martes, 10 de mayo de 2011

KEATON ES INCOMPARABLE

Hoy saco del armario el duelo dialéctico establecido entre Louis Garrel y Michael Pitt en Soñadores, de Bernardo Bertolucci, acerca de la rivalidad, repetida miles de veces por cinéfilos ociosos, ancianos o simples amantes de los debates sin salida, entre Chaplin y Keaton. Un partido de tenis o toma y daca parecido al debate eterno, y reiteradamente explotado por el marketing, de quiénes son mejores, los Beatles o los Rolling Stones.



En la escena, el personaje de Garrel dice, muy sofisticado y francés, que el duelo entre Chaplin y Keaton lo es entre el alma y la máscara, entre el hombre como ángel y el hombre como máquina. Garrel (en la película más sucio y más cínico de lo habitual) está del lado de la crítica izquierdista de la época (los años sesenta), para la cual Chaplin era la encarnación perfecta del artista popular y comprometido, un nuevo Quijote, con el punto necesario de idealismo (o de cristianismo, añado yo).

En cambio, el personaje encarnado por Michael Pitt, el americano, el chico curioso, a la par que ingenuo y estúpidamente candoroso, llegado del país de los carniceros, de los ferrocarriles y de los rascacielos, y por tanto desconocedor del Louvre y de la música de las esferas, se limita a señalar que "Keaton es incomparable". (Un duelo similar, y también alumbrador sobre ambas posiciones, mantendrán en otra escena de la película sobre quién es mejor guitarrista, si Clapton o Hendrix).

¿Y cuál es mi opinión? Pues desde mi punto de vista, Keaton es incomparable, como señala el personaje de Pitt. Puede que Chaplin encarne valores ideales, puede que recoja todos los empeños y esperanzas vitales, y sepa transformarlos en expresión eterna de lo humano a través de un patinazo, un gesto, un lloro o una mirada. Pero es que Keaton excede lo humano. No es simplemente máquina. No es sólo un autómata elástico, que domina a la perfección el espacio, la acción y el movimiento: no es sólo un resorte. Su expresión alcanza a estar más allá del bien y del mal, su estoicismo hace de él un partícipe de primera línea de la ataraxia, o rechazo de las pasiones, que buscaban los griegos.

Ni se rebela ni acepta la vida; no pone en tela de juicio la realidad, sino que pertenece a ella, como lo puede hacer un mueble o una piedra. Y, a pesar de su famosísima imperturbabilidad, es capaz de conmover, pues su expresividad no se dirige al intelecto, ni a los sentimientos moldeados por la educación, la historia y la razón (como sucede en Chaplin). Su comicidad es más primordial. Incluso cabría preguntarse si de hecho es un cómico: más bien es un ser atravesado por la vida, un objeto más en un mundo de objetos.


jueves, 5 de mayo de 2011

FRACASO - ÉXITO


7 de junio de 1975. Última etapa del Giro de Italia, Alleghe – Passo dello Stelvio. El Giro concluía por primera y última vez en su historia en una cima de alta montaña. Nada menos que en el puerto de montaña más elevado de los Alpes, a 2.758 metros de altura. El Passo dello Stelvio, también conocido como Stilfser Joch, une el Südtirol y la Lombardía, siendo el paso entre las tierras de habla alemana y las de habla italiana, así como escenario de combates bélicos en el 14, y deportivos desde el 53.


Si se observa en un primer y rápido vistazo la fotografía de la llegada, ésta muestra una aparente contradicción: la expresión desencajada, decepcionada y casi dolorida del vencedor contrasta con los brazos alzados del segundo, y por tanto, perdedor. La lógica nos dicta que las cosas deberían pintar de otro modo. La imagen parece reservarnos así una especie de lección moral: las ideas de éxito y fracaso son ambivalentes.


¿Qué es hoy motivo de éxito? ¿Tarjetas de visita con membrete? ¿Enanitos en el jardín? ¿Una frase siempre recurrente en la boca, muchas anécdotas precisas, y una pizca de inteligencia emocional aprendida en un máster de comunicación empresarial? ¿Fotografías en el despacho de la mujer y de los hijos? ¿O también algún que otro modelito de Skunfunk, Carhatt o Kenzo? ¿Encuentros de las familias y manifestaciones-florero? ¿Arquitectura calatravesca, ésa que queda muy bonita en las postales? ¿Tiendas de moda muy trendy que abren en barrios degradados, y cierran al mes siguiente? ¿Conversaciones de Facebook que suplen conversaciones reales? La vida moderna exige vidas de acuario.

Y para las mentalidades de éxito, adaptadas, ¿qué encarna la idea del fracaso? ¿Esos barrios que se resisten a caerse por sí solos, y dar paso así a una idea de progreso haussmanniana, expresada en grandes avenidas con palmeritas y cemento? ¿Esos hombres antiguos que se resisten a buscarse una casa, durmiendo en cualquier lado y orinando en las esquinas, afeando tanto la ciudad para el turista, cuando ésta debería ofrecerse a los visitantes como una puta de lujo con las piernas bien abiertas? ¿Esas barriadas en todas las ciudades idénticas, en las que se ve demasiado Antena 3 o La Sexta, y en las que abundan chonis y parados?  ¿Los parques con jubilados? ¿Los gatos callejeros? ¿Esas pintadas que torpemente expresan la firma de un artista anónimo, la mayor de las veces adolescente y gamberrete? Bien mirado, ante el adocenamiento que trae todo éxito, prefiero quedarme resistiendo desde las trincheras del fracaso. 

Pero todo merece ser de alguna manera explicado. Volvamos a la fotografía del Stelvio, y desvelemos un poco el misterio de su lógica alterada. Paco Galdos, con el maillot del KAS (amarillo con mangas azules a pesar del blanco y negro), resulta ganador de la etapa. Tras él entra Fausto Bertoglio, del equipo Jollj ceramica, portando la maglia rosa, con los brazos levantados. Ambos eran dos corredores de nivel medio que dieron lo mejor de sí mismos en un Giro ausente de estrellas. Ambos se jugaban la victoria final, pues Galdos, segundo en la clasificación general, estaba distanciado tan sólo por 41 segundos de Bertoglio. El vasco, aparentemente mejor escalador, podía descolgar al italiano en cualquiera de las 28 curvas infernales que conducen a esta zauberberg del ciclismo. Galdos lo intentó repetidas veces, sin éxito. Venció la etapa, sí; pero al no poder sacar diferencia al italiano, perdió el Giro de Italia. Lo que puede parecer un éxito, puede resultar un fracaso, y viceversa; con lo cual, no nos debemos fiar por tanto de las primeras impresiones.

domingo, 1 de mayo de 2011

CAVILACIONES DOMINICALES

Esta mañana he salido a pasear, a pesar de no andar demasiado despejado a causa de una turbia noche. En cierta manera, esperaba encontrar en la ciudad algo que me devolviese, como otras tantas veces, ciertas sensaciones e impulsos olvidados. Necesitaba caminar por calles silenciosas, en las que la vida parece todavía no haberse despertado a pesar de lo avanzado del día, posando la mirada en desconchaduras caprichosas, en los alicatados ya cubiertos de moho que asoman en las paredes de viejas casas que dan a los solares, en los grafiti que de pronto sorprenden al esperar encontrar otros en su lugar, etc. Y a medida que caminaba, me venían a la mente ideas del libro que tengo entre manos actualmente: Un maestro de Alemania, Martin Heidegger y su tiempo, de Rudiger Safranski.
Se trata de un libro complejo y denso, pero al mismo tiempo bastante didáctico, que aborda el pensamiento de Heidegger en su contexto filosófico, político y académico, sin olvidar algún que otro apunte biográfico relevante. Entre otras cosas, Safranski aborda el peliagudo tema de la conversión de Heidegger en nazi convencido a partir 1933: y aunque no he terminado todavía el libro, parece evidente que, sin ningún ánimo de justificar tal elección política, Safranski intenta demostrar de qué manera Heidegger deposita toda una serie de esperanzas en el nazismo como solución a problemas planteados filosóficamente, tomando por afán revolucionario lo que en realidad era histeria colectiva. 

Pero en esto no pensaba mientras caminaba por la ciudad todavía dormida. Más bien me venían en mente algunos pensamientos de cosecha propia, elaborados un poco toscamente sobre la estructura de pensamientos ajenos, contenidos en el libro antes referido. Pensaba en la libertad individual, en nuestra capacidad para tomar o renunciar, que en cierta manera es ilimitada, siempre y cuando seamos conscientes de nuestra propia temporalidad: de nuestro principio y de nuestro fin, sobre los que poco podemos decidir, pero a partir de cuyo reconocimiento podemos decidir todo.  

Pero también pensaba en el azar, en la circunstancia concreta, en la suerte. Pensaba que, en cierta manera, nuestra libertad individual, al trascender a un plano más social, está condicionada por este azar, que en realidad puede que sea la suma de todas las libertades individuales, dadas en un determinado tiempo. Cuando pensamos que las circunstancias nos obligan a decidir, a actuar, a tomar algo o a renunciar a algo, en realidad obramos libremente, pero nuestra libertad está un tanto condicionada por entrar en juego con otras libertades individuales, que también quieren tomar, decidir, actuar o renunciar.


Y en ese preciso momento, he caído en la cuenta de que mi vagabundeo matutino no tenía otro objeto que propiciar el azar, propiciar la casualidad: ir al encuentro, no sé muy bien de qué ni de quién. Y he recordado otros vagabundeos en otras épocas de mi vida, motivado por la angustia, el aburrimiento o el ansia, como si recorriese siempre el mismo laberinto buscando gestos ya vividos, o quizá yendo al encuentro de algo desconocido pero alumbrador. Y finalmente, volviendo a casa, he tenido que reconocer que es inútil forzar el azar, pues puede depender no sólo de mi propia libertad de acción, sino de la suma de todas las libertades individuales, sobre las que no puedo intervenir. Así pues, se llega a la conclusión más desconsoladora, pero al mismo tiempo, más libertadora en cuanto obvia: el mundo no es una proyección de nuestros deseos.