sábado, 26 de mayo de 2012

EUROPEOS EN AMÉRICA

Generalizando, podría decirse que ha habido dos emigraciones de cineastas europeos a Estados Unidos: la primera, desde finales de los años veinte a mediados de los cuarenta del siglo XX; la segunda, desde finales de los sesenta hasta la actualidad. La primera fue sin duda más trascendental; los cineastas que emigraron en ese momento crearon el cine clásico americano tal y como lo conocemos, desde Charles Chaplin a Billy Wilder, pasando por Lang, Murnau, Lubitsch, Ophüls, Sirk, Curtiz, Wyler, Hitchcock, Tourneur, e incluso Jean Renoir. Estos directores dotaron de mayor sofisticación al screwball comedy (Lubitsch, Wilder), dieron un tratamiento adulto y psicológico al fantástico (Tourneur), y recargaron visualmente el melodrama clásico (Sirk). En tal emigración no solo participaron directores, sino operadores de cámara como Karl Freund, e intérpretes como Marlene Dietriech, Paul Muni, Boris Karloff, y un largo etcétera. La segunda, que es la que me interesa, no ha sido de hecho una emigración, sino más bien una serie de contactos esporádicos: acercamientos o tanteos de directores europeos con cierta aura autoral, que a veces han visto coronado por el éxito sus pretensiones de adecuar los extensos horizontes norteamericanos a sus particulares y a veces excéntricos estilos visuales, y otras tantas no. 

En esa línea podrían encuadrarse películas como Zabriskie Point de Michelangelo Antonioni, Stroszek de Werner Herzog, Atlantic City de Louis Malle, Paris, Texas de Wim Wenders o El sueño de Arizona de Emir Kusturica. Con bastantes matizaciones, que no veo oportuno realizar en este momento, todos estos directores, y seguramente algún que otro más del que no me acuerdo ahora, han intentado mostrar el contrapunto del sueño americano, sin dejar de sentir, por otro lado, cierta fascinación por la América profunda, o al menos, por la naturaleza todavía virgen de Norteamérica. Para todos estos directores, América es un territorio por explorar, donde pueden darse la mano lo fascinante y lo cruel: naturaleza fascinante, sociedad cruel (aunque ya en la naturaleza exista la competencia extrema que luego tiene su perfecto reflejo en el sistema socioeconómico americano). La única salida posible ante la disyuntiva que generan afinidad y rechazo puede ser la contemplación, o más bien el aislamiento. El mito del llanero solitario.

Y en esta mismo grupo se podría ubicar la extraña This must be the place, de Paolo Sorrentino.Bien es cierto que la película no se desarrolla al completo en Estados Unidos, pero podemos decir que el director italiano aprovecha la parte de la historia localizada en tal país para ofrecer su particular visión del mismo y de su cultura, con todos sus emblemas: las extensas llanuras, los pick up, los indios impenetrables, las casas prefabricadas, los moteles de carretera, los bares de moteros con la bandera confederada en la pared, etc. A mi entender, la película fluctúa peligrosamente entre la excentricidad buscada y la convencionalidad superficial. Pero aun así, tiene interesantes toques de humor absurdo, y  no puedo negar que disfruté viéndola, aunque el final me resultase un tanto decepcionante y, por qué no, frustrante. El tiempo dirá. 



Veamos dos de los ejemeplos antes mencionados. Los finales respectivos de Zabriskie Point y de Stroszek. Se trata de dos finales sorprendentes para dos películas un tanto irregulares, especialmente la primera.

En Zabriskie Point, Antonioni se recrea en las superficies de la contracultura norteamericana, como años antes hiciese con el Swinging London en Blow up, con mayor profundidad y éxito, todo hay que decirlo. Antonioni siempre fue un cineasta de superficies, un cineasta muy plástico, muy abstracto: lo que se llevaba en la época. Con todo, hay que decir que a nivel visual pocos (o nadie) han alcanzado un rigor y una libertad comparables en la composición del encuadre; y en sus momentos de gloria, su cine alcanzaba la profundidad desde la forma. Su legado es impagable: con sus tiempos muertos, hizo que el cine girase definitivamente de la historia a los personajes. En cambio, en Zabriskie Point se quedó tan solo en la pátina, sin rascar ni siquiera la primera capa de pintura: quizá lo que intentaba retratar (el movimiento hippie, la contracultura) tampoco diese más de sí, siendo un movimiento de las sensaciones como era. Aun así el final es espectacular, a la par que sintomático: muestra el deseo de destrucción y la esperanza de algo nuevo, muy en consonancia con el estado de ánimo de finales de los sesenta. 




Stroszek es una película más lúcida, más escéptica. Y con un humor más absurdo. Stroszek parte en un ambiente más fassbinderiano que herzogiano: los bajos fondos del Berlín occidental, en los que el vagabundo Stroszek se gana la vida tocando el acordeón y cantando (más bien recitando) endiabladamente mal. El personaje es interpretado por el genuino Bruno S., actor no profesional que sabía conferir a los personajes de Herzog  la determinación, la terquedad y la lógica particular de los niños. 

En Berlín, Stroszek se junta con una protituta maltratada por la vida y con un anciano locuelo y adorable, fascinado por el mesmerismo. Juntos forman una tríada de personajes inocentes y encantadores: almas puras herzogianas. Deciden emigrar a Estados Unidos, para dejar atrás la gris Alemania. Pero América no es de color de rosa.  Stroszek desmonta, uno a uno, todos los sueños americanos: el dinero, el trabajo, la casa, la chica, el coche...Al final tan solo queda el círculo, lo repetitivo, el cuento de nunca acabar. Un final extraño y sobrecogedor.


  

viernes, 11 de mayo de 2012

IMPRESIONES

Toda luz, todo aterdecer, todo olor o color, siempre aluden a otra cosa ya pasada. Conocemos en cuanto recordarmos, pero recordar es crear, es en parte inventar; poner un poco de color aquí, una nota o un sonido más allá, hasta crear una imagen reconfortante. Bien podría decirse que recordar es edulcorar, falsificar, aunque me gusta más otra palabra: reconstruir. Pero también es proyectar hacia el futuro: crear un pasado para poder aceptar el presente, ese instante que cuando lo nombramos ya ha pasado, irremediablemente abocado a ese futuro que se va haciendo, paso a paso. Quizá me esté haciendo mayor, pues cada día me viene un recuerdo nuevo, alguna imagen. Me vienen a la mente rincones de otras ciudades en las que he sido feliz, paisajes de la infancia, caras de antiguos conocidos, etc. Todos esos recuerdos son, aunque me pese, viejas escenas teatrales, con su decorado, su iluminación y sus actores. 


Una sensación extraña se produce cuando la realidad nos demuestra el engaño de la memoria. Pongamos algunos ejemplos. La plaza, con la estatua del poeta, es más pequeña de como la recordábamos. Aquella vista desde el castillo con el río abajo, verde y de rápido fluir, no era para tanto. Aquella sensación que experimentaste entonces difícilmente se repetirá, y lo sabes: quizá la ciudad te pareció más bella porque una luz anaranjada de atardecer resbalaba sobre los edificios, y al esconderse el sol tras los tejados y azoteas parecía que colocaba sobre ellos una particular corona de rayos; pero cuando veas esa misma ciudad sin que hierva nada en tu interior, quizá ese mismo atardecer te parezca intrascendente. Aquel mercadito de la explanada polvorienta te pareció más interesante sin duda porque se desarrollaba en verano. Tumbado en la cama, despertándote, sonó un piano, el vecino tocaba; pero esa habitación quizá no era tan blanca, ¿y por qué te ves a ti mismo, con esa sonrisa en la cara, si bien sabes que esa imagen es imposible? Ese sol que se ocultaba tras los árboles es como otros tantos soles ya vistos, y aunque bien sabes que solo hay un sol, la memoria, algo tramposa, te crea la ilusión de que un sol diferente nace cada día.

Solo se abre el abismo cuando lo familiar, lo conocido, se percibe desde un ángulo completamente diferente, resultando algo extraño, incómodo, enrarecido: entonces se siente en carne propia la distancia que nos separa de las auténticas certezas. Pero ese terror viene rodeado, paradójicamente, de cierto cosquilleo creciente, que puede llegar a convertirse en una intensa sensación de placer: la propia de la curiosidad, del conocimiento.


No habría nada más estimulante que poder olvidar de vez en cuando para vivir en un estado de deslumbramiento continuado lo que la monótona vida nos ofrece. Aunque, a pesar de esto, a veces parece habitar un dios algo burlón en medio de la rutina, sorprendiéndonos hasta tal punto que, a pesar de saber que el momento vivido no es nuevo, sino más bien un remedo de otro sumamente parecido, podamos sentirlo como único, aferrándonos a él a fin de vivir con soltura en el presente. Aunque, sin darnos cuenta, al esforzarnos en retener ese instante de arrobamiento en forma de recuerdo, ya lo estamos embalsamando, convirtiéndolo en imagen. 

"Vive cada instante como si fuese a repetirse siempre" F. Nietzsche

miércoles, 2 de mayo de 2012

FRIEDENSFAHRT / ZÁVOD MÍRU / WYSCIG POKOJU (CARRERA DE LA PAZ) BY ROULEUR

Hoy ha llegado a mi buzón la revista Rouleur. La espero con ansia cada dos meses, y una vez la tengo entre manos, la hojeo en pocos minutos. La devoro. Rouleur es un soplo de aire fresco en la habitación mal ventilada del ciclismo. Nada de equipaciones de última moda de Etxe Ondo. Nada de bicicletas de alta gama. Nada de los resultados de la Vuelta a Suiza, la última etapa del Tour de Francia, o los diez primeros de la clasificación Pro Tour. Nada de entrevistas plagadas de tópicos encubridores, dispuestos aquí y allá como vallas en una carrera de obstáculos. Rouleur nace de un profundo amor al ciclismo y a la bicicleta, y por ello su aproximación a ambos temas se realiza desde diversos frentes, a veces insólitos. En la habitación mal ventilada del ciclismo por tanto, Rouleur no es solo una ventana abierta, sino dos o tres; incluso una puerta abierta de par en par y una claraboya.



En Rouleur se da voz a ciclistas anónimos del pasado, con historias duras detrás - a gregarios, a estrellas caídas en desgracia, a ciclistas de otro tiempo, en algunos casos destruidos por el dopaje. Tienen cabida Fiorenzo Magni y también el modesto corredor Giovanni Varini, y su actual granja de pollos. También se exploran los centros fabriles donde nace la bicicleta - aquellos donde aun se respira cierto amor artesanal por el trabajo bien hecho. Y tienen cabida tanto la modernísima NAHBS (North American Handmade Bycicle Show) como la fábrica de las clásicas Gios Torino. Se profundiza en la personalidad de ciclistas actuales, como Voeckler, Breschel, Geraint Thomas o Chavanel. Se recorre el mundo en busca de carreras que pasan desapercibidas, para mostrar que la bicicleta no solo es patrimonio de europeos occidentales, sino del mundo entero: el Tour de Ruanda, el Tour de Qinghai en China...pero también el Tro Bro Léon bretón. Es una gozada leer Rouleur. En Rouleur, cada fotografía es un icono de la religión de la bicicleta.  

Llevaba mucho tiempo persiguiendo la idea de escribir algo sobre esta revista, y hoy me he decidido. En parte tal determinación ha venido impuesta por el interesantísimo reportaje que Herbie Sykes y el fotógrafo Tim Kölln dedican en este número de mayo al ciclismo en la RDA, y en concreto a la extinta Carrera de la Paz, vuelta por etapas del bloque comunista, que partía cada uno de mayo de Varsovia y, vía Praga, finalizaba en Berlín. Carrera que se disputó desde 1948 hasta 2006 (aunque, siendo exactos, hasta 1991 mantuvo su importancia, convirtiéndose en sus últimas ediciones en una carrera menor).
 


Ya hablamos de ella en este blog.  La Friedensfahrt pretendía ser la carrera de la Centroeuropa nueva, surgida de los rescoldos de la guerra y del triunfo sobre el nazismo. Absorbida por la propaganda política de la guerra fría, la Carrera de la Paz era el Tour de Francia del Este. Pero acciones propagandísticas aparte, la carrera de las tres capitales gozó de una popularidad inmensa.  También hablamos en su momento de los problemas que sufrieron algunos ciclistas de la RDA al no querer integrarse en el partido. El caso más conocido es el de Wolfgang Lötzsch: su caso adquirió notoriedad al escribirse un libro y editarse un documental sobre su figura, Sportsfreund Lötzsch.  En una línea semejante, en el reportaje de Roleur se recogen las palabras de la pistard Irene Dorn, que se ha resarcido en la actualidad, en la categoría master, de lo que no pudo conseguir en su juventud debido a los boictos sistemáticos hacia su persona, perpretados por entrenadores y federativos, que la empujaron a la retirada prematura.


La Carrera de la Paz fue uno de los inventos hermosos de la R.D.A. Quizá el más hermoso, junto al muñequito Sandmann y el maravilloso himno (uno de los más hermosos jamás escritos) Auferstanden aus Ruinen (resucitando de las ruinas).  Tal tríada hablaba de la hermandad de los pueblos, del hombre nuevo, y de la paz, es decir, de la fachada bonita que ocultaba el muro de Berlín, la ausencia de libertades, los delaciones, la Stasi, la fiscalización y politización de la vida cotidiana y el dopaje de Estado. Como aspectos positivos, podría decirse que la RDA era el único sistema socialista que "funcionaba"; e igualmente, su autodestrucción, favorecida por Gorbachov, fue modélica. No así la unificación con la Alemania Occidental.




En el reportaje de Syke destacan especialmente las palabras de Horst Schäfer, antiguo aficionado a la carrera y actual conservador del museo dedicado a la misma, sito en Magdeburg. Sus palabras evocan una carrera multinacional (participaban libaneses, ingleses, belgas, de todos los países del Pacto de Varsovia, mongoles, cubanos, norcoreanos...), en la que no era tan importante competir individualmente como compartir esfuerzos, experiencias y emociones. También comenta el shock que en su vida produjo no solo la desaparición de la carrera (y con ella de parte de su vida) sino también el duro esfuerzo que supuso la adaptación a un nuevo sistema económico y social, con valores muy distintos, tras la caída del muro, especialmente para los nacidos como él ya bajo el sistema socialista. Me limitaré a copiar y traducir algunas de sus palabras:

"(...) cuando me casé, le dije a mi mujer: "Mira, estaré contigo durante 50 semanas al año, pero estas otras dos semanas tengo otro amor. Durante ese tiempo, pertenezco a la Friedensfahrt". (A título personal, esto yo también lo he vivido, más o menos...)

"(...) la clave era: gente de muchas partes del mundo junta, compartiendo experiencias. No consistía en gente corriendo por dinero, y gente corriendo para ganar precisamente. Aquellas dos semanas de mayo eran como una isla en medio de nuestras vidas cotidianas. Un isla de suerte...


(...) Para mí la Carrera de la Paz era un oasis, a través del cual me era posible soñar. Gente diferente, países diferentes, atravesando fronteras y marchando juntos. Era genuino compañerismo, y ahí residía su belleza y sus virtudes. La Friedensfahrt, durante dos semanas al año, nos ofrecía la ventana a un mundo al que no nos era permitido acceder. Era una gran paradoja, obviamente, pero para mí sigue siendo algo hermoso. Era la carrera de la paz..."


Palabras sin duda motivadas por la nostalgia de lo amado y ya perdido. 

Un último ejemplo de las esperanzas corrompidas. Jan Schur, hijo de la gran estrella ciclista de los cincuenta, Gustav-Adolf "Täve" Schur, habla acerca de su padre. "Täve" Schur no solo fue un ciclista prodigioso, sino también todo un símbolo político de la RDA: adorado por el pueblo y por el partido. Jan Schur comenta cómo se rodó una película sobre su padre, y cómo en ella le preguntaron qué pensaba sobre la Carrera de la Paz al principio, a lo que Täve respondió:

"Estaba allí en Varsovia, en medio de esas ruinas, vistiendo mi inmaculado, prístino jersey. Representaba al estado alemán, y la única cosa que podía hacer era demostrarles que era diferente a los nazis."


Toda una declaración de intenciones.