viernes, 21 de diciembre de 2012

A LA ESPERA DEL FIN DEL MUNDO

Por mucho que mire al cielo, no veo caer ningún meteorito, ni se avista a lo lejos, en la Sierra Calderona, ningún OVNI amenazante. Que yo sepa, el Cabanyal todavía no ha sido destruido por la llegada de ningún Godzilla, ni tampoco la tortuga Gamera ha arrasado Nazaret. ¿Y los tsunamis? tampoco llegan ¿Y los torrentes de lava? ¿y la peste? ¿y el contagio definitivo? ¿y el ángel exterminador? ¿y el calentamiento global? ¿y Nosferatu? ¿y el derretimiento instantáneo de los polos? Nada de nada. Aquí, esperando, y nada de nada. Vaya apocalipsis de pacotilla. Desde que nos cargamos a Dios, solo soñamos con apocalipsis de factura torpe y humana. Parece mentira que no sepamos todavía que las destrucciones llegan por azar y que, en cambio, a las crisis humanas, como en la que hoy en día estamos inmersos, se llega por estupidez, cabezonería y malas prácticas.

Así que, a la espera de un fin del mundo que no llega, me contentaré con una lista. Una más, eso sí. ¿Definitiva? Nada es definitivo. Bueno sí, quizá cuando estemos muertos podremos decir que ya hemos entrado en el terreno de lo definitivo, pero mientras tanto no. Mientras estemos aquí, dando vueltas y haciendo el tonto, o haciendo eso que llaman vivir, es decir, consumiendo el tiempo, podemos dedicarnos a confeccionar listas, a hacerlas y rehacerlas hasta el infinito. 

Disfrutemos las horas que nos quedan hasta la medianoche (¿sucederá todo a medianoche, no? porque si no es así, ¡vaya fraude!) con algo de arte. Así pues, he aquí la lista que, con calzador, pretendo vender hoy. Una lista de lecturas, obras de arte y piezas musicales que rescatar a capricho, en caso de fin del mundo. Disfruten con el pupurri:



La Montaña Mágica (Der Zauberberg), Thomas Mann, 1924

"Por algún oscuro motivo, la pesadumbre, la angustia y los peores presentimientos se hicieron todavía más fuertes en el corazón de Hans Castorp. Apenas se atrevía y, sin embargo, no tenía más remedio que rodear aquellas figuras para franquear, tras ellas, la segunda doble hilera de columnas; la puerta de bronce del santuario estaba abierta, y al pobre muchacho casi se le quebraron las rodillas ante el espectáculo que descubrió: dos mujeres de cabellos grises, desgrañadas, medio desnudas, de colgantes senos de bruja y pezones largos como dedos, se entregaban a las más horripilantes acciones ante las llamas del brasero. Sobre una crátera descuartizaban a un niño; en medio de un silencio salvaje, lo descuartizaban con sus propias manos - Hans Castorp veía los finos cabellos rubios manchados de sangre - y devoraban los pedazos haciendo crujir los frágiles huesecitos dentro de sus bocas, mientras la sangre rezumaba entre sus crueles labios. Un escalofrío de terror paralizó a Hans Castorp. Quiso taparse los ojos con las manos y no pudo. Quiso huir y no pudo. Ellas ya le habían visto mientras cometían su abominable acto, y agitaron sus puños ensangrentados tras él y le insultaron, sin voz pero con la mayor obscenidad imaginable, y además en el dialecto de la tierra de Hans Castorp. Sintió asco, el asco más terrible que había sentido jamás. Quiso huir desesperadamente de aquel lugar, pero cayó de lado junto a una columna, y justo en esa postura, con aquellas espeluznantes palabras aún resonando en sus oídos, se encontró apretado contra la cabaña, caído en la nieve, con la cabeza apoyada y las piernas, con los esquíes puestos, estiradas delante de él. "

Cazadores en la nieve, Peter Bruegel, 1565, Kunsthistorisches Museum, Viena  

Tristan e Isolda (preludio), Richard Wagner, 1857 - 59



2666, Roberto Bolaño, 2004
"Hoensch dijo que la cultura era una cadena formada por eslabones de arte heroico y de interpretaciones supersticiosas. El joven erudito Popescu dijo que la cultura era un símbolo y que ese símbolo tenía la imagen de un salvavidas. La baronesa Von Zumpe dijo que la cultura era, básicamente, el placer, lo que proporcionaba y daba placer, y el resto sólo era charlatanería. El oficial de las SS dijo que la cultura era la llamada de la sangre, una llamada que se oía mejor de noche que de día, y además, dijo, era un descodificador del destino. El general Von Berenberg dijo que la cultura, para él, era Bach, y que con eso le bastaba. Uno de sus oficiales de estado mayor dijo que para él era Wagner y que a él también con eso le bastaba. El otro oficial de estado mayor dijo que para él la cultura era Goethe y que a él también, en coincidencia con lo expresado por su general, con eso le bastaba y en ocasiones le sobraba. La vida de un hombre sólo es comparable a la vida de otro hombre. La vida de un hombre, dijo, sólo alcanza para disfrutar a conciencia de la obra de otro hombre. 
El general Entrescu, a quien le pareció muy divertido lo que acababa de decir el oficial de estado mayor, dijo que para él, por el contrario, la cultura era la vida, no la vida de un solo hombre, ni la obra de un solo hombre, sino la vida en general, cualquier manifestación de ésta, hasta la más vulgar, y luego se puso a hablar de los paisajes de fondo de algunos pintores renacentistas y dijo que esos paisajes podía uno verlos en cualquier lugar de Rumanía, y se puso a hablar de madonnas y dijo que en ese preciso momento él estaba viendo el rostro de una madonna más hermosa que las de cualquier pintor renacentista italiano (la baronesa Von Zumpe se sonrojó), y finalmente se puso a hablar del cubismo y de pintura moderna y dijo que cualquier pared abandonada o cualquier pared bombardeada era más interesante que la más famosa obra cubista, por no hablar del surrealismo, dijo, que cae rendido delante del sueño de cualquier campesino analfabeto de Rumanía. Dicho lo cual se produjo un corto silencio, corto pero expectante, como si el general Entrescu hubiera pronunciado una mala palabra o una palabra malsonante o de pésimo gusto o hubiera insultado a sus invitados alemanes, pues de él (de él y de Popescu) había sido la idea de visitar aquel lóbrego castillo. Un silencio que sin embargo rompió la baronesa Von Zumpe al preguntarle, con un tono de voz cuyo diapasón iba desde lo cándido hasta lo mundano, qué era lo que soñaban los campesinos de Rumanía y cómo sabía él lo que soñaban esos campesionos tan peculiares. A lo que el general Entrescu respondió con una risa franca, una risa abierta y cristalina, una risa que en los círculos elegantes de Bucarest definían, no sin añadirle cierto matiz ambiguo, como la risa inconfundible de un superhombre, y luego, mirando a la baronesa Von Zumpe a los ojos, dijo que nada de lo que les ocurría a sus hombres (en referencia a sus soldados, la mayoría campesinos) le era extraño.
- Me introduzco en sus sueños - dijo -, me introduzco en sus pensamientos más vergonzosos, estoy en cada temblor, en cada espasmo de sus almas, me meto en sus corazones, escudriño sus ideas más primarias, oteo en sus impulsos irracionales, en sus emociones inexpresables, duermo en sus pulmones durante el verano y en sus músculos durante el invierno, y todo esto lo hago sin el menor esfuerzo, sin pretenderlo, sin pedirlo ni buscarlo, sin coerción ninguna, impelido sólo por la devoción y el amor." 

Muerte de Procis, Piero di Cosimo, c.1490 - 1500, National Gallery, Londres



The End, The Doors, 1966

 

El Proceso (Der Prozess), Franz Kafka, 1925 (escrita entre 1914-15)


"El cuadro del abogado era un óleo, mientras que éste era un pastel esbozado de un modo descolorido y vago. Sin embargo, todo lo demás era semejante, porque también este juez parecía querer alzarse amenazador de su trono, a cuyos brazos se agarraba con fuerza. "¡Pero si es un juez!", hubiese querido decir K.  inmeditamente, pero se contuvo y se aproximó al cuadro como si quisiera estudiar los detalles. Una gran figura que se alzaba en el centro del respaldo del trono le resultó indescifrable y preguntó al pintor quién era. El pintor contestó que aún tenía que trabajarla un poco más, sacó de una mesita un lápiz de pastel y lo hizo pasar suavemente por los bordes de la pintura, sin que por ello aclarase nada a K. sobre el personaje."Es la justicia", dijo finalmente el pintor. "Ahora me doy cuenta", dijo K., "esto es la venda que le cubre los ojos y aquí está la balanza. Pero, ¿no tiene alas en los pies y parece que esté corriendo?"."Sí", dijo el pintor, "he tenido que pintarla así por encargo. En realidad se trata de la Justicia y de la diosa Victoria en una sola imagen". "La relación no es muy acertada", dijo K. , "porque la justicia tiene que estar quieta, de lo contrario se moverá la balanza y no será posible un solo juicio justo". "Yo me atengo a lo que ma han encargado", dijo el pintor. "Sí, claro", dijo K., que no había querido herir a nadie con su observación. "Usted ha pintado a la figura tal y como la ha visto realmente en el trono". "No", dijo el pintor, "ni he visto la figura ni he visto el trono, todo es invención, pero se me indicó lo que tenía que pintar". "¿Cómo?", preguntó K., actuando adrede como si no entendiera del todo al pintor. "No hay duda de que es un juez ocupando su sitial". "Sí", dijo el pintor, "pero no es un juez importante ni ha ocupado jamás un trono como éste". "¿Y se hace pìntar no obstante en tal solemne actitud? Está ahí como si fuese el presidente de un tribunal". "Sí, estos señores son vanidosos", dijo el pintor."

Autorretrato sentado, Egon Schiele, 1910, Colección Rudolf Leopold, Viena


Quinteto de cuerda en Do (2º movimiento, adagio), Franz Schubert, 1850 (compuesto en 1828)


El castillo blanco o El astrólogo y el sultán (Beyaz Kale), Orhan Pamuk, 1985


"Apoyó las manos en mis hombros, avanzó y se detuvo a mi lado. Se comportó como un viejo y querido amigo que compartía mis secretos más íntimos. Me pellizcó los extremos de la nuca y me acercó a él. "Vamos, mirémonos juntos en el espejo." Miré y a la cruda luz de la lámpara comprobé, una vez más, lo mucho que nos parecíamos. Recordé hasta qué punto esa semejanza me había abrumado cuando lo vi por primera vez, durante mi espera a la puerta de la sala de Sadik Pasha. Por aquel entonces había visto a alguien que debía ser yo y ahora pensaba que él también debía ser alguien como yo. ¡Los dos éramos la misma persona! Ahora me parecía una verdad patente. Fue como si estuviera atado de pies y manos, imposibilitado de moverme. Hice un ademán para salvarme, como si quisiera verificar que yo era yo. Me pasé rápidamente las manos por los cabellos. Hoja me remedó y lo hizo a la perfección, sin perturbar ni un ápice la simetría de la imagen en el espejo. También imitó mi expresión, la inclinación de mi cabeza, copió mi terror, que yo no soportaba ver en el espejo pero del cual, traspuesto por el pánico, conseguí apartar la mirada; se regocijó como un crío que le toma el pelo a un amigo remedando sus palabras y sus gestos. ¡Gritó que moriríamos juntos! ¡Qué disparate!, pensé. Pero yo también estaba asustado. Fue la noche más aterradora de todas las que pasé a su lado. 
En ese instante reconoció que siempre había tenido miedo de la plaga, que todo lo que hizo fue para someterme a prueba, como la ocasión en que contempló a los verdugos de Sadik Pasha mientras me conducían a la muerte o cuando nos comparaban. Añadió que se había apoderado de mi espíritu. ¡Del mismo modo que hacía unos segundos había reflejado mis movimientos, sabía lo que yo pensaba ahora y supiera yo lo que supiese, él lo pensaba! Cuando me preguntó qué pensaba, sólo pude pensar en él y respondí que no pensaba en nada, pero ya no me escuchaba, no hablaba para descubrir algo sino con el único fin de atemorizarme, de explotar su propio miedo, de obligarme a compartir el peso de ese temor. Percibí que, cuanto más sentía su soledad, mayor era su deseo de hacerme daño; cuando paseó los dedos sobre nuestros rostros, cuando intentó hechizarme con el horror de ese parecido pavoroso y se agitó y se exaltó más que yo, llegué a la conclusión de que quería hacer algo maligno. Me dije que me obligaba a permanecer delante del espejo y me pellizcaba la nuca porque su alma no era capaz de cometer abiertamente esa maldas, pero no me pareció absurdo ni impotente. Hoja tenía razón, yo también quería decir y hacer las cosas que él decía y hacía, lo envidiaba porque era capaz de actuar cuando a mí me estaba vedado, porque sabía explotar el pavor de la peste y del espejo."

Los embajadores, Hans Holbein,  1553, National Gallery, Londres

 
  
Central park in the dark, Charles Ives, 1898 - 1907
 
 

El péndulo de Foucault (Il pendolo di Foucault), Umberto Eco, 1988



"¿Cómo se puede pasar una vida buscando la Ocasión, sin darse cuenta de que el momento decisivo, que justifica el nacimiento y la muerte, ya ha pasado? No regresa, pero ha sucedido, es irreversiblemente, pleno, deslumbrante, generoso como toda revelación.
Aquel día Jacopo Belbo se había encontrado con la Verdad, y la había mirado a los ojos. La única que le sería concedida, porque la verdad que estaba aprendiendo le revelaba que la verdad es brevísima (el resto, solo es comentario). De ahí su esfuerzo por domar la impaciencia del tiempo. 
Desde luego, no lo comprendió en aquel momento. Tampoco cuando trataba de describirlo, ni cuando decidía renunciar a la escritura.
Lo he comprendido yo esta noche: el autor debe morir para que el lector descubra su verdad."  

Sacra conversazione, Piero della Francesca, 1472, Pinacoteca di Brera, Milán


Pulcinella (suite), Igor Stravinsky, 1920

No hay comentarios:

Publicar un comentario