lunes, 12 de septiembre de 2011

NO QUARTO DA VANDA

Cuando vemos una determinada escena en la pantalla, podemos acordarnos de un viejo amigo, de un lugar, de una situación vivida, de un amor, o simplemente de lo que hemos desayunado o almorzado en tal día. Creemos poder indentificarnos, y sentir, experimentar y pensar con la película, al mismo tiempo que ésta se desarrolla ante nuestra mirada y nuestros oídos. Las imágenes y los sonidos crean el ambiente propicio para olvidarnos de nosotros mismos, y hacer aflorar una emoción: y la mayoría de las veces, el cine toma el camino más corto y rápido para conseguir sus objetivos, recurriendo a la excelente fotografía, a la emocionante banda sonora, y a los giros inesperados de guión. También queda requetebién algún que otro rostro joven y guapo, y, por qué no, los finales siempre abiertos, que dan mucho  juego. Estas películas que tanto nos acarician los sentidos, parecen inalcanzables, no hechas por mano humana. Y una vez se pone en negro la pantalla, podemos lanzar críticas contra ellas, con algún que otro insulto de por medio, o venerarlas arrodillándonos como estúpidos idólatras: y ambas actitudes son las que se adoptan ante una divinidad, aunque sea ésta mediocre o de segunda fila. Pero ojo, estos dioses de tercera división son, por otro lado, bastante hermosos.

En cambio, existen otras películas cuya cercanía, propiciada por la escasez deliberada o forzosa de medios, motiva al trabajo y a la emulación. El aire claramente artesanal hace que, al ver ciertas películas como No quarto da Vanda (Pedro Costa, 2000), sintamos que el cine todavía puede arrancar de cero, como si el tren de los Lumière no hubiese todavía asomado el morro en el andén de la estación, y podamos salir nosotros también, armados de una cámara como quien se arma de una pistola o de una pluma, a contar y recrear de forma individual el mundo. Películas como ésta, o Tren de sombras, o incluso Sans Soleil, abren dos caminos ante nosotros. Por un lado pensamos: ¡yo también puedo hacer eso! ¡todo el mundo puede hacer eso si en vez de escribir un diario utilizase una cámara! ¡y sería muy bonito!; y por otro lado también  nos decimos: ¡pero qué difícil debe ser conseguir tanto con tan poco!



No quarto da Vanda es de esas películas que, proponiéndoselo, o quizá sin proponérselo, reinventa un poco el cine a su manera. El cine se resume a vagabundear por un barrio a la búsqueda de encuadres, y esperar a que el azar obre en ellos algo que pueda parecerse a lo poético, o que no se parezca en nada a lo poético; y seguir el rastro de seres sin historia, seres destruidos por las circunstancias, por la política, por el dinero, por los planes urbanísticos de turno, por la mala suerte, o simplemente por todo ese conjunto de cosas que se llama vida, y que a veces adquiere la apariencia de un complot,; y hacerse cómplice de ellos, y que cuenten ellos solos, en su ambiente, encerrados en su guarida, con sus adicciones, rodeados por un ambiente insalubre pero a la vez familiar, su propia historia: una historia pequeña, plagada de crueldades y de hábitos que llegan a confundirse los unos con los otros, lo que se diría una historia sin historia, y por ello, una historia grande, clásica.



La cámara se sienta como un trasto más, como una rata más, en el cuarto de Vanda, y allí captura cada cambio de luz, cada tos, cada chupeteo al manoseado papel de plata, cada voltear nervioso  de las páginas del listín telefónico, cada uno de los actos mecánicos a los que empuja la droga, cada variación en los cuerpos demacrados y en los pálidos rostros de las hermanas Vanda y Zita.  Y, al mismo tiempo, recoge cada palabra, que adquiere en ese cuarto un tono especial, una trascendencia no buscada: las conversaciones se convierten en hitos, que se abren como oasis entre planos y planos marcados por los ruidos de las obras de demolición del barrio y los silencios de las mujeres y los hombres que lo habitan. 

Sé que llego con once años de retraso a esta película. Parecía la típica película que siempre queda bien haber visto, o decir que se ha visto, y por eso no sentía deseos de verla. Por otro lado, tampoco he de negar que supuso un esfuerzo, ir rechazando toda una serie de prejuicios y reticencias ya asentadas, que se iban entrelanzando con algún que otro momento de sopor. Pero No quarto da Vanda es de esas películas que dejan regusto: que aunque cuesten ver de un tirón, no se olvidan facilmente, pues dejan poso, y con el paso del tiempo quedan reducidas a una sóla imagen en la memoria, que llega a convertirse en una idea.
 
La película habla de resistir en un barrio antes de su destrucción.  Es una historia que suena mucho: cada ciudad tiene su particular punto de resistencia, de igual forma que cada ciudad tiene sus propias fronteras internas, sus propios cuarteles y territorios en guerra. Al igual que toda ciudad tiene sus plazas, también tiene sus islas desiertas, sus islas de leprosos; de igual forma que hay palacio, hay ratonera.  La película habla de una forma básica de resistencia, sustentada en la renuncia al exterior, y en el enclaustramiento en el barrio, en la habitación, en el propio mundo que se conoce y que constituye amparo y comunidad.

Tal reclusión no se realiza en solitario, sino que cada uno a su manera se esconde con su propio monstruo,  el de los hábitos asumidos; con estoicismo pero sin drama cada uno carga con la vida que ha escogido, a la fuerza o con plena decisión. Pero para reflejar todo esto no se adopta en ningún momento un aire de denuncia, ni de advertencia, ni de realismo social, ni de ejemplo moral...simplemente la cámara desciende al microclima de Fontainhas, explora sus callejuelas de kasbah, se recrea en los pequeños colores que como estallidos interrumpen la monotonía de los muros pintarrajeados, y se detiene a observar, fotografiar y escuchar a los que no tienen voz. Y uno descubre, en las conversaciones entre el vendedor de flores y Vanda, entre Nhurro y Vanda, entre Zita y Vanda, la fuerza de una humanidad que habita en todas partes. La miseria  se convierte entonces no en algo épico, no en algo heroico, ni siquiera trágico, sino real, palpable. La dependencia y la voluntad de encerrarse en el cuarto, como adolescentes que amamantan allí sus vicios, se muestran no como algo grande, ni como algo censurable ni loable, sino simplemente como algo real.



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