domingo, 20 de noviembre de 2011

DE UNA TRAGICOMEDIA ARGENTINA (PERO UNIVERSAL) Y UNA BIOGRAFÍA DE MONTAIGNE (QUE PODRÍA SER LA DE TODOS)

A la espera de la celebración de unas elecciones que cada día - espero - interesen a menos gente, este fin de semana he ido de nuevo a los cines, y he visto Medianeras, película argentina de director no sé si novel, pero al menos no muy conocido por España (un tal Gustavo Taretto), y protagonizada por Pilar López de Ayala - una particular debilidad mía, junto a Clotilde Hesme y Charlotte Gainsbourg- que sale airosa del desfío de imitar el acento argentino.


Sobre la película, que es ingeniosa, aunque no lo buena que un espíritu escéptico como yo desearía, he de decir que me dejó un regusto agridulce, a pesar de su carácter predecible desde el minuto uno, y de la voluntad - subrayada con lápiz, boli y subrayador - de conseguir un happy end a toda costa. El regusto agridulce vino, ante todo, a raíz del final del filme, entre naif y voluntariosamente honesto. Recuerdo lo que una amiga me comentó acerca de Amelie, la almibarada historia gala que tantas secuelas, mitad bochornosas mitad tiernas, ha suscitado. Al salir del cine su sensación no fue otra que cierta tristeza, debida principalmente al hecho de ser consciente de que cosas así sólo pasan en las películas. La sensación tras ver Medianeras en mi caso fue la misma: una seguridad casi científica de que, a pesar de que la película intente desarrollarse en un mundo real y crudo rodeado de guiños amables e infantiloides, esos finales jamás se dan en la vida real, a menos que uno sea un romántico empecinado, un idiota, o esté enamorado (algo que es más insólito de lo que pensamos). Pero, a pesar de todo, la película me gustó, cierto, simplemente por el hecho de intentar escapar, un poco ingenuamente a veces, un poco pedantemente otras tantas, de la árida vida cotidiana, desde la misma árida vida cotidiana, llena de neuras y soledades. 

Aunque aparentemente no guarde más relación con la película que el hecho de estar leyéndolo al mismo tiempo, me gustaría hablar de un libro, una biografía sobre Michel de Montaigne, Cómo vivir o una vida con Montaigne en una pregunta y veinte intentos de respuesta, de Sarah Bakewell. Me han dicho que parece un libro de autoayuda. Sí, el nombre así lo parece sugerir, pero se trata de una biografía, lo puedo asegurar. Aun así, pocas cosas en nuestra sociedad de consumo no están revestidas de la pátina de la autoayuda (incluso la película en cuestión puede considerarse de autoayuda, y por qué no, el cine de Bergman, y los libros de Nietzsche, y los de Deleuze, etc.). Y, de todas formas, adentrándome en la vida de Montaigne, descrita con agilidad y mucha originalidad por parte de la autora, estoy aprendiendo algo, quizá un lema moral, una especie de motodefiéndete amando, ataca apartándote (No se me ha ocurrido nada más original ni mejor, lo siento). Esta sería la explicación: si la vida no te ha golpeado, en algún momento lo hará,  así que defiéndete de ella con la sutil ironía del que se aparta porque ya sabe de qué va el asunto, y que no es para tanto; y, al mismo tiempo que te defiendes de la vida apartándote en ella, ámala surmergiéndote en ella, adéntrate en lo que más importa, que es el instante presente, esa mentira, cargada de pasado y volcada hacia el futuro, que apenas llegamos a disfrutar, pensando como estamos siempre en los sinsabores y recuerdos bellos del pasado, y en las obligaciones y miedos del futuro.

Ambos, peliculita y librito, son pequeños estímulos para sobrellevar los otoños, siempre prolijos en dolores y recuerditos de mierda. Precisamente mi interés, por llamarlo de algún modo, por Montaigne, surgió hace un año. El otoño pasado, a estas alturas, buscando en qué ocupar el tiempo, adquirí tres libros: Elegías de Hölderlin, una biografía sobre Michel Foucault, y el Diario de viaje a Italia, de Michel de Montaigne. Así, de golpe y sin pensar demasiado. De Michel de Montaigne sabía por Joan Fuster, del que sin compartir nada de sus teorías políticas y de su nacionalismo, valoro como corresponde su magnífica capacidad crítica, su sutil ironía y su sabio manejo de la síntesis. Pensé que si a uno como Fuster le gustaba Montaigne, a uno como yo, al que le gusta Fuster, también le debería gustar un poco Montaigne (ese razonamiento no siempre funciona: si no sólo hace falta pensar en lo gordos que nos caen algunos amigos de amigos). Pues como decía, compré el Diario de viaje a Italia de Montaigne, y comencé a leerlo sin sistema: a ratos, por pasar el rato, sin fijarme mucho en los detalles, leyendo a veces una línea y otras dos o tres páginas. Leyendo párrafos enteros sin apenas enterarme de nada, y leyendo otros como si me fuera la vida en cada palabra: cosas que pasan. 


Esperaba encontrar en el Diario descripciones de puentes, palacios e iglesias, de fiestas renacentistas, y de rincones agradables para la vista, siempre recurrentes cuando se habla de Italia. Una especie de visión de Italia pre-Goethe o pre-Stendhal. Pero no, nada de eso aparece en la prosaica narración de su viaje, en la que se describen los alojamientos, los balnearios en los que va a tomar las aguas (y como expulsa piedritas aquí y allá, el pobre hombre, sin ahorrarnos detalles), de artilugios e ingenios que despiertan su curiosidad, o de algún detalle curioso de las costumbres del lugar (cómo visten, cómo sirven la comida, cómo calientan las habitaciones, cómo son los cerrojos, cómo disponen los cubiertos, cómo se compite al esgrima, cómo visten las mujeres, qué piensan de Calvino, etc.). Todavía no le he terminado, quizá el otoño próximo haya avanzado apenas unas páginas. Tendré que leer los Ensayos. Tampoco he terminado su biografía, y me he tomado la licencia de emitir un juicio, a falta de algo mejor que hacer.  En cambio, la película la vi, hasta el final (a pesar de que me equivoqué de sala, y casi me tuve que tragar a la fuerza un bodrio yankie). 



¿Y a qué viene relacionar esta película y estos libros? No lo sé. Quizá venga a cuento de que me gustaría ser más como Montaigne: montarme mi trastienda, encerrarme en una torre (como Hölderlin, como Kaspar Hauser...), distanciarme un poco del mundo, o mezclarme más en él con humildad escéptica y buen corazón, mostrar duda ante todo, no creer sino lo que los ojos muestran, y ni siquiera en eso, y, al mismo tiempo, ser feliz; y, mientras tanto, sigo más apegado a peliculitas que, sin grandes pretensiones, sin llegar a ser Ciudadano Kane (aunque cabría desmitificar un tanto Ciudadano Kane, mucho mejor es el episodio de los Simpson Citizen Kang), llegan como un dardo a lo más profundo, y acaban hiriendo...

viernes, 11 de noviembre de 2011

MELANCHOLIA, DE LARS VON TRIER

La última película de Lars von Trier no parece haber tenido una buena acogida entre la crítica, pero por otro lado, en una de esas contradicciones tan nuestras, parece que es la mejor posicionada entre las candidatas a optar al premio de mejor película del cine europeo. Se la acusa de ser depresiva, de ser excesivamente formal, de ser pretenciosa. Pero, ¿desde cuándo Lars von Trier ha hecho una película que no sea depresiva, formal, y sobre todo pretenciosa? ¿Cuándo nuestro querido Lars - ése al que le dio hace poco, con el mismo afán de protagonismo y de provocación que un chaval de la ESO, por reivindicar "estéticamente" el nazismo - ha hecho una obra que no tenga la pretensión de ser "obra maestra"?

Danza planetaria: Kubrick sin Strauss, con Wagner

Pero yo quiero reivindicar Melancholia. Si es una obra maestra no lo sé, y la verdad es que me da bastante igual: me hizo pasar un buen rato estéticamente, emocionalmente e intelectualmente, y si dentro de dos meses, un año, o cinco, cae totalmente en el olvido, o cambio de opinión al respecto, pues ciertamente no es algo que me preocuope en exceso. Al menos, es una película que no deja indiferente y que sobre todo hace pensar, cosa que nunca está mal y que se echa bastante de menos en los cines. Sin por ello dejar de ser una película hermosísima, como también lo era a su manera Anticristo.

Aviso a los que no hayan visto la película, que mi intención es hablar y reflexionar en torno a ella, final incluido (final que se da al principio), con lo cual quizá prefieran no seguir leyendo. Después del punto y aparte me meto en materia, así que, si alguien no sigue leyendo, pues le invito a que vaya a verla, y santas Pascuas. Al respecto, y a modo de digresión total, no sé cuándo ni dónde leí (quizá en uno de esos periódicos gratuitos en los que tan fácilmente aparecen noticias estúpidas) un estudio que revelaba que el espectador disfruta más cuando conoce el final.

Pero bueno, en este caso tampoco el final es determinante: para quien no lo sepa, todos mueren. Es más, no sólo mueren todos los protagonistas, sino toda la raza humana. E incluso más: no sólo muere toda la raza humana, sino también toda posibildad de vida. Un planeta asesino, movido por un extraño impulso apocalíptico y danzarín, impacta contra la Tierra. Puede que después del impacto siga el universo "en marcha": pero al no existir consciencia del mismo, quizá podemos asegurar que ya no hay nada. El bueno de Lars se lo curra a fondo.

El inicio de la película es de lo mejor. La obertura de Tristan e Isolda de Wagner marca el arranque del film, la particular danza de la muerte del planeta Melancholia con la Tierra. Parece imposible no relacionar con Kubrick esas imágenes del espacio, al son de música clásica. Estas imágenes se engarzan con otras de la Tierra, a cámara lenta: imágenes de una especie de solemne belleza de la vida ante la destrucción. Imágenes que parecen auténticos tableaux vivants de un estilo manierista-romántico-prerrafaelita-simbolista-surrealista muy sugerente. Este segmento tan apatecible termina con el cuadro de Brueghel Cazadores en la nieve ardiendo (¿un nuevo homanaje a Tarkovsky, en este caso a Solaris?). Y a partir de aquí, con el espectador avisado, comienza propiamente la película.


¡Tres astros! Al menos uno sobra.

La película se estructura en dos partes, centradas en las hermanas protagonsitas: la primera parte de Justine (Kirsten Dunst) y la segunda de Claire (Charlotte Gainsbourg). Esta estructura de la película hace que sea un poco desigual, en el tono y en las intenciones. La primera parte, dedicada a Justine (personaje de nombre de resonancias sadianas, no creo que de forma casual), se centra en la boda de ésta. Muchas críticas han señalado la similitud de esta parte con Celebración de Thomas Vinterberg, una de las peliculitas inaugurales del Dogma. De hecho, aquí von Trier recurre a la exasperante camarita en mano, a la crítica y demolición sutil, un poco repetitiva ya, de los modos de vida burgueses y de la familia concebida como nido de odios, etc. Forma y temática dogma. De todas formas, no creo que la cercanía a Celebración pueda esgrimirse como reproche, y menos como plagio: sin duda von Trier ha debido ser consciente de tal similitud, y la ha buscado, ya sea por pereza, por comodidad, o simplemente por no poder abordar el tema (la crítica a los revestimientos con los que la burguesía cubre el vacío existencial) desde otra perspectiva o ambiente. Y antes que por otra razón, parece que von Trier haya incluido esta parte para darse el gustazo de trabajar con los actores.

La segunda parte, centrada en Claire, tiene un aire más trascendente: más solemne, y también más ambicioso. La cámara en mano y ese cansino estilo inmediato desaparecen, dando lugar a un cine de estampas. ¿Cómo olvidar esa imagen tan romántica, inserta en mitad del film como una particular perla, de Justine - Kirsten Dunst ofreciéndose desnuda, junto a un arroyo en plena noche, a la luz azulada del planeta destructor? ¿Y las aproximaciones del planeta, no por anunciadas menos angustiantes, comprobadas mediante el palo + alambre fabricado por el niño? ¿Y cómo olvidar esos paseos a caballo, que no sé por qué, me recuerdan a algunos planos de Vertigo? La segunda parte es monumental. Wagner aparece aquí y allá. El planeta es hermoso, aunque comporte destrucción. El nerviosismo de la primera parte ha desaparecido, y la paz de la segunda parte parece paradójicamente la consecuencia lógica del anuncio de la destrucción. Kirsten Dunst pasa de niña mimada con vocación de bipolar a impasible e inflexible profetisa. Charlotte Gainsbourg (tan benditamente alocada en Anticristo, y de nuevo aquí tan magnífica, tan tierna y tan humana) pasa de institutriz a niña desvalida, objeto de compasión.

¿La seducción del mal?


Voy a intentar justificar la primera parte de la película. Von Trier parece haber intentado contraponer la personalidad de las dos hermanas, así como su forma de afrontar la vida. Tampoco creo estar desvelando ningún misterio digno de cuarto milenio, esto se muestra de forma bastante evidente, casi obvia. Justine - Kirsten Dunst es la hermana visceral, caprichosa y un tanto cabeza-loca, que no sabe muy bien cómo arreglárselas en la vida, y para la que el lúcido presentimiento de la caducidad de la fraternidad y del amor se convierte en un impedimento total para acometer ningún plan de vida estable. En cambio, Claire - Gainsbourg es la hermana cerebral, resignada a su manera, que ha aceptado las normas, y se ha adaptado a la vida familiar y a la vida burguesa con todos sus convencionalismos y revestimientos, para quizá cerrar los ojos ante el terrible abismo al que parece a veces abocarse el existir. De ahí la boda: quizá no haya en nuestros días ritual más codificado, y más superficial a su manera, que una boda burguesa. La incapacidad de Justine ante su boda tiene su contraposición en el control y el dominio de la situación que ejerce Claire en ella. La serenidad, lucidez y caridad de Justine ante la destrucción tiene su correlato en la desesperación normal, lógica y humana de Claire ante la misma.

En definitiva, en la película no hay atisbo alguno de esperanza. Desaparece el mundo, desaparece toda vida, desaparece por tanto toda consciencia de vida, desaparece el existir, aunque los objetos puedan seguir siendo independientemente a la vida. He de decir que no me gusta la idea de destrucción como castigo por la maldad del hombre. No me gusta nada de nada esa idea de culpa total sobre la vida: en ese sentido von Trier parece demasiado nórdico, aunque quiero pensar que nos toma un poco el pelo.  Pero, por otro lado, sí que me gusta mucho otro aspecto de ese final tan Götterdämmerung: la humanidad, ejemplificada en las hermanas y el niño, resiste unida. El marido, Kiefer Sutherland, paradigma de las mentiras piadosas de la razón científica y de la clase dominante, huye y niega cobardamente la destrucción, en vez de aceptar lo inconcebible. Las hermanas rechazan la idea burguesa de tomar una copa de vino en el jardín mientras se contempla la destrucción como si se tratase de un ocaso, en este caso el último. Y, en cambio, se decide construir una choza: se abandona el castillo con sus dieciséis hoyos, y se construye una choza protectora con tres palos. Ahí está lo bonito: la humanidad está todavía unida, aunque sea la destrucción la que la une, y rechaza los revestimientos, abocándose a la desnudez y a la magia. ¿Un mensaje para la crisis?


El consuelo del retorno a la choza

Y como despedida después de tanto dramón, la visión particular de Muchachada nui de ese genio llamado Lars von Trieer: