martes, 25 de septiembre de 2012

DISQUISICIONES SOBRE UNA LUZ (FICCIÓN)

El profesor – unos cuarenta años, canoso, cansado, quizá divorciado– ordenó sus papeles, carraspeó y a continuación lanzó una de sus miradas más dramáticas a los alumnos presentes. “Acerca de una luz”, escribió poco después en la pizarra. 
 
Comenzó a dibujar con gestos ágiles una imagen en la pesada atmósfera del aula. La luz de un largo atardecer de finales del verano o principios del otoño. Una luz que invita al sueño pero que, al mismo tiempo, viene acompañada de un frescor otoñal. En lo alto, más allá de donde alcanza la vista de un adulto, algo resplandece. Por detrás de las nubes coloreadas por el atardecer. Más allá del blanco lívido de lo más alto de la atmósfera. Por encima de las partículas de contaminación suspendidas sobre la ciudad. Debemos interrogarnos acerca de la naturaleza de esa luz, dice el profesor, ¿qué colores muestra? ¿Amarillo?, ¿azul?, ¿naranja?, ¿rosa?, responden los alumnos...Puede ser una luz rosada, acepta el profesor. Sin dejar que le invada la melancolía, continúa con su papel. ¿De qué nos habla esa luz? Con las manos en la cintura y los párpados entornados, espera teatralmente nuevas respuestas.

He leído muchos libros y visto muchas películas, piensa. Quizá demasiadas, y en diferentes idiomas: húngaro, checo, japonés, persa, alemán, turco, italiano...Siempre quise ganar en la competición de ser el más leído, el más instruido, el más moderno. No haber vivido nunca fuera de mi ciudad amurallada me crea cierta sensación de culpabilidad que incita mi resentimiento. Me estoy convirtiendo en uno de ellos: en una oruga pesada que se arrastra por la vida dejando a su paso un brillante y pegajoso rastro de lamentaciones y arrepentimientos. A través de la cultura he creído comprender a otras gentes, otros tiempos y otras geografías. A través de los libros he creído conocer tus paseos matutinos en otras calles muy lejanas. He olido los aromas de los cafés que te tomas en aquellas cafeterías tan modernas de tu ciudad extranjera. He creído ser otro que no soy durmiendo en otras camas, colocando el abrigo en un perchero que no es el mío, viendo el discurrir de gente en una calle que desconozco. He visto las estrellas desde otra terraza. He paseado por un bosque de variedades no autóctonas. La humedad hace de esa ciudad un lugar triste, en el que me he sentido extranjero y, al mismo tiempo, rodeado por un sueño que bien podría ser mi única familia, que adquiría la forma de este cielo azul rosado que torpemente evoco. Ese cielo idéntico al de la tarde de mi décimo cumpleaños, ese cielo de felicidad.

Esa luz, ¿de dónde proviene?, repite el profesor. Finge conocer la respuesta, pero no la conoce. Tampoco es cierto que en aquella fría ciudad en la que imaginó vivir hubiese encontrado la felicidad. Más bien allí comprendió que la felicidad nunca vendría mientras él fuese él mismo. ¿Del amor?, ¿de la infancia?, ¿del recuerdo?, responden los alumnos aventajados. En los rostros de todos ellos reside la voluntad de conectar con el interior de ése que desde la mesa les habla.

Tomemos cierta distancia. Allí está el profesor observando a sus alumnos. Todavía parlotea sobre esa luz, el inapropiado tema de su lección de hoy. Los alumnos le observan entre adormecidos y embelesados. El profesor no desea más que una luz de focos y una triste habitación de hotel en una ciudad fronteriza. Su cabeza navega entre bares de hoteles en las que preparan cócteles fabulosos y caros, y esquinas impersonales que podrían ser cualquier sitio. No imagina ciudades monumentales; en el fondo no le gustan los museos ni las visitas turísticas. Se considera superior a un simple turista y a un estudiante de paso: le gustaría más bien conocer una ciudad extranjera como un corresponsal periodístico. Conocer sus barrios conflictivos y sus locales de moda. Conocer los áticos y las alcantarillas. Y escribir y escribir desde una cafetería con un amplio ventanal que diese a una gran avenida. O conocerla como un intelectual, que visitase solo bibliotecas, paraninfos y comedores universitarios. En el fondo, le gustaría más bien un edredón cálido, una moqueta mullida, unas paredes con papel pintado, un lugar en el que echarse a dormir y no despertarse jamás, simplemente con un vaso de agua siempre lleno en la mesita de noche. Un lugar en el que dormir sin apenas soñar, en el que estar muerto sin estarlo del todo, en el que poder ponerse a jugar una y otra vez con los mismos recuerdos. Sueña con un refugio, quizá el último. Pero, por lo visto, necesita compañía. Está aburridísimo de sí mismo.

La alumna bella responde. Su voz es quebradiza y algo ridícula, pero todos saben que, sea como sea su voz, ha dado en el clavo. En el rostro del profesor se dibuja una sonrisa. Está cansado. Sabe que la alumna bella está fascinada por sus palabras solo por el hecho de decirlas desde el lugar desde el que las dice. En cuanto profesor, cree que la alumna bella lo considera un segundo padre pero más atractivo. Al menos, le gustaría que así fuese. Si supiese más, si fuese más mayor y menos inocente, se daría cuenta de que esos temas él los saca para encandilar, y que poco le importan los recuerdos y las evocaciones. O que le importan solo en la medida que pueden llenar un hueco, o cubrir un molesto rincón. En el pasado se sintió cómodo pudiendo pensar como mujer. Desde el interior de una mujer, compartiendo la vida, se dio cuenta de que era más fácil andar, más fácil respirar, reír y también llorar. Ser mujer le otorgaba la misma intensidad pálida que hoy creía evocar con sus gestos y ademanes delante de sus alumnos. La digestión de ciertos encuentros estridentes se hacía más ligera entonces. Las luces se atenuaban, los sonidos adquirían la mansedumbre de un arrullo. Todo era calma. 
 
Acaba la clase. Todos tienen tarea: escribir sobre una luz que recuerden especialmente. La alumna bella sabe que allí dentro no ha habido otra cosa que fuegos de artificio y trucos de escenógrafo, pero en el fondo se siente cómoda siendo bella, pues puede imponer sus criterios sin recurrir a la fuerza o a poderosos argumentos. En cierto modo, todos le han hecho caso y el profesor ha recogido sus respuestas con un gesto de orgullo y fascinación. Se siente querida. La mayoría sabe que al profesor bien le gustaría creer que ella, y no otra cosa, es la poseedora de esa luz. Todo el teatro de preguntas y respuestas no ha sido más que un indirecto acto de conquista. La luz de pasillo envuelve a la alumna bella y sus amigas. Entonces el profesor comprende que no hay luz ni intensidad para aquellos que, como él, son simplemente ojos en busca de belleza, y que en definitiva, siempre han visto el mundo desde fuera. 

 

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