea de destrucción como castigo por la maldad del hombre. No me gusta nada de nada esa idea de culpa total sobre la vida: en ese sentido von Trier parece demasiado nórdico, aunque quiero pensar que nos toma un poco el pelo.  Pero, por otro lado, sí que me gusta mucho otro aspecto de ese final tan Götterdämmerung: la humanidad, ejemplificada en las hermanas y el niño, resiste unida. El marido, Kiefer Sutherland, paradigma de las mentiras piadosas de la razón científica y de la clase dominante, huye y niega cobardamente la destrucción, en vez de aceptar lo inconcebible. Las hermanas rechazan la idea burguesa de tomar una copa de vino en el jardín mientras se contempla la destrucción como si se tratase de un ocaso, en este caso el último. Y, en cambio, se decide construir una choza: se abandona el castillo con sus dieciséis hoyos, y se construye una choza protectora con tres palos. Ahí está lo bonito: la humanidad está todavía unida, aunque sea la destrucción la que la une, y rechaza los revestimientos, abocándose a la desnudez y a la magia. ¿Un mensaje para la crisis?


El consuelo del retorno a la choza

Y como despedida después de tanto dramón, la visión particular de Muchachada nui de ese genio llamado Lars von Trieer:




miércoles, 12 de octubre de 2011

REFLEXIONES DE METRO Y TREN (1): LA DESIGUALDAD Y LA DEMOCRACIA

El tren da mucho juego, especialmente si  va casi o totalmente vacío. Con su bamboleo rítmico suelen venirme pensamientos variados, la mayoría de las veces chorradas propiciadas por el aburrimiento o por el estado de semisomnolencia. Otras tantas veces se trata de  preocupaciones momentáneas que acaban convirtiéndose, por repetición, en auténticos dramas. Otras veces me vienen a la mente pensamientos reciclados de lecturas masticadas y mal digeridas, recubiertos de una falsa pátina de originalidad. Todo esto siempre y cuando no se te siente al lado algún loco a darte conversación. 

En el metro suelen continuar las cavilaciones, pero esta vez  interrumpidas a intervalos regulares por miradas fugaces lanzadas hacia el periódico o libro del vecino,  o por  el examen minucioso de las caras de todos los que entran y salen. He aquí el primer episodio de una lista, que espero no sea demasiado larga, de reflexiones de metro y tren:

I

La desigualdad.  ¿Somos todos iguales o no lo somos? Los maestros nos dijeron que lo éramos, pero en el recreo pareció demostrarse lo contrario cuando alguno nos robaba el almuerzo o nos  molía a patadas; en las noticias nos repiten una y otra vez que lo somos, pero a la hora de ir a buscar un trabajo, se demuestra de nuevo lo contrario, pues siempre hay alguien más espabilado/a, al igual que otro más atontado/a. Algunos pueden hablar y pensar a la vez, otros no. Algunos pueden hablar en voz alta sin tartamudear, pero diciendo sandeces; otros en cambio tartamudean, se ahogan, y son incapaces de expresar todo lo que quisieran. Tampoco a la hora de votar somos iguales: unos votos "valen" más que otros, especialmente en España.

En cierta manera nos vemos obligados a pensar y creer en la igualdad como un estado necesario, para que la sociedad funcione, para que esté regida por la idea de justicia, para que no existan ni élites ni guetos, etc.  La igualdad ha sido la mayor parte de las veces el objetivo a alcanzar por parte de diversas revoluciones: por lo tanto, un horizonte lejano, que no se daba en la realidad. La igualdad se concebía como  la marca  racional y civilizadora sobre la barbarie y la naturaleza, sobre la lucha  interminable de clanes y de tribus,  sobre la competencia por la supervivencia y todos esos rollos que siempre salen en los documentales de la 2, y que a algunos "iluminados" del siglo XIX y del XX les dio por exportar al terreno social.  

De hecho, al hablar de la desigualdad de los hombres, tradicionalmente se han empleado dos cánones, raseros o varas de medir: primero fue el criterio moral; luego vino el criterio natural. Desde el pensamiento judeocristiano se hizo la primera diferenciación entre los hombres: los había buenos y los había malos, y por tanto, los había salvados y los había condenados. Y luego, desde el pragmatismo político, el positivismo científico y el individualismo neorromántico vino la segunda diferenciación: la naturaleza demostraba que existían individuos de cada especie más adaptados al medio, más fuertes en definitiva. La división se produjo entonces entre adaptados y no adaptados, entre fuertes y débiles, y  entonces algún listillo aprovechado vio la oportunidad para hablar, quizá sin pensar en consecuencias posteriores, en términos de razas más adaptadas, y por tanto superiores a otras. La idea de poder subyacía en esta diferenciación: y la idea de poder siempre conlleva cierta represión, cierta disminución de las capacidades del hombre. 

No somos iguales, cierto. Pero de ahí a caer en delirios reaccionarios hay un  gran paso.  Cuando hoy se habla desde el poder de "igualdad" (y se hace mucho), en realidad se están refiriendo a sometimiento encubierto a la norma, aceptación de las reglas del juego (las suyas), acomodación a la forma de pensar estándar. Por lo tanto...¡que le den a esa igualdad de la norma, y defendamos otro tipo de desigualdad!  Una desigualdad de los hombres y las mujeres entendida como una desigualdad de potencias, de capacidades, de posibilidades, incluso de universos interiores si se quiere. Cada hombre y cada mujer posee unas capacidades de desarrollarse en la vida que le son propias e intrasferibles, y que difícilmente pueden equipararse a las de otro ser, a no ser que en ese proceso de equiparación se ejerza la fuerza del poder. Cada hombre y cada mujer posee un bagaje interior de vivencias, recursos, gustos y posibilidades que le son propios: en ese sentido entiendo yo la desigualdad. Todo hombre y toda mujer es un bicho raro que clama por expresarse a lo loco y sin ambages, a pesar del valor represor de la norma social. Esta desigualdad es lo que otros llaman simplemente diferencia.

Vayamos ahora con la democracia, el sistema político en el que debería expresarse la igualdad social. Actualmente se concibe la democracia como una especie de tiranía de la voluntad general o de la mayoría, o en su defecto como una escenificación controlada de la confrontación bajo la forma del bipartidismo, o en su variante nacional, bajo la forma de un bipartidismo al que se le adhieren partidos caducos, rastreros e hipertrofiados por la ley electoral vigente (¿PNV, quizá?).

¿Era así ya la democracia para los griegos, un sistema con tendencia al totalitarismo en cuanto que en él no se expresan las voces discordantes sino las mayoritarias? No creo. No es que la democracia griega fuese igualitaria, pero sí ofrecía unas condiciones iguales para que aquellos que tenían derecho a intervenir en política se batiesen con justicia, para que  se diesen lugar las individualidades marcadas, las voces discordantes y las ganas innegables de polemizar. Un teatro exclusivo para unos pocos, pero también un terreno en el que los diferentes combatían según condiciones iguales de lucha.

Es cierto que hay algo candoroso e inocente en el hecho de sentirse todos de acuerdo; una especie de fuerza proveniente del conjunto, del grupo, incluso de la masa. Compartir todos las mismas ideas puede ser otra forma de amor, pero como toda forma de amor, también puede llevar aparejada la pérdida de la propia individualidad, y por tanto, de la propia potencia personal. Y como en el amor, el hechizo derivado de sentirse todos de acuerdo dura poco. Como decía Deleuze en una entrevista, hay que ser conscientes también de que la revolución inglesa dio lugar a Cromwell, la revolución francesa a Napoleón y la rusa a Stalin.

Y aquí llego donde quería llegar: la democracia debería ser el campo abierto para que participen las minorías, los grupúsculos, los marginados y las  pequeñas voces, aunque escandalicen a los fácilmente escandalizables. El terreno de expresión de las desigualdades de pensamiento y actitud, las diversas capacidades de los hombres, sus diferentes aptitudes para la lucha dialéctica e intelectual. Debe tener un carácter bélico y pacífico al mismo tiempo. Miremos nuestros parlamentos: ¿todo esto se da? No creo. Nuestras democracias son escenificaciones baratas de la norma social, de lo que se debe pensar; confrontaciones de pacotilla, porque en lo básico están todos de acuerdo (en la idea de poder, en el sistema económico, en la fuerza de los bancos, en la alabanza continua, pelotera y un tanto sospechosa a la Constitución, etc.)
 
A la espera de la voz de las minorías, que no llega a la democracia institucional que tenemos, quedémonos con este trocito de Caro Diario de Nanni Moretti. 


(¿Sabe qué estaba pensando? Estaba pensando una cosa muy triste. Que yo, incluso en una sociedad más decente que esta, me encontraré siempre con una minoría de personas. Pero no en el sentido de esas películas en las que hay un hombre y una mujer que se odian, se gritan, en una isla desierta, porque el director no cree en las personas. Yo creo en las personas, pero no creo en la mayoría de las personas, sino que me encontraré siempre a gusto y de acuerdo con una minoría...)


ESTÉTICA DE CANGREJOS

Las tres o cuatro calles por las que me muevo (más por necesidad que por placer) se han convertido en un teatro de marionetas. O, mejor dicho, en una pasarela. Algunos de nuestros barrios más genuinos se han convertido en una consecución de escaparates y de restaurantes, rodeados de cierta aura de creatividad y “modernez”.



Sólo a las tres de la tarde el sol pone en claro los errores y los achaques de una ciudad que, aunque se maquille, mantiene algo de pueblo grande, azotado por un sol inclemente. El escenario entonces parece mantener, especialmente en las calles secundarias, el aire de los tiempos de la infancia, de las civilizaciones pasadas, aunque en sus moradores ya no pueda encontrarse ni atisbo de austeridad, ni voluntad  alguna de cambio. Tan sólo veo una continua pérdida de identidad y de fuerza,  una uniformización constante de calles y gentes, y un individualismo extremo que, en el fondo, se ha convertido en la antítesis de la libertad individual, por reptición. Todo endulzado, lógicamente, con el caramelo de lo trendy.







¿Por qué nos refugiamos en el estilo, en vez de actuar? ¿Y por qué, cuando nos refugiamos en el estilo, no lo hacemos con la intención de crear nada nuevo, sino que más bien rastreamos los fondos de armario de las décadas anteriores en busca de objetos a los que hacer dignos de nuestra nostalgia? Ante la incerteza de los futuros profesionales y personales, ¿estamos adoptando la estética de los cangrejos, y caminamos hacia atrás, a falta de algo mejor “hacia delante”? ¿O más bien seguimos la estética de las avestruces, que esconden la cabeza para no ver? ¿Es la nuestra una estética de la espera, de la pereza, en vez de una acción encaminada a adueñarse y controlar el presente, y encauzar el futuro? ¿O preferimos la huída, y el "sálvese quien pueda"? No nos hemos dado cuenta de que quien crea los problemas también es el mismo que nos ofrece las soluciones. 


Lo que en un primer momento podía tener algo de gracia (llevar gafotas de pasta, o gorritas, o cualquier otro detalle de los uniformes actuales), hoy se ha transformado en el signo evidente de algo monstruoso en cuanto contagioso, que sólo preludia la parálisis total. E incluso en lo que va de anti-sistema se aprecia la misma voluntad de homogeneización, de uniformización, de vacío, incluso de manera más fuerte. No creo que estemos en el momento de giros nostálgicos, ni de paseos de moda, ni  de revoluciones de  boquilla. El momento histórico nos exige algo más...no sé muy bien qué, pero sin duda la solución no es el regodeo consumista, pero tampoco la nostálgica y decorativa pose “alternativa”, otra cara de la misma moneda.



lunes, 3 de octubre de 2011

BICINE: JORGEN LETH

Hace dos años no tenía ni idea de quien era Jorgen Leth. "¿Jorgen Leth?", "Ni idea" . Ahora sé que es un director de cine danés, admirado por Lars von Trier, y que codirgió con este último Cinco condiciones (2003), especie de documental en el que Leth intenta rodar de nuevo su cortometraje La condición humana (1967), partiendo de la serie de obstáculos que el siempre cabroncete director dogma le va poniendo en el camino, en pos de la recurrente austeridad. "¿La he visto?" , "No." Hay que ser sinceros: lo que sé de Cinco concidiones lo he leído en internet, y en realidad tampoco tengo muchas ganas de verla. Si conozco a Jorgen Leth es por otra cosa: ¡por sus documentales sobre ciclismo!



A decir verdad, éste es uno de los casos en los que, de acuerdo a mis caprichos y filias particulares, prima el contenido sobre la forma. Los documentales de Jorgen Leth  no me fascinan ni por sus imágenes, ni por la iluminación, ni por la música, ni por su enfoque vanguardista...no, todo eso sería mentir: simplemente me interesan porque hablan de ciclismo, y porque retratan de primera mano una de  las épocas más míticas de su historia,  los años setenta, lo que equivale a decir los años de Eddy Merckx.



Pero a decir verdad, hay muchas maneras de aproximarse a un deporte, y la de Leth es especial. Es fácil caer en el topicazo, en la épica falsa, en las musiquitas de competición tipo Carros de fuego, en la manida cantinela del esfuerzo solitario o del valor del equipo según toque, y todos esos rollos que salen hasta en la sopa, y que tan bien han sabido explotar los americanos en sus películas. Me viene a la mente, a bote pronto, la película sobre fútbol Evasión o victoria.  En ella sale Pelé, sí;  sale Ardiles, también; pero cómo no, anda de por medio también Stallone.

El acercamiento de Leth al ciclismo es mucho más calmado. Más naturalista, más etnográfico. Su punto de vista es el propio de un explorador que llega a un poblado de Papúa Nueva Guinea, y se sienta a contemplar un poco cómo se las apañan por esos lares. Aunque exagero: me dejo llevar un poco por el punto pasional que siempre me sale cuando hablo de mis temas. En realidad, ese punto de vista  "etnográfico"  no dejaba de ser el punto de vista típico del cine de los sensenta-setenta, de los cines modernos, que entendían cada película, y en especial  cada película documental o pseudodocumental, como un "ir haciéndose", como un "viaje". Con lo cual, podemos decir ya sin exagerar, que sus documentales sobre ciclismo adoptan el planteamiento de un viaje.

En todo viaje hay paisajes, protagonistas, y también  medios de transporte. No creo que haya muchos deportes que se complementen tan bien con el paisaje como el ciclismo: y Leth se sirve de esa ventaja, aunque sin explotarla en exceso. Leth también muestra a los protagonistas, los corredores. La visión  que de ellos ofrece es ambivalente. Por un lado, muestra al campeón sin demasiados adornos,  duchándose, desayunando, en el hotel con camiseta de tirantes, etc. Con tal de excusar a Leth por este tratamiento "desmitificador", cabe decir que el ciclismo es un deporte que nunca ha cuidado en exceso su imagen de cara al exterior, y no ha sido del todo inusual ver a un ganador de etapa siendo entrevistado mientras su masajista le limpia la cara con un trapo, o con una toalla, o mientras está desnudándose, u otros detalles del tipo.

Pero otro lado, cuando se presenta al ciclista en carrera, desaparece la psicología y queda tan sólo la acción: el corredor ciclista, ya sea un campeón o un simple aguador, forma parte de una trama mayor (la del pelotón), y allí ejecuta su rol como si se tratase de una marioneta que ataca, se defiende, desfallece o vence, movida por hilos ajenos a su personalidad e intereses.

Y nos quedan los medios. ¡Los medios! La bicicleta en este caso. La cámara de Leth se detiene en las bicicletas, las fotografía de arriba abajo, se centra en su geometría estilizada. Muchas veces son las auténticas protagonistas, y como tales, Leth desvela la metamorfosis de la bicicleta de carrera en instrumento prodigioso, obra y gracia del trabajo artesanal, cargado de amor, de los mecánicos.  Leth dedica muchos minutos a la tarea de estos profesionales anónimos, y es de agradecer.

La primera de sus películas es Stjernerne og vanbaererne, Stars and watercarriers en inglés,  o lo que es lo mismo, Estrellas y aguadores. Leth se centra en  el pelotón del Giro de Italia de 1973, un Giro con vocación europeísta (pasaba por Bélgica, Holanda, Luxemburgo, la R.F.A. e Italia). Leth sigue principalmente la evolución de la estrella local, el mejor ciclista danés de la época, Ole Ritter, enrolado en aquella edición en la Bianchi de Felice Gimondi. Pero, al mismo tiempo, se detiene también en el duelo principal, protagonizado por Merckx y Fuente, a los que siguen de cerca Gimondi y Battaglin.  La nota predominante es la de la presencia continua de una naturaleza brutalmente amenazadora, dispuesta a machacar a los ciclistas. También se centra, quizá en exceso, en explicar cómo funciona la disciplina contrarreloj, en la que destacaba Ritter. La película finaliza con un plano bastante hermoso y prosaico de Ritter en Milán, una vez finalizado el Giro, vestido de chaqueta (chaqueta setentera), guardando la bicicleta en el maletero de su Fiat. Cabe decir que Ritter se prestará mucho al juego de Leth, y sin riesgo de caer en cierta pedantería, diríamos que lo que Leaud es a Truffaut y Mastroianni a Fellini, lo es Ritter a Leth.


Felice Gimondi
Su segundo film ciclístico se centra ya en exclusiva en la figura de Ritter. Se trata de Den umulige time, The impossible hour, La hora imposible (1974). La película muestra el intento por parte de Ole Ritter de batir el récord de la hora de Eddy Merckx, conseguido en 1972 en el velódromo de México D.F. Ritter ya había conseguido batir el récord en 1968 en México, y vuelve ahora en 1974 a la ciudad azteca para intentar batirlo de nuevo. Con lo cual, la película tiene el aire de una revancha, una especie de retorno al pasado. En realidad, nada de esto se ve en la película: es pura literatura o aderezo por mi parte. La película sigue continuamente a Ritter, asistimos a sus exámenes médicos, a sus entrenamientos, a sus conversaciones en italiano con sus entrenadores: todo dentro de un estilo puramente documental, sin florituras. Los momentos más bellos son aquellos en los que la voz en off del propio Leth describe la técnica de su compatriota, mientras a cámara lenta observamos el pedaleo redondo y perfecto del danés, casi hipnótico.









              Ole Ritter





Y por último, su obra maestra en lo que se refiere a documentales de ciclismo es En Forarsdag i Helvede, A Sunday in Hell, Un domingo en el infierno (1976). Ésta es quizá su película más completa sobre ciclismo, la más lograda,  y por qué no, la más bella. Es ciertamente hermosa. Se trata de un documental sobre la París - Roubaix de 1976. Cierto, en este caso no puedo ser objetivo.

Eddy Merckx
 Leth presenta a los cuatro favoritos: Roger De Vlaeminck, Eddy Merckx, Freddy Maertens y Francesco Moser. Entre los cuatro suman casi mil victorias. Los sigue en las reuniones en los hoteles, en las disputas con los mecánicos, en los desayunos. De Vlaeminck y Merckx parecen los más accesibles, mientras que Maertens parece un tanto más esquivo. Leth no se pierde ni un detalle: de esta manera, se suceden la salida en Compiegne, con la expectación que levantan las estrellas francesas Poulidor y Thevenet, las manías de Merckx con la altura de su sillín, el conato de huelga de los empleados de Le Parisien que bloquean la salida, y dan al documental cierto aire político-social al uso de la época, y la pelea final por la victoria.



Roger De Vlaeminck
El azar se alía en este caso con Leth, y los cuatro ases de la baraja muerden el polvo. Ya se sabe: en el cine siempre queda mejor el perdedor que el vencedor. Para Merckx ha pasado su tiempo, y queda descolgado; Maertens cae; De Vlaeminck y Moser lo dan todo, atacando y demostrando que son los más fuertes sobre el pavé (sin duda son los dos mejores ciclistas de la París-Roubaix de la historia), pero pierden en el sprint final en el velódromo de Roubaix ante Marc Demeyer, gregario de Maertens, que había chupado rueda durante todo el tramo final.

Pero Leth se guarda la artillería para el final. Mete su cámara en los vestuarios del velódromo (míticos vestuarios, por otro lado). A media luz va filmando rostros desencajados, cubiertos de polvo y barro.  Demeyer está eufórico: atiende a los medios con el nerviosismo de un niño que ha marcado su primer gol en el patio del colegio. Merckx parece más cansado que decepcionado, su época de dominio toca a su fin. De Vlaeminck no habla con nadie: su rostro no sólo evidencia decepción,  sino también rabia, y un punto de tristeza. Y el último plano se lo reserva de nuevo a su querido Ritter: el danés se frota la cara con fuerza, bebe agua, se lava como si no hubiese visto el agua en siglos. Sin duda exagera, haciendo un favor a un amigo Leth. Pero por otro lado, el realizador danés parece querer mostrarnos a un hombre ensimismado en sus propios actos, atareado en su aseo personal como quien ejecuta una trabajo que le permitirá sobrevivir en un mundo hostil. Ese último plano de Leth nos muestra a un hombre reducido a su simple presencia en el mundo.  Y ahí es cuando el cine prosaico de Leth, aunque hable de algo tan poco trascendente como el ciclismo, de algo tan estúpido como una competición de bicicletas y ciclistas, se convierte en algo más.


domingo, 2 de octubre de 2011

UN PASO HACIA EL DELIRIO: TOBY DAMMIT



Aparentemente opuesta a la vertiente glamurosa de Fellini, que sale de tanto en tanto a relucir en los suplementos domincales de los periódicos, y que tendría su máximo exponente en la escena del baño de la Fontana di Trevi de Anita Ekberg  y Marcello Mastroianni en La Dolce Vita, existe otra vertiente en la obra del director italiano, mucho más espectral y fúnebre, menos conocida y valorada en cuanto menos amable y más burlona, que se inaugura precisamente con esta peliculita, Toby Dammit. 

Esta peliculita constituye el tercer episodio de Tre Passi nel Delirio (1968), película consagrada a Poe. Los otros dos episodios fueron dirigidos por Roger Vadim, director de Barbarella, y Louis Malle, director de Los amantes, Zazie en el metro y Atlantic City, entre otras. Según tengo entendido, esta película fue la última exhibida en Cannes antes de que el festival fuese clausurado en solidaridad con las revueltas estudiantiles: la siguiente película en cartel, Peppermint Frappé de Carlos Saura, ya no fue proyectada.

Como es de suponer, Fellini hizo lo que le dio la gana con el cuentecillo de Poe. Lo actualizó y lo utilizó como quiso, conservando de su argumento tan sólo la anécdota (en realidad el cuento no es más que una anécdota estirada). Fellini realizó un retrato esperpéntico e infernal de un actor inglés, alcohólico y de vuelta de todo, que llega a Roma para protagonizar una película, en concreto un western católico. El actor, que no cree en Dios pero sí en el diablo (que se le aparece bajo la forma inquietante de una niña pelirroja con un baloncito blanco), será conducido de un lugar a otro, como si cada escenario fuese una estación de su particular via crucis: del aeropuerto al estudio de televisión, y de ahí a la ceremonia de entrega de premios de un festival montado ex-profeso. Su único aliciente para aguantar tanto compromiso social serán los tragos regulares a su petaca, hirientes como puñaladas, y  la promesa de la entrega por parte de los productores de un Ferrari al finalizar la gala.


En esta película aparecen resumidos, como si se tratara de un pequeño microcosmos felliniano, temas y situaciones que ya habían aparecido en sus películas, y que lo harán de nuevo en otras posteriores. Esta película es una auténtica cesura, un punto y aparte en  la trayectoria creativa del director. Temas que habían aparecido en La Dolce Vita desde un punto de vista amable, irónico y un tanto costumbrista, aquí están tratados desde uno nebuloso, propio de pesadilla, en el que se funden sin frontera clara la parodia y lo fantástico. El atasco en la entrada a la ciudad se repetirá, casi plano a plano, en Roma; también el desfile de modelos de la gala de premios remite al desfile de moda eclesiástica que aparecerá en Roma; la crítica a la televisión aparecerá, de una forma más débil, cansada y condescendiente en Ginger y Fred, etc. Por otro lado,  no cabe duda de que esta película, a pesar de su carácter burlesco, se convirtió en todo un punto de referencia estético para el giallo italiano.

A partir de esta película, Fellini halla su particular fórmula para hacer coincidentes forma y contenido: todos los elementos de la puesta en escena, desde la escenografía al maquillaje, pasando por el doblaje de los actores y la iluminación, muestran a las claras su auténtica naturaleza artificiosa. Fellini viene a decirnos a partir de esta película que sólo mediante la falsedad y el enmascaramiento se puede elevar el arte sobre el vacío de la existencia,  y sobre la presencia acechante de la muerte y el olvido. Todo ello con tal de evitar caer en la pretensión de rellenar ese vacío con alguna dosis de verdad, de trascendencia, o de contenido.



Y Toby Dammit es ante todo una especie de retrato - de trazo grueso, un poco abocetado y sin tomarse a sí mismo demasiado en serio - del magnetismo seductor que ejerce la autodestrucción en el hombre. Tras un periodo de enfermedad y la truncada experiencia del rodaje de Il Viaggio di Mastorna (película en la que Fellini pretendía explorar la muerte y el más allá, pero que acabó en nada, sólo en cuatro o cinco  decorados construidos para la ocasión y que quedaron abandonados, como los armatostes de Ocho y medio), Fellini aborda el tema de la autoaniquilación, entenidéndola como una faceta más del narcisismo masculino, una cierta etiqueta de dandysmo adherida sobre la existencia.


Fellini se sirvió de Terence Stamp para encarnar a este artista maldito. Stamp ya había realizado en Italia Teorema de Pier Paolo Pasolini, interpretando al misterioso y andrógino huésped (no tiene nombre en la película ni en la novela del propio Pasolini), que llega a un hogar burgués para sacudirlo desde sus cimientos, sin abrir la boca pero sí exhibiéndose como un peligroso objeto sexual. La hermosa divinidad primitiva, lectora de Rimbaud, pero de objetivos inescrutables, interpretada por Stamp en la película de Pasolini, se convierte en la de Fellini en un dandy acabado, con cierto aire de payaso triste, que  se deja seducir por la Muerte, pues entiende que ésta es la única salida a su brutal aburrimiento.

Nada mejor que este vídeo (a partir del minuto 5.42), para comprender qué quería Fellini de Stamp y qué visión tenía del personaje (magistral la imitación que hace Stamp de Fellini):


En la parte final de la película, en la huida de Dammit en su Ferrari, Fellini consiguió algunas de las imágenes más sublimes de toda su filmografía: demostró su capacidad para extraer de lo cotidiano su  lado asombroso, así como para remitir con un color, una luz particular, un sonido o un elemento del decorado, a algo vivido con más intensidad en la vida real, pero recreado desde el arte con su punto necesario de artesanía, de trabajo manual, de reconstrucción ficticia.