miércoles, 18 de abril de 2012

UN VISTAZO AL FONDO DE ARMARIO CICLISTA (IV): LOS NOVENTA

Les ha llegado el turno a los noventa. El color predominante fue el gris, y el tono, la mediocridad aplastante. Dominaba el consumismo del primer mundo, de forma campante y orgullosa, aunque sin paranoias posteriores: no había enemigos a la vista. El bienestar se extendió en los países de "occidente", y con él la obesidad (y la anorexia), y cierta degradación de la política, que devino espectáculo electoralista. La informática alcanzó la mayoría de edad y la juventud expresaba su descontento con un tenue ronroneo, oscuro y escéptico, mostrado a través del refugio en las drogas y de la música, que abandonaba conscientemente lo naïf de la década anterior. Y mientras tanto, lo más espantoso de la centuria (las matanzas motivadas por racismo o nacionalismo) volvía a aparecer, como un guiño macabro de un siglo XX dispuesto a despedirse por todo lo alto.

A pesar de que Fukuyama hablaba del final de la historia, no debían pensar lo mismo en la atomizada Yugoslavia, que pasó del sitio de Vukovar al de Sarajevo, de la voladura del puente de Mostar a la matanza de Srebenica, para terminar finalmente la década con la guerrilla del UÇK y los bombardeos de Belgrado por parte de la OTAN. Las política se prostituía: Berlusconi se convertía en presidente de la república tras el escándalo de tangentopoli, siéndolo también del AC Milan y de Telecinque; Monica Lewinsky amenazaba con mostrar el vestido manchado de semen de Bill Clinton, y Boris Yeltsin se cogía unos monumentales pedos, incluso en público. En España, fueron los tiempos de Curro, Cobi y el empacho post-92, de Roldán y del Gal, del Aznarato, del Póntelo, pónselo, de Lobatón, el ¿Quién sabe dónde? y las niñas de Alcasser. Y si se empezó con la ruta del bakalao se acabó con el FIB, con un mismo leit-motiv: las drogas de diseño. También fueron los años de la sobredosis de Kurt Cobain, del accidente mortal de Senna en Imola, del imperio de Bill Gates, de los hutus y los tutsis, de la CEI (¿llegó realmente a existir?) y el Equipo unificado, de Lady Di y Austin Powers, de la operación Tormenta del Desierto, de las Spice Girls y los Backstreet Boys, de la visita del papa a Cuba, de Tarantino y sus imitadores y el cine "de festivales" de Theo Angelopoulos y Abbas Kiarostami.

En el ámbito ciclístico, la década estuvo marcada por una fecha: julio de 1998, y el descubrimiento del pastel. En pleno Tour de Francia estallaba el caso Festina y se descubría el consumo organizado de EPO por parte de algunos equipos, poniendo en entredicho todos los resultados deportivos de la década. Recordemos: esta fue la década de Miguel Indurain, de sus duelos con Chiappucci y Bugno, de Toni Rominger y su dominio en la Vuelta a España, de la ONCE de Jalabert y Zülle, del Telekom de Riis y Ullrich, y de las extraordinarias prestaciones en montaña de Marco Pantani.  Todo quedó en parte deslucido: pero en vez de encontrar soluciones, se decidió hacer un revoltijo con todos los problemas, formar una buena pelota y dar un patadón hacia delante, a ver si se resolvía la cosa en la próxima década. En el esperado y futurista siglo XXI.

En otro orden de cosas, el arranque de la década supuso el final de la artificial separación entre ciclismo profesional y amateur, lo que trajo como consecuencia directa la llegada al ciclismo de estrellas consagradas del Este, como los alemanes orientales Olaf Ludwig y Uwe Raab, y una nueva generación ex-soviética, formada por Dimitri Konyshev, Djmolidin Abdujaparov, Andrei Chmil, Evgeni Berzin, Pavel Tonkov y Jan Kirsipuu. En el ámbito de la indumentaria, antes de que todo estallase, en la década triunfaron las estridencias y los difuminados. Se mantuvo la tónica de la década anterior de convertir al corredor en un soporte multi-anuncio: ninguna parte del maillot quedaba desaprovechada, y a finales de la década, la decoración, y con ella la publicidad, pasó a cubrir de forma integral el culotte. Estas son algunas de las joyas de la década:



El uzbeko Djamolidin Abdujaparov con el maillot del POLTI de 1994.

El ARIOSTEA, maillot ya presente en la década anterior. Un maillot clásico y elegante. En la fotografía, Alberto Elli, de 1990.

Laurent Brochard, luciendo su coleta, con el maillot "mono de trabajo" del CASTORAMA de 1994.

El efímero equipo LE GROUPEMENT de 1995, con un maillot de "camuflaje multicolor". En la fotografía, el escocés Robert Millar.

Fotografía promocional del maillot del TOSHIBA francés de 1990.
LOTTO - SUPERCLUB de 1992. Posando, Johan Bruyneel, actual director deportivo de los hermanos Schleck.
Johan Museeuw con el maillot del MAPEI - BRICOBI de 1998.

El vistoso maillot del equipo AMORE & VITA - GALATRON, de 1993, equipo patrocinado por el Vaticano.
Frank Vandenbroucke con el maillot del LOTTO - VETTA CALOI de 1994, su primer equipo profesional.
Laudelino "Lale" Cubino corriendo para el SEGUROS AMAYA de Javier Mínguez en 1993.

El mítico Marco Pantani con el maillot del MERCATONE UNO - BIANCHI - ALBACOM de 1999.


El NAVIGARE - BLUE STORM de 1994. Un modesto equipo italiano, pero batallador, con Coppolillo, Zanini y Alexander Shefer como "estrellas".

lunes, 16 de abril de 2012

FÁBULAS POLÍTICAS O SOBRE LA MÚSICA DE LAS ESFERAS: PROVA D'ORCHESTRA Y WERCKMEISTER HARMÓNIÁK

Aparentemente, poco tienen que ver Prova d'orchestra (Ensayo de orquesta, 1979) de Federico Fellini y Werckmeister Harmóniák (Armonías de Werckmeister, 2000) de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky. Salvo una conexión, débil si se quiere: ambas películas se presentan como fábulas políticas en un sentido amplio del término, y ambas establecen cierto paralelismo entre política y música, entendiéndolas como dos formas de organización, de orden o de sistema. Las dos películas están íntegras en youtube, por si alguien que no las haya visto quiere verlas antes de que empiece a destrozar a continuación argumentos y finales.

Comencemos con la película de Fellini. Según la crítica, es una de sus películas "menores"; lo que sí que se puede afirmar es que es una de sus películas más austeras, en cuanto a metraje (supera por poco la hora de duración) y en cuanto a escenografía (en este caso, y como clara diferencia con su anterior película, Il Casanova, Fellini ambienta toda la película en tan solo tres escenarios). Fellini, tan amante de lo provisional y de la obra en proceso, configura la película como un falso documental para televisión: se trata de entrevistar a los músicos de una orquesta en uno de sus ensayos; el espectador avisado sabrá que Fellini en ningún momento intenta eludir o camuflar la falsedad del falso documental: desde el primer minuto somos conscientes de estar viendo una película de Fellini, y que no solo es un falso-documental, sino más bien un falso falso-documental.
La película comienza con la caricaturización de los diferentes componentes de la orquesta: todos ensalzan su instrumento como el más importante dentro de la orquesta, y para ello utilizan argumentos que van de lo pedante a lo soez. Los violinistas son unos estirados, los percusionistas unos juerguistas descerebrados, los trompetistas entre soñadores y alocados...La orquesta se muestra por tanto como un conjunto de personajes individualistas, algunos incluso con ganas de litigar, y poco interesados en la música: tocar es para ellos una especie de oficio, de trabajo remunerado y no pasión, y algunos escuchan el partido de fútbol en el transistor durante el ensayo. Uno de los músicos parece disfrutar con lo que otros tocan, y balancea rítmicamente la cabeza, aparentemente arrobado por la música; pero en realidad lo que hace es seguir el hipnótico balanceo de una tela de araña que pende del techo.

El director entra en escena, acompañado de los representantes sindicales, que vienen de casa con el discurso aprendido. La caricatura que hace Fellini del director lo muestra como un personaje frío, refinado si se quiere, que habla en un correcto italiano con acento alemán y bebe champagne, que parece detestar el carácter "militar" de su autoridad y que se divierte comprando casas por el mundo;  pero, por otro lado, cuando se irrita pierde las formas y comienza a vociferar en su lengua materna. Cuenta con pocos apoyos dentro de la orquesta: tan solo algunos músicos ancianos, los más mojigatos y temerosos de los cambios, parecen de su parte, más por reverencial respeto a la autoridad que por verdadera fidelidad. Algunos incluso muestran cierta nostalgia ante los métodos punitivos empleados por los directores del pasado. Por contra, los más jóvenes inician una revuelta contra el director, pintando las paredes, iniciándose así un motín carnavalesco en el oratorio: algunos pretenden sustituir la figura paternal del director por un metrónomo; otros, en cambio, dicen que no hay que sustituir un director por otro mecánico, y que el ritmo lo deben "gestionar" ellos mismos, los músicos. En pleno fragor, un estruendo irrumpe en el oratorio: una enorme bola de demolición destroza una de las paredes, y sepulta a la arpista, la única de todos los intérpretes que había mostrado una cierta ingenuidad infantil en su relación con el instrumento.


Ante la tragedia, y la presencia amenazadora de la bola que asoma tras el boquete en la pared, todos se unen de nuevo y ejecutan la partitura a la perfección, en pie, entre los escombros y la polvareda. Parece que el arte ha acabado imponiéndose sobre ese instrumento simbólico de la inexorable destrucción que es esa enorme y coaccionadora bola; pero tal unión a través del arte ha sido más bien un hechizo momentáneo, pues el último plano nos muestra al director de nuevo enfurecido, criticando a los músicos por nimias faltas, vociferando en alemán, al mismo tiempo que la pantalla se funde en negro y solo resuenan sus palabras, entre coléricas y resentidas, vacías ya de objeto.


Atendiendo a la época que atravesaba Italia durante el estreno del film, es plausible considerar Prova d'orchestra como un film político, aunque no solo puede considerarse una fábula política, sino también una acerca de la creación artística. Italia vivía a finales de los setenta los conocidos como "años de plomo":  la italiana era una sociedad dividida políticamente, atacada desde la izquierda por el terrorismo de las Brigadas Rojas, y desde la derecha por los grupos neofascistas apoyados por la CIA y sectores de la Democracia Cristiana. Los intentos de unión de los sectores más "sociales" de la Democracia Cristiana con el Partido Comunista, habían saltado por los aires con la "facenda Moro". Dos años después, una bomba en la estación de Bolonia causaría más de 80 muertos, y serviría para culpabilizar al terrorismo izquierdista, cuando hoy las investigaciones apuntan hacia una autoría neofascita. Tales tensiones tenían que emerger por fuerza en cualquier película italiana del momento, y así lo hacen en esta. En particular, Prova d'orchestra fue duramente criticada por ser considerada, erroneamente a mi parecer, como una apología del "ordeno y mando". No solo se interpretó así desde la izquierda: el propio Fellini contaba la anécdota de la felicitación recibida por parte de un neofascista, que interpretó la verborrea germánica del director como un canto nostálgico a los tiempos del "tío Adolfo".


En realidad se olvida fácilmente que el director, con el que Fellini se podría sentir identificado en cuanto creador y director como él de una obra de esfuerzo colectivo, es también una caricatura inserta en la gran caricatura que es la película al completo. La película muestra las divisiones internas de Italia, su tendencia congénita al individualismo, incluso las divisiones entre los que se sublevan, clara referencia a marxistas ortodoxos (los que quieren metrónomo) y nuevos izquierdistas (que quieren "autogestionarse"). La bola puede ser muchas cosas: sin duda una amenaza, de la violencia, del tiempo, del capitalismo consumista, del caos...Cada uno que piense lo que quiera. Lo que sí que es cierto es que es ante todo un peligro informe, anónimo, que pilla desprevenido, y que no tiene compasión. Ante esa amenaza, todos parecen volver a cierta unidad, auspiciada por el arte. El arte, la música, se considera así como el mejor antídoto ante las disonancias: la música suspende los juicios, diluye las individualidades en litigio. Pero no adormece; sería mejor decir que trasciende las fatigosas, cansinas y cíclicas querellas mundanas. Eso sí, durante un breve instante, pues el sueño dura poco. El hechizo se desvanece, y el autoritarismo resurge en la figura del director, y con el fundido en negro se nos muestra que esa situación tensa entre autoritarismo y revolución forzosamente acabará repitiéndose en un futuro. Precisamente una de sus últimas palabras es "da capo" (desde el principio): estamos quizá condenados a la repetición eterna.
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Las Armonias de Werckmeister es una película muy diferente, en cuanto al tono y al estilo. No sé donde leí que Béla Tarr era un "Tarkovsky para tiempos de no creencia", y en cierta manera por ahí van los tiros: estilísticamente, el director húngaro se aproxima al camino trazado anteriormente por el director ucraniano, interesándose por el "tiempo que habita en cada plano", y haciendo del plano-secuencia su particular y sugestivo recurso estilístico. Pero si en Tarkovsky todavía latía en el fondo de sus películas la presencia de lo sobrenatural, entendida como experiencia religiosa, en Tarr solo hay anhelo de algo superior, de algo mejor, siendo consciente por contra de que lo trascendente no se encontrará ya en lo sobrenatural o en lo prodigioso, sino en lo cotidiano. Tarkovsky hacía de lo religioso un terreno en el que enrocarse contra la tiranía ideológica del materialismo soviético. Pero, por contra, el cine de Tarr conoce ya la dureza  del colpaso de un sistema socioeconómico y el cambio hacia otro, no se sabe si mejor o peor, y en ese sentido ya no hay espacio alguno para los milagritos. El cielo es gris, y en él solo hay astros.
Pero volvamos con Werckmeister. La historia es simple, y como en otras películas de Tarr, puede reducirse a una anécdota: a un pueblo húngaro llega un circo. Ese circo exhibe el cadáver de una portentosa ballena, en perfecto estado de conservación; y junto a la ballena llega un extraño personaje, del que solo vemos su sombra: el conde. El conde hace discursos (en eslovaco, ¿querrá decir algo con esto Tarr?)  que atraen a muchos hombres sin trabajo, muchos hombres desencantados y ansiosos de novedades, a la plaza del mercado. Todo esto lo vamos conociendo a través de los ojos de Valuska, personaje interpretado por el alemán Lars Rudolph, un joven afable y soñador, un ejemplo de bondad natural, que trabaja por las noches repartiendo periódicos. A través de él vemos la llegada del convoy del circo en plena noche: una llegada misteriosa y en silencio. El convoy va iluminando las casas del pueblo, y sumiéndolas al poco en la oscuridad. Con él vemos también la llegada de los desposeídos a la plaza: hombres de mirada hosca, sin ganas de conversación, y propensos a la violencia al haber perdido toda esperanza, llegados desde todas las comarcas circundantes hasta la plaza del pueblo. A través de él también tenemos nuestro primer encuentro con la ballena: un ser misterioso y mágico, que hace a Valuska reflexionar sobre los misterios de la creación divina (¿para qué un ser así?).

Pero, como decíamos, la ballena va acompañada del conde. El conde clama por la destrucción y el caos: y eso es lo que atrae a la gente, y no el hermoso cadáver de la ballena. El nihilismo se reviste de lo inefable; o el cadáver, hermoso todavía, de lo inefable, da paso únicamente al nihilismo. Los hombres congregados, espoleados por las fanáticas palabras del conde, inician una espiral de destrucción. En paralelo, el tío de Valuska, teórico musical, es empujado por su ex-mujer a actuar: debe reunirse con las "fuerzas vivas" de la localidad, y apoyar al ejército para que inicie la represión de las revueltas. Aquí viene el paralelismo con la música: en sus reflexiones teóricas, el tío de Valuska es consciente de la falsedad de todo el sistema musical clásico, creado entre otros por Werckmeister. Para él, el sistema de notas es falso, una apropiación pretenciosa de la música que los antiguos griegos reconocían tan solo en los dioses; las dudas contemporáneas empujan a destruir ese viejo sistema musical y buscar otro, más humano y menos divino, más humilde y menos pretencioso: más verdadero. Pero mientras tanto, el tío ya no toca jamás el piano.
La película finaliza con la represión (en off) de los violentos, y entre ellos es incluso arrestado Valuska, que pierde totalmente la razón. El último plano-secuencia muestra al tío visitando la plaza del pueblo, ya desierta, en la que ha quedado, tras los disturbios, el cadáver de la ballena al descubierto: en el encuentro entre el músico descreído y la criatura misteriosa parece reaparecer entonces de nuevo la magia anhelada, pero cargada de un poso de nostalgia y de pérdida.  


La película puede comprenderse como una fábula acerca de los nuevos tiempos de Hungría y del este de Europa en general: una fábula sobre la pérdida de los paradigmas dados hasta el momento como seguros (el socialismo, pero también la religión), el crecimiento de las medidas desesperadas y del tiempo de los oportunistas, el peligro del nihilismo absoluto para el orden social y la necesidad del arte como punto de contacto entre lo humano y las aspiraciones de algo más: aspiraciones de un nuevo más allá en este aquí.

No me resisto a hacer algunas comparaciones más. Es significativa la aparición de la ballena en la película de Tarr, y me recuerda, salvado todas las distancias posibles, a la extraña presencia del rinoceronte en el interior del transatlántico de E la nave va, de Fellini. También en Il Casanova aparecía una ballena como atracción de feria, aunque con un significado bien distinto.Por otro lado, algunas escenas finales de Werckmeister Harmóniák me recordaron a Farenheit 451 de Truffaut: el personaje de Valuska huyendo del pueblo siguiendo las vías abandonadas del tren y siendo perseguido por un helicóptero, al igual que Montag huyendo hacia el país de los hombres-libro.

El personaje de Valuska parece tener algo de la ingenuidad de una Gelsomina felliniana. Desde la primera escena, en la que representa junto a los borrachos del bar un eclipse (uno hace de sol, otro hace de luna, y un tercero de planeta tierra, y finalmente todos danzan en silencio, más bien tambaleándose, en una particular y desmitificadora "música de las esferas"), Valuska se muestra como un individuo anhelante de trascendencia: iluminado e ingenuo, como un santurrón. Con la representación del eclipse intenta explicar a los borrachos la eternidad: el eclipse representa la paralización, el silencio, el no-tiempo, pero la luz vuelve pronto a reinar. De igual forma, su tío también anhela cierta armonía: habla de la armonía perdida, que debe ser reconstruida desde el principio, desde el hombre, pero sin llegar a ninguna conclusión, a ninguna certeza. Si a Valuska no se le deja concluir su representación (no llega a explicar finalmente en qué consiste la inmortalidad), y acaba loco, el tío, ya completamente escéptico ante la posibilidad de  crear una música universal, objetiva y divina, parace recuperar algo de su antigua ilusión con la visión de ese ser portentoso y extraño, cargado de misterio, que es la ballena. Así pues, Werckmeister Harmóniák plantea no solo problemas políticos, sino también se cuestiona, desde su carácter amplio y metafórico, acerca de aquello que pedantemente podríamos calificar como "el sentido de la vida".
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Son por tanto dos pelícuas que abordan problemáticas políticas mediante la metáfora y el planteamiento de conflictos humanos genéricos, no concretos, no históricos. Prova d'orchestra desde un punto de vista más paródico y caricaturesco, como cabe esperar del estilo de Fellini, incluyendo el tema de la creación artística colectiva como tema central. Las tensiones que surgen en todo proceso creativo, y la paz de la obra terminada, o al menos esbozada de forma provisional, sirven al autor para reflexionar en paralelo sobre la coyuntura político-social de la Italia del momento: sobre las tensiones políticas y la necesidad de una salida, aunque provisional, a las mismas, quizá a través del arte. Werckmeister Harmóniák desde un punto de vista más trascendental, más pretencioso a veces, como cabe esperar del estilo de Béla Tarr, incluye el tema musical, en concreto los estudios de las armonías musicales, como una metáfora del anhelo de cierto orden nuevo, construido a partir de la humildad y la compasión, en el que el hombre pueda encajar una vez desaparecidas las antiguas certezas, ya fuese las de la religión, o las de la religión-política que fue el comunismo.

domingo, 15 de abril de 2012

UN VISTAZO AL FONDO DE ARMARIO CICLISTA (III): LOS OCHENTA

Llegamos a los ochenta, década que en muchos ámbitos puede considerarse una cesura, una especie de brecha a la que el ciclismo tampoco escapa. O más bien los ochenta puedan considerarse, como también fueron los sesenta, una época de huida hacia el futuro, un periodo de utopías: pero no ya sociales, sino más bien tecnológicas. No se procuraba la conquista del universo (como un último paso del dominio humano sobre la naturaleza, iniciado desde la Ilustración), sino de la conquista de un cierto bienestar en la tierra mediante los avances técnicos, que garantizasen el bienestar a costa de un poco de conformismo. Ya no se hablaba de igualdad en los ochenta, sino sobre todo de libertad, entendida esta como libertad para el consumo.  Las tensiones violentas de los setenta desaparecen, ya no se habla de cambiar el mundo, pues el segundo mundo, tomado como alternativa del primero, se derrumba desde dentro: más bien las tensiones y contrastes aparecen atenuados bajo la pátina de la libertad, de la democracia, de la modernidad adormecedora, pero no por ello desaparecen. Precisamente son los ochenta un periodo de dislocación silenciosa entre innovación y conservadurismo.

La década comenzó con tres o cuatro disparos: algunos dieron en el blanco (John Lennon, Sadat), otros no acabaron con el tiroteado (Reagan, Juan Pablo II). Se inició con Solidarnosc y el boicot "occidental" a los Juegos Olímpicos de Moscú, y terminó con aquella imagen del hombre con las bolsas de la compra deteniendo los tanques que marchaban a reprimir las revueltas anticomunistas en la plaza de Tiananmen, y con los berlineses de ambos lados derribando el maldito muro. Murió Fassbinder de sobredosis, y poco después Truffaut y Tarkovsky, y con ellos el cine de autor, mientras en Estados Unidos comenzaba una "segunda edad de oro", con películas como Los Cazafantasmas, Indiana Jones o Terminator. Llegó el Sida, llevándose por delante a Michel Foucault entre otros, y con él se puso punto y final a la libertad sexual de los sesenta, al mismo tiempo que la sociedad podía poder una nueva etiqueta, una nueva barrera (en este caso la del peligro de contagio) a la comunidad gay que reclamaba sus derechos. Los ochenta en España fueron los años del auge y fin de la movida, de Tejero y Naranjito. Fueron los años del thriller de Michael Jackson, los años de Prince y del Like a virgin de Madonna, de The Cure y de Nick Cave; del atentado de Lockerbie y la guerra de las Malvinas; de Ayrton Senna y el dóping de Ben Johnson, de la "mano de dios" de Maradona y de los récords de las atletas de la R.D.A; de la "guerra" entre Margaret Thatcher y los mineros británicos; de la guerra del Líbano y la guerra irano-iraquí; de Atari y de Nintendo; de Doraemon y el Equipo A.

En el ámbito ciclístico también hubo auténticas revoluciones. En primer lugar tecnológicas: Look introdujo los pedales automáticos, Moser experimentó con las ruedas lenticulares y en 1989 Greg Lemond utilizó por primera vez el manillar de triatleta en una contrarreloj.  Los ochenta fueron años de internacionalización del ciclismo: llegaron norteamericanos como Jonathan Boyer, Greg Lemond y Andy Hampsten, canadienses como Steve Bauer, australianos como Phil Anderson... y también corredores del este, como los polacos Lech Piasecki y Czeslaw Lang. Aunque el aterrizaje más espectacular fue sin duda el colombiano, con la fantástica generación de Lucho Herrara e Iván Parra. En este contexto, el Tour de Francia tomó la salida desde Berlín occidental: y el pelotón se fotografió delante de los grafitis de Kreuzberg.  En lo deportivo, fueron los años del dominio de Bernard Hinault, del duelo Moser-Saronni en Italia, de los ocho segundos entre Laurent Fignon y Greg Lemond en el Tour de 1989, y del dominio de Sean Kelly en las clásicas. Y en el ámbito de la indumentaria, el algodón dio paso a la licra. Los culottes comenzaron a tener variados colores en sus laterales, y los diseños, vistosos como nunca antes, ganaron en variedad de formas y combinación de colores.


El mítico maillot de TI - RALEIGH, presente en los pelotones hasta 1983. En la fotografia, Henk Lubberding.
El maillot del GEWISS - BIANCHI de 1987 modernizaba el tradicional maillot blanquiceleste del Bianchi.

El arte de vanguardia llega al ciclismo: el maillot de LA VIE CLAIRE de 1984 estaba inspirado en las composiciones abstractas de Piet Mondrian. En la fotografía, Bernard Hinault.
Urs Freuler con el maillot  ATALA - OFMEGA de 1985, de la marca Castelli. Este maillot, que retomaba la combinación de azul y gris del maillot Atala de los años 40 y 50, fue uno de los primeros en prolongar los colores del maillot en el culotte. (desde 1983).
Otro de los maillots más vistosos (u horteras, si se prefiere, aunque bellos a su manera) fue el del MURELLA - ROSSIN de 1985.
Toni Rominger con el maillot retro del CILO - AUFINA de 1986. Este maillot se inspiraba en el del equipo suizo de mismo nombre (CILO) de los años 50, de color rojo y gris.
El británico Malcom Elliott con el maillot del Fagor de 1988. Este maillot introducía ya uno de los leit-motiv decorativos de la siguiente década: el difuminado.


Gianni Bugno con el maillot del CHATEAU D'AX SALOTTI de 1988. Los ochenta también podían ser clásicos.

Luciano Rabottini luciendo el maillot del VINI RICORDI - PINARELLO - SIDERMEC de 1986.
El mexicano Raúl Alcalá con el maillot del 7 ELEVEN - HOONVED, en 1987. El primer equipo norteamericano que disputó carreras en Europa.
Uno de los maillots más portentosos y extraños de la década: el "sol naciente" del VERANDALUX - DRIES de 1985. En la foto, Teun van Vliet.
El PANASONIC - ISOSTAR, heredero del Ti-Raleigh, mostró su maillot más vistoso en 1989.

lunes, 9 de abril de 2012

UN VISTAZO AL FONDO DE ARMARIO CICLISTA (II): LOS SETENTA

Continuemos nuestro repaso a la moda ciclista con los años setenta.  En muchos sentidos, y también en lo referente a la moda y la parafernalia ciclista, la década de los setenta fue una continuación de los años sesenta. La década comenzó con el mismo aliento moderno, rupturista y quizá revolucionario con el que habían terminado los sesenta: pero tal impulso inicial fue agotándose poco a poco. Los sententa fueron años de utopías vacilantes, podría decirse que a los setenta se les atragantó la modernidad, o el mundo soñado desde 1968.  Fueron tiempos de tensiones, entre la revolución y el conformismo, entre las utopías, muchas veces fanáticas y violentas, y los nuevos tiempos consumistas: de ese tira y afloja surgió sin duda nuestro tiempo actual, y en ese sentido puede decirse que los años setenta fueron fructíferos.

La década comenzó con la muerte de Jim Morrison en la bañera y terminó con el suicidio de Ian Curtis en la cocina. En esta década se pasó del Proceso de Burgos y la Operación Ogro al destape y la amnistía; de la revoluçao dos cravos de 1974 en Portugal, a la revolución islámica de Irán en 1979; del Anti Edipo de Gilles Delueze y Felix Guattari a La condición postmoderna de Lyotard; del spaghetti western y la blaxploitation a los taquillazos de Tiburón y Star Wars; del Bohemian Rapdsody de Queen a la eclosión del punk; pasando por el caso Watergate, Abba y Camilo Sesto, la discoteca Studio 54, Coppola y Scorsese, Cruyff y Beckenabuer, la toma de Saigón, el asesinato de Pasolini, el harakiri de Mishima, los Ángeles de Charlie, los secuestros de aviones del FPLP, la banda de los cuatro, el giallo de Dario Argento, Septiembre Negro,  Pinochet y Videla, los pantalones de campana, la Rote Armee Fraktion, las Brigate Rosse, la crisis del petróleo y el Yes sir, I can Boggie de Baccara.

En lo referente al ciclismo, los setenta fueron una gran década, quizá la mejor de todas. El primer lustro estuvo marcado por la impronta de Eddy Merckx. El belga vencía de marzo a octubre, en todas las condiciones y terrenos, ya fuese pruebas de un día o vueltas de tres semanas, en llano o en subida, en línea o en contrarreloj, encontrando siempre rivales de su altura (Felice Gimondi, Luis Ocaña, Roger De Vlaeminck). Y cuando el belga se retiró en 1978, tomó el testigo Bernard Hinault, que ya a finales de la década comenzaba a imponerse como el mejor corredor del momento, destacando por encima de otras figuras como Freddy Maertens, Francesco Moser o Giuseppe Saronni. Aparecieron los primeros cuadros de titanio y la marca de componentes japonesa Shimano irrumpió con fuerza en el mercado europeo.

Pero en lo que respecta a la moda ciclista, hubo pocos cambios: los culottes seguían siendo completamente negros, y en los maillots predominaban los diseños simples, pero sin la elegancia de la década anterior. De hecho, a mediados de los 70 se apreció cierta "barroquización" en el estilo básico de los sesenta. De esta forma, triunfaron los diseños a rayas horizontales, y como novedades, se incluyó por primera vez publicidad en los hombros, así como bandas horizontales en los flancos del maillot. Algunas marcas, como Adidas, Puma o Le Coq Sportive, se introdujeron en el ciclismo.

Eddy Merckx con el maillot C & A de 1978.

Bernard Hinault con el maillot RENAULT - GITANE de 1978.

El colombiano Martín Emilio Rodríguez con el maillot del BIANCHI - CAMPAGNOLO de 1973. Este maillot retomaba el diseño del Bianchi de Fausto Coppi, equipo de los años 40 y 50.
Fausto Bertoglio con el emblemático maillot BROOKLYN de 1973. Este fue el primer maillot que incluyó publicidad en los hombros.
José Antonio González Linares con el maillot KAS de 1975. Este fue el primer maillot que incluía formas redondeadas.
El belga Victor Van Schil, uno de los principales gregarios de Eddy Merckx en el equipo MOLTENI de 1971
Renato Laghi con el maillot del VIBOR de 1979.

El equipo holandés GOUDSMIT HOFF de 1971. En la fotografía, Leo Duyndam.
El equipo italiano MECAP - HOONVED de 1979.
El campeón holandés Joop Zoetemelk con el maillot del MIKO - MERCIER - VIVAGEL de 1979.
El francés de origen español Mariano Martinez, con el maillot del SONOLOR - GITANE de 1974.
Dietrich Thurau con el maillot del IJSBOERKE - WARNCKE de 1979. El maillot ya había aparecido en 1974, con una banda vertical azul en los costados del maillot.


sábado, 7 de abril de 2012

UN VISTAZO AL FONDO DE ARMARIO CICLISTA (I): LOS SESENTA

Vuelvo a las bicis, y dispuestos a regresar, qué mejor que hacerlo con un tema fascinante a la par que retro, un apartado en el que se dan la mano bicicleta y arte: vamos a zambullirnos en el apasionante mundo de la indumentaria ciclista. El tema es más que apropiado a día de hoy; a pesar de que los bolsillos menguan cada día un poco más, en boca de todo el mundo está la palabrita vintage (vintage esto, vintage aquello...), como una especie de "abracadabra" que santifica y endulza todo sustantivo al que acompaña y a todo objeto al que designa. Y curiosamente la bicicleta es hoy más vintage que nunca. 

Comenzaré por la década de los 60. Una década movida donde las haya: se pasó del miedo nuclear a la conquista del espacio; de las revueltas mod a la orgía hippy; de la nouvelle vague a las road movies americanas; del Gran Salto Adelante a la Revolución Cultural; de la construcción del muro de Berlín en 1961, al suicidio a lo bonzo de Jan Palach en Praga en 1969; de las matanzas de manifestantes argelinos en París en 1961, a  la guerra de los seis días entre Israel y los países árabes; del tiro a Kennedy en Dallas, a los bombardeos con napalm en Vietnam; de Bahía de Cochinos al cadáver del Che en Bolivia; del estructuralismo al postestructuralismo y la nueva izquierda; de James Bond a Frank Bullitt; de Elvis Presley a Jim Morrison; de Miles Davis a Syd Barrett; de la serigrafía de MarilYn a The Factory; de Lumumba a Mobutu; de la beatlemania a Woodstock, pasando por Ravi Shankar y los viajes de LSD; de Audrey Hepburn a Jane Fonda, pasando por Twiggy y Brigitte Bardot.

En lo referente a la bicicleta, era la época del glamuroso Jacques Anquetil contra el popular Raymond Poulidor, el ocaso de los grandes escaladores Gaul y Bahamontes, y el periodo de la razzia belga en las pruebas de un día, protagonizada por Rik Van Looy, y más tarde Walter Godefroot y... Eddy Merckx.  Fueron los años en los que, tras la muerte de Tom Simpson en el Mont Ventoux en 1967, se puso en marcha la lucha contra el dopaje. Eran años de bicicletas de acero y maillots de algodón.

Fueron precisamente estos años en los que se crearon los maillots más míticos, más elegantes, aquellos a lo que ahora fácilmente se les coloca la etiqueta vintage. Los diseños buscaban las formas simples, reconocibles: combinación de dos colores, a lo sumo tres, y líneas horizontales; predominio de los colores vivos, combinados con el blanco; letras del patrocinador, a veces único, grandes y legibles. Como muestra algunos ejemplos:

El equipo italo-belga FAEMA de 1969

Equipo PEUGEOT - BP - Michelin, de 1967, con su característico diseño ajedrezado. En el fotografía, nada menos que Eddy Merckx.
El italiano Michele Dancelli con el maillot del equipo PEPSI de 1968.
El alemán occidental Rolf Wolfshohl con el maillot del equipo BIC de 1968.

El equipo belga ROMEO - SMITH'S de 1967. En la fotografía, Bas Maliepaard.
Federico Martín Bahamontes luciendo el maillot del MARGNAT - PALOMA, equipo francés al que perteneció desde 1962 a 1964.
La marca de vermouth CYNAR patrocinó este equipo con tan vistoso maillot en 1963 y 1964.
El alemán occidental Hans Junkermann con el maillot del equipo belga WIEL'S -GROENE LEEUW. El alemán corrió en este equipo desde 1962 a 1964.
Equipo italiano MAX MEYER, de 1967. Como reminiscencia de épocas anteriores, este maillot tiene bolsillos delanteros.
El belga Emile Daems con el maillot del PHILCO de 1962.
El alemán occidental Rudi Altig con el maillot del SAINT RAPHAËL - HELYETT de 1962, equipo de Jacques Anquetil.
El maillot MERCIER - BP, presente en los pelotones hasta 1969. En la foto, Georges Chappe, gregario de Raymond Poulidor.



miércoles, 4 de abril de 2012

RAREZAS (V): ENTR'ACTE

El cortometraje que propongo hoy es uno de las más destacadas producciones del cine dadaísta, o al menos, una de las más divertidas: Entr'acte, de René Clair, estrenada en 1924 como interludio o divertimento para la pausa de un espectáculo de ballet. 

En realidad, Entr'acte tiene todo el aire de un corto hecho entre amigos. ¡Pero qué amigos! Los artistas plásticos Francis Picabia y Marcel Duchamp, el fotógrafo Man Ray, el compositor Eric Satie...la crème de la crème del arte de vanguardias de entreguerras. Como maestros del absurdo, la película pretende desmontar, y atacar de forma divertida y alocada, las convenciones de la sociedad burguesa. La película se articula en dos partes: en la primera, los personajes convierten las azoteas y tejados de París en un espacio de juego, que acaba convirtiéndose en un coto de caza (en el sentido literal). En esta primera parte vemos a Satie y Picabia preparando en un inicio el cañón con el que "atacar" al espectador; posteriormente veremos a Duchamp y Ray jugando al ajedrez. 

La segunda parte es una parodia de un entierro, acto que ningún burgués respetuoso del protocolo y de las circunstancias se tomaría a cachondeo. La comitiva de asistentes acabará corriendo tras un carruaje fúnebre demasiado juguetón, que decide tomar la delantera por su cuenta.


Ya en el terreno personal, que no viene al caso por otro lado, difícilmente puedo olvidar el momento en que vi esta película. Eran los años de estudiante, en una clase de audiovisuales algo lóbrega y mal ventilada... Tampoco puedo olvidar las palabras de Pilar Pedraza sobre la película, al menos sobre la parte final, que no dudó en calificar, con toda la razón, como un auténtico "masaje visual".

lunes, 2 de abril de 2012

RAREZAS (IV): JAN SVANKMAJER

Después de una breve incursión en el largometraje y en el cine de "altos vuelos", regreso a la esencia del apartado "rarezas": los cortometrajes, especialmente los cortometrajes bizarros, extraños, barrocos y algo surreales. Estas son las pequeñas dosis del antídoto necesario para desvincularse poco a poco de la abrumadora pesadez del entorno, sumergiéndonos así en esa otra esfera paralela a la de la realidad social, el compromiso y el trabajo: la esfera de la imaginación, la creación desmedida y la búsqueda de lo imposible a través del arte. Y después de este breve rodeo, que no pretende otra cosa que caldear el ambiente, entremos en materia.

Hoy traigo entre manos algo de animación; en este caso, animación checa. ¿Animación checa? De entrada, podemos asustarnos simplemente al leer la etiqueta de "animación checa". O incluso más, al leer la etiqueta de "animación checoeslovaca", que es de lo que realmente se trata.  Pero en cuestiones de arte hay que dejarse los remilgos en casa, así como los temores y la vacilación ante el peligro del aburrimiento, y lanzarse de cabeza - con los ojos cerrados incluso - al abismo del arte de vanguardias. El arte de Jan Svankmajer así lo merece.

Svankmajer es un maestro de la stop-motion. Un artista ante todo barroco, que sabe que muchas veces lo artístico crece en el terreno resbaladizo que dista entre lo irónico y lo desagradable, entre lo sublime y lo ridículo. Así que me dejo de prolegómenos, y cuelgo aquí tres de sus cortometrajes: Historia Naturae - suite (1967), Dimensiones del diálogo (1982), y especialmente dedicado a los amantes del fútbol, Juegos viriles (1988). Recomendación especial: evitar verlos después de las comidas.