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viernes, 4 de abril de 2014

OJOS

Los ojos son los órganos que nos abren a la realidad, fuente de todos los placeres. Si consideramos que los placeres, en mayor o menor medida, se relacionan con la disolución del yo, el olvido de uno mismo, el ascenso hacia lo desconocido o la caída hacia lo alto, los ojos constituyen el primer puntal hacia esa tierra desconocida en la que se superan las barreras individuales que nos ciñen.   Podemos olvidarnos de nosotros mismos con gran facilidad en la contemplación de un paisaje, un cuerpo o un cuadro. En esa conquista de los placeres que nacen y mueren en la realidad, siempre son los otros sentidos los que completan el primer contacto con “lo otro” que ofrecen los ojos y la visión.
Por ello no es extraño que el cine, como arte audiovisual, esté plagado de ojos.  De esta forma encontraremos miradas que matan y miradas que enternecen. También miradas muertas. Ojos que registran, ojos que escrutan, ojos que sufren o se deslumbran. Ojos obligados a mirar u ojos morbosos que se recrean en la observación de lo prohibido.
El ojo puede proporcionar belleza, pero puede ser también un objeto de dolor. No siempre vemos lo que deseamos. Muchas veces también en la observación de lo no deseado se encuentra un inesperado y oscuro placer, no racionalizable. Ya lo entendieron así las vanguardias: la mirada debía acostumbrarse también a lo feo, a lo doloroso, a lo desagradable. El tándem surrealista formado por Buñuel y Dalí nos ofreció la metáfora nada amable de una pupila rajada, en Un perro andaluz, aunque a este ojo le precedió otro, el ametrallado en El acorazado Potemkin de Eisenstein. Desde entonces los ojos abundan. Tanto es así que no sería extraño que en la oscuridad de una sala de cine, perdidos y abstraídos en nuestra voluntad de observar, sintiésemos la inquietante sensación de ser también observados, en este caso por  fantasmas de  luz, por sombras incorpóreas, proyectadas sobre una pantalla.

2001, una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968)

Buenos días, noche (Marco Bellocchio, 2003)

La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1968)

Blade runner (Ridley Scott, 1982)

Metropolis (Fritz Lang, 1927)

Holly motors (Leos Carax, 2012)

El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929)

Rojo profundo (Dario Argento, 1975)
Casanova (Federico Fellini, 1976)

Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960)

Repulsion (Roman Polanski, 1965)
Lancelot du lac (Robert Bresson, 1974)
El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925)
Un perro andaluz (Luis Buñuel y Salvador Dalí, 1929)
La dolce vita (Federico Fellini, 1960)

Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958)



miércoles, 2 de abril de 2014

ESPEJOS

Como espectadores, vamos al cine a ver en la pantalla, en sus luces y sombras, el reflejo de otras vidas y otras realidades.  Creemos encontrar en la pantalla sentimientos, vivencias y sensaciones que nos causan placer en cuanto que remiten (reflejan) momentos que hemos vivido en carne y hueso. Como toda imagen desdoblada, el cine nos hace preguntas. Cuestiona la realidad. También muchos personajes cinematográficos, al enfrentarse ante el espejo, se cuestionan sobre su propia naturaleza: sobre su valía, su poder de transformación, su imagen exterior, su sexualidad, sus pensamientos, su conciencia; en definitiva, sobre aquello que son. Y en sus dudas, no hacen más que reflejar las que sentimos como espectadores y como personas. La pregunta del cine, como la de todas las artes, es en definitiva la de siempre: “¿quién soy yo?”.

Lancelot du lac (Robert Bresson, 1974)
Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958)

Contra la pared (Fatih Akin, 2004)

Solaris (Andrei Tarkovski, 1972)
El espejo (Andrei Tarkovski, 1974)
El quimérico inquilino (Roman Polanski, 1976)
Taxi driver (Martin Scorsese, 1976)
Soñadores (Bernardo Bertolucci, 2003)
Eyes wide shut (Stanley Kubrick, 1999)
Les beaux gosses (Riad Sattouf, 2009)
Primer plano (Abbas Kiarostami, 1990)

Gertrud (Carl Theodor Dreyer, 1964)


El joven Törless (Volker Schlöndorff, 1966)








Baisiers volés (François Truffaut, 1968)



jueves, 8 de diciembre de 2011

PINBALL

"Al flipper no se juega sólo con las manos, sino también con el pubis. En el flipper el problema no consiste en detener la bola antes de que sea engullida por el agujero, ni en volver a lanzarla hacia el centro del campo con la furia de un defensa, sino en obligarla a entretenerse arriba, donde las metas luminosas son más abundantes, rebotando de unas a otras, vagando desconcertada y demente, pero por propia voluntad. Y eso se obtiene, no imponiendo golpes a la bola, sino transmitiendo vibraciones a la caja, y dulcemente, que el flipper no se dé cuenta y no se quede en tilt. Se puede hacer sólo con el pubis, o más bien, con un movimiento de caderas, de modo que el pubis, más que golpear, frote, manteniéndose siempre más acá del orgasmo. Y si las caderas se mueven como Dios manda, más que el pubis son los glúteos los que dan el golpe hacia adelante, pero con gracia, de manera que cuando el impulso llega al pubis ya está amortiguado, como en la homeopatía, donde cuando más se diluye la solución, y ya la sustancia casi se ha disuelto en el agua que se ha ido añadiendo poco a poco, hasta desaparecer casi por completo, más potente es el efecto terapéutico. Así es como una corriente infinitesimal pasa del pubis a la caja, y el flipper obedece sin neurosis, la bola corre contra natura, contra la inercia, contra la gravedad, contra las leyes de la dinámica, contra la astucia del constructor que la pensó fugaz, y se embriaga de vis movendi, permanece en el juego por tiempos memorables e inmemoriales. Pero es necesario que sea un pubis femenino, que no interponga cuerpos cavernosos entre el ilio y la máquina, y que en medio no haya materia eréctil, sino sólo piel nervios huesos, enfundados en un par de vaqueros, y un furor erótico sublimado, una frigidez maliciosa, una desinteresada capacidad de adaptación a la sensibilidad de la pareja, un gusto por encender su deseo sin padecer el exceso del propio: la amazona debe enloquecer al flipper y gozar de antemano de que después lo abandonará."

Umberto Eco, El Péndulo de Foucault


 Recuperar un viejo libro que creía olvidado; sentir nostalgia por un tiempo no vivido, y tambíén por el tiempo vivido ya pasado; acordarse con indulgencia de cuando buscaba aliados para fundar alguna especie de agrupación cultural, llamémosle X, sin salir de casa, sin reparar en mis escasas dotes sociales; recordar la época en la que aun me interesaba de verdad la historia, el cine, el arte en general... Crecer es una auténtica mierda, pero tiene sus ventajas. Se adquiere lucidez, se adquiere escepticismo: intentamos hacernos inmunes a los engaños y a las decepciones, aceptamos con más elegancia las derrotas y podemos celebrar, ya alejados por completo de la neurastenia juvenil, las alegrías, aunque sean diminutas, al mismo tiempo que podemos apreciar los pequeños detalles, los placeres cotidianos, las señales oportunas que nos advierten que nuestra vida puede caer en los asquerosos bucles de la rutina...Habrá que ejercitar los dedos, balancearnos una vez más delante de la caja, quizá no con tanta gracia como antes, pero con idéntico empeño, con inocente y estúpida ilusión, y tratar que la bola se demore el mayor tiempo posible en las superficies, rebotando, acumulando puntos, creando musiquitas, y que tarde lo más posible en caer al agujero.

miércoles, 27 de abril de 2011

VISIONES DEL INFIERNO: LANCELOT DU LAC E IL CASANOVA

En esta entrada quiero hablar de dos de mis películas predilectas: Lancelot du Lac, de Robert Bresson (1974) y Il Casanova, de Federico Fellini (1976).

Del cine de Robert Bresson pueden recordarse escenas magistrales, escépticas y al mismo tiempo, profundamente humanistas: el burro de Al azar Baltasar, apaleado y escupido, más humano que la humanidad; la inocente Mouchette a la que se le niegan todas las posibilidades de cambiar de vida con un tortazo después de coquetear con un muchacho en los coches de choque...Pero si he de quedarme con una escena, esa es el final apocalíptico y consecuente de Lancelot du Lac, quizá la mejor representación en la historia del cine de un universo que se extingue, precisamente por las fuerzas internas que lo han conducido a su propia destrucción. Bresson, si hubiese realizado un cine menos soso, hubiese sido uno de mis directores predilectos. Pero a mi parecer, Bresson es uno de esos directores a los que sólo se puede admirar, pero nunca amar como se ama a un hermano, a un padre, a un maestro; nada en otro océano, camina por veredas inaccesibles.

Y quizá no exista nada más diametralmente alejado del cine de Bresson que el de Fellini. Nunca he entendido el cine de Fellini como pasatiempo burlesco o como puro entretenimiento (Fellini no me parece “entretenido”, ni me hace reír a carcajadas), sino como un discurso íntimo, sin adoctrinamientos, cuyo objetivo no es otro que meter entre interrogantes el mundo de verdad, para construir uno alternativo que reproduzca sarcásticamente lo que de fúnebre y ridículo tiene nuestra vida. El cine de Fellini tiene el mismo sentido que una gran falla (en su sentido originario, no en el sentido traidor actual):  una gran mole llena de monigotes patéticos, y a la vez tiernos en cuanto humanos, que no tiene más destino que el fuego regenerador.

Lancelot du Lac comparte con El Casanova la voluntad de mostrar un mundo plano y sin esperanza. Un auténtico Apocalipsis filmado. La película de Bresson nos muestra cuán vanos son los deseos humanos, que no escapan a la más tiránica materialidad (tanto la religión como el amor se reducen a la posesión), y que en la materialidad sucumben, en una demoledora escena final que es la mejor escenificación de un mundo que expira, un mundo que se autoaniquila, un mundo que sucumbe bajo su propio peso.

Igualmente, la película de Fellini encierra una negación: el carnaval que se desarrolla en la película en diferentes escenarios de una Europa más fantasmal que festiva, no es más que un sortilegio fúnebre, un remiendo con el que se trata de ocultar una ausencia total de intereses, de inquietudes auténticas y no construidas; en definitiva, la ausencia total de trascendencia. Fellini para ello enhebra festín, sensualidad y muerte en un enorme teatrillo de títeres que resulta metáfora de una vida donde toda actividad se ha mecanizado, y por tanto, ha caído en el círculo vicioso de la esterilidad; y al mismo tiempo, crea una figura de un fantoche con bastante de quijotesco, que se convierte en metáfora de un mundo en tensión, a punto de estallar, como es el del Antiguo Régimen, pero también el propio tiempo de Fellini. La abierta y visible falsedad de los decorados, abocetados y creados para ser filmados, la futurista recreación de peinados y vestidos, la aridez narrativa y la repetición, la vanguardista y chocante música de Rota, la ausencia casi total de movimientos de cámara, nos recuerdan, como no sucede en ninguna otra película de Fellini, que es más importante la idea que su ejecución. El Casanova no es otra cosa que la viva representación de la autoaniquilación de Fellini como autor y del propio cine de Fellini, en un exceso de fellinidad cargado de regusto a muerte, destrucción y vacío.

La destrucción se expresa en la película de Bresson con la irrealidad estática de una pintura mural. La gracia de los gestos recuerda la ingravidez de los ángeles de Fra Angelico; el acartonamiento del movimiento de los caballeros, la rigidez de las figuras de las pinturas  de Piero della Francesca. Pero esta belleza no se nos muestra frontalmente, con ánimo de convencernos, a través de referencias claras, de la naturaleza artística del film. Esta belleza se muestra en gestos y objetos carentes de significado, banales, incluso aburridos, como siempre sucede en sus películas. En recortes de vida sin ensamblar, indistinguibles e incluso incomprensibles, como las piezas de un puzzle esparcidas encima de la mesa.


La destrucción se expresa en cambio en El Casanova a través de color desvaído, como de sueño, de todas las escenas. El mundo es un enorme acuario, un museo de cera en movimiento. A través de escenarios aparatosos, abocetados, claramente artificiales, se nos muestra un mundo en descomposición, irreal, soñado; como una fábula que se acerca de forma eficaz a lo vivido, y que nos pretende advertir, como un sueño premonitorio, de lo repetitiva, circular y asfixiante que puede ser la vida. 

El Casanova es, al mismo tiempo, una crítica sutil al machismo. En Giacomo Casanova todavía perdura algo del macho caprichoso y despreocupado de anteriores películas de Fellini, tipo Marcello Rubini, tipo Guido Anselmi. Sigue siendo un snob, pero de un mundo que ya no está a la moda; su tiempo no es ya la dolce vita, sino que es incomprensible en cuanto clausurado; sigue siendo el “polígamo” del harén de Ocho y medio, pero más ridículo, mucho más embrutecido. Resulta un poco más pedante, un poco más tosco, un poco más dado al autoengaño. La vivacidad y la peripecia, propias de la anécdota, han sido sustituidas por la aridez propia del elenco, por la hipnótica monotonía de la cascada. Sus gestos y ademanes resultan tan ridículos, tan abiertamente caricaturescos, que la identificación espectador-protagonista es ya imposible. Tras miradas, coqueteos, contoneos amorosos, tras la compulsiva y gimnástica satisfacción del sexo no hay nada: no hay amor, no hay comunión, no hay ni siquiera trascendencia. Hay, simplemente, un deseo que se agota en sí mismo, que se colma sin escapar a sus límites, y que no oculta nada más que vacío. En resumen, el Casanova y sus “conquistas” no son más que muñecos de papel, pegados al decorado.


Tan sólo hay dos personajes con breves destellos de humanidad: la vivaz e independiente Henriette, también harta de las exhibiciones sexuales de Casanova, y en la joven y humillada belleza romana. El Casanova, en cambio, es un diplodocus fosilizado en falso movimiento, en ambientes de falso lujo.

Ma eppur si muove! Sí, a pesar de todo, algo de humanidad notamos también en el Casanova, cuando ya es un viejo fantoche al que nadie escucha: cuando los jóvenes románticos alemanes se ríen del emperifollado y rococó bibliotecario italiano (las disonancias generacionales se expresan con el lenguaje de los estilos).  Y es entonces cuando deviene humano. Un humano que desea el estatismo del muñeco mecánico, la inmersión en el océano, la regresión a la infancia, o la congelación de la muerte. El giro concéntrico del deseo que no escapa de sus propios objetivos, y que deviene despersonalización, anulación, cosificación, muerte.